El debate sobre la propiedad en transición hacia la paz. Fernando Vargas Valencia
de discursos y prácticas que se despliegan para ajustar los cuerpos y las subjetividades de las mujeres a las necesidades de acumulación capitalista.
En este contexto de reorganización productiva cobró especial importancia el acceso de las mujeres rurales a los factores de producción, entre estos la tierra. En Colombia, como en otros países de la región,1 a finales de la década de los ochenta se reconoce a las mujeres como sujetos de la política de tierras. Tanto en la Ley 30 de 1988 como en la 160 de 1994 y la 1448 de 2014 (Ley de Víctimas) se incorporan medidas de género para regular el acceso a la tierra de hombres y mujeres campesinos.
León y Deere (1997) indican dos cuestiones fundamentales para comprender la importancia del reconocimiento del derecho de las mujeres a la tierra. En primer lugar, destacan que el acceso a este recurso es clave para el acceso a otros recursos para la producción, como el crédito, la asistencia técnica y la transferencia de tecnología; en segundo lugar, observan que la disponibilidad formal de la tierra condiciona “el poder de negociación que tienen en el hogar y en la comunidad” (p. 8).
Sin desconocer la importancia para las mujeres de este logro legal, el acceso a la tierra y a otros factores de producción puede ser también interpretado como una estrategia estatal encaminada a subordinar a este sector de la población a los intereses del capitalismo agrario.
Mies (1998), retomando los presupuestos de Luxemburgo, argumenta que la expansión del capitalismo contemporáneo continúa requiriendo sectores que no han sido asimilados totalmente por este, entre estos las mujeres rurales. Una manera de asimilarlas es a través de facilitar el acceso a recursos productivos, como es el caso de la tierra. Tal como se sugirió antes, la disponibilidad formal de tierra conlleva la disponibilidad de condiciones necesarias para insertarse en la producción, una producción que se decide en función de las dinámicas de inserción de los países de la periferia capitalista a la economía global.
La adjudicación y titulación de predios o su formalización generalmente traen aparejado el desarrollo de un conjunto de acciones, las que se encaminan a configurar y/o potenciar a las campesinas como productoras eficientes. Extensión rural, asistencia técnica, transferencia de tecnología, gestión y desarrollo de proyectos productivos, acceso a recursos financieros, asociatividad, entre otros, se constituyen en mecanismos para organizar y especializar productivamente a las mujeres. El acceso a la tierra como condición para el acceso a otros recursos claves en la producción mediatiza y organiza a las campesinas como productoras bajo la lógica del mercado.
De acuerdo con lo anterior y, a través de los contenidos que se plasman en este documento, se evidenciará la continuidad que existe entre las leyes de tierras (leyes 30 de 1988 y 160 de 1994) y lo que se establece con respecto a la restitución de tierras en la Ley de Víctimas. La continuidad se entenderá en una doble vía. Por un lado, se mostrará cómo el modelo de desarrollo rural que se configura mediante el entronque entre neoliberalismo y conflicto armado incide en el tipo de reconocimiento que se hace del derecho a la tierra de las mujeres rurales; en segundo lugar, se demostrará cómo las intervenciones estatales que se realizan paralelas a la adjudicación, titulación y/o formalización de la tierra operan como tecnología de género neoliberales. Es decir, como mecanismos mediante los que producen y ajustan los cuerpos y las subjetividades de las mujeres a las necesidades de acumulación capitalista.
1. Andamiaje conceptual
1.1. Género como proceso de significación
El género como estructura socialmente estructurada funciona como principio que da lugar y constituye las prácticas sociales (Sañudo, 2015). A la vez que condiciona la producción de los significados en torno a lo genérico de los sujetos, en el momento en que estos se ponen en circulación, “afectan los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales” e inciden en el “campo de los significados sociales” (De Lauretis, 1989, p. 8). El despliegue de prácticas discursivas, las que están impregnadas o devienen de las representaciones sociales de género, apunta a crear, normalizar y naturalizar el mismo género.
Teresa de Lauretis apunta que a cada cultura le corresponde un sistema sexogénero, es decir, “un sistema simbólico o sistema de significados que correlaciona el sexo con contenidos culturales de acuerdo con valores sociales y jerarquías” (1989, p. 11). Este sistema contiene una doble dimensión: a la vez que es una construcción sociocultural opera como un aparato semiótico. Así, la significación emerge y circula para producir sujetos sexuados y generizados acordes con la matriz cultural en la que se anclan los procesos de significación de la realidad (Sañudo, 2015). Ser representado o representarse como sujeto con género implica que los sujetos ocupan posiciones sociales producto de las significaciones sociales. En este sentido, “la construcción del género es tanto el producto como el proceso de su representación” (De Lauretis, 1989, p. 11).
Las nociones que se producen y circulan, además de responder a la necesidad de dar sentido a la realidad y reglarla, a la vez que la modelan, inciden sobre las mismas interpretaciones. Así, los procesos de significación en torno al sexo tienen un carácter circular y desde este sentido “la estructura de relaciones sociales es moldeada por las mismas ideas culturales que la dinámica social propicia y cristaliza gracias a ella” (Ortner y Whithead, 2003, p. 136).
Por su parte, Amorós considera que el género como proceso de significación y significante es producto de “la explotación metódica de la diferencialidad” (1985) y, en palabras de Curiel (s. f., p. 9), es resultado de la diferenciación, “es decir, de la construcción social (e ideológica y, por lo tanto, política) de la diferencia”. En cuanto a Bourdieu (2000), sugiere que la diferenciación se ha ido incorporando en los cuerpos “en los hábitos de sus agentes” y funcionan como “esquemas de percepciones, tanto de pensamiento como de acción”. Bajo la perspectiva del autor, tanto el campo de la significación como el de la acción se encuentran mediados por la oposición diferencial entre lo masculino y lo femenino, y por la naturalización de la relación entre dominador y dominado. Así, las representaciones de género se constituyen no solo en el producto de tal división, sino en una manera de, a través de su circulación, naturalizar la diferencia y lo que de esta se desprende.
1.2. Tecnologías de género
En perspectiva foucaultiana,2 De Lauretis (1989) propone el concepto de tecnologías del género para explicar cómo operan variadas tecnologías sociales en la producción de los sujetos generizados y/o como procedimientos para normalizar, naturalizar y esencializar la diferencia sexual. Moreno (2011), de acuerdo con la autora, define a estas tecnologías como “regímenes complejos, donde deben incluirse, sin duda, las prácticas discursivas, los proyectos pedagógicos, las normatividades” (p. 50), las que apuntan a producir sujetos, prácticas y subjetividades generizadas. En este sentido, la fabricación del género se corresponde con “el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales” (p. 8) a través del despliegue de prácticas y discursos.
Además de las propuestas de Foucault, De Lauretis incorpora algunos elementos de la teoría althusseriana. En primera instancia, apela al concepto de ideología3 para establecer que el género es tal en la medida en que este “tiene la función (que lo define) de constituir individuos concretos como varones y mujeres” (p. 12). Conforme con esto, el género es ideología y es efecto de la ideología de género. En segundo lugar, alude al concepto de aparatos ideológicos del Estado (AIE)4 para definir a las tecnologías de género, las que existen porque el género es ideología, constituyéndose en una de las maneras de ponerla en circulación, aspecto que incide en la modelación de cuerpos y subjetividades. En este sentido, “la ideología existe materialmente a través de los aparatos ideológicos del Estado (AIE)” (Parra, 2017, p. 255).
En las tecnologías de género, convergen “discursos institucionalizados, epistemologías y prácticas críticas, así como prácticas de la vida cotidiana”, que apuntan a la generización de los sujetos. Sin embargo y tal como lo afirma Sainz (s. f.), De Lauretis no propone la existencia de un AIE del género, sino que el género “es transversal a todos los aparatos de Estado”.
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