Protección multinivel de los derechos humanos. Luis López-Guerra
contenidos en este volumen, y se han actualizado algunas referencias bibliográficas y normativas.
1. EL CARÁCTER EVOLUTIVO DEL SISTEMA EUROPEO DE PROTECCIÓN DE DERECHOS HUMANOS
Posiblemente, la experiencia del sistema creado por el Convenio Europeo de Derechos Humanos sea uno de los mejores ejemplos de la capacidad de las instituciones para adaptarse a los cambios en su entorno, modificando no solo su forma de funcionamiento, sino incluso los mismos propósitos que originaron su creación. Los mejores conocedores —en cuanto actores del funcionamiento del sistema— han podido señalar el carácter eminentemente evolutivo del mismo2. Como se apuntará, al menos tres fases son visibles en esa evolución; una primera fase, inicialmente orientada a una colaboración interestatal, protagonizada por la Comisión Europea de Derechos Humanos; una segunda fase, centrada en la protección individualizada de los derechos del Convenio por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; y finalmente, parecería apuntarse una tercera, caracterizada por la incipiente adopción de una función cuasi-constitucional del Tribunal de Estrasburgo.
2. FASE INICIAL. LA ELABORACIÓN DEL CONVENIO EUROPEO DE DERECHOS HUMANOS
La aprobación del Convenio Europeo de Derechos Humanos en 1950 responde a una serie de características de la situación europea en la posguerra mundial3. Por una parte, a finales de los años cuarenta y en una situación de Guerra Fría, estaba ampliamente extendida la conciencia de la existencia de serios peligros para la propia pervivencia de los regímenes constitucionales de la posguerra. El comienzo de la Guerra Fría implicaba la división de Europa en bloques con sistemas e ideologías políticas muy distintos, y en el bloque occidental se consideraba una amenaza la extensión de la influencia del bloque liderado por la Unión Soviética, y la posible implantación de regímenes de tipo totalitario. Las experiencias alemana e italiana anteriores a la guerra mostraban la posibilidad de que regímenes de tipo constitucional derivaran a soluciones dictatoriales (sobre todo tras la experiencia del llamado “golpe de Praga” en 1948)4 y no cabía excluir que procesos similares se produjeran en las difíciles circunstancias de la posguerra. Era pues comprensible que se buscara una fórmula que hiciera posible una acción conjunta para evitar que ello se produjera.
Esta búsqueda aparecía íntimamente ligada a la consideración de que el mantenimiento de sistemas constitucionales democráticos dependía de la defensa de derechos individuales frente a los abusos del poder; el conocimiento y rechazo de las violaciones masivas de los derechos más elementales por las potencias derrotadas en la guerra había conducido a una reafirmación general (como se reflejó en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948 y en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la Asamblea de las Naciones Unidas) del carácter esencial de esos derechos y de la obligatoriedad de su protección. Una garantía internacional de la democracia implicaba necesariamente una garantía de los derechos básicos de la persona.
Como tercer elemento, la experiencia europea había mostrado que la existencia de regímenes que no respetaban esos derechos suponía también una amenaza para la paz; la garantía de los derechos individuales sería también una garantía de la paz, así como un medio de facilitar para el futuro, una mayor integración entre los países de Europa.
Protección frente a posibles derivas hacia el totalitarismo, defensa de los derechos básicos de la persona e integración europea eran pues ideas que venían a coincidir y que dieron lugar a diversas iniciativas en el continente europeo: una de ellas llevó a la celebración en La Haya, en 1948, del Congreso del Movimiento Europeo, protagonizado por diversos grupos, presidido por Winston Churchill, en que tomaron parte conocidos europeístas como Salvador de Madariaga o Denis de Rougemont, y que sirvió de iniciativa para que los gobiernos de diversos Estados crearan al año siguiente una organización internacional basada en esas ideas, el Consejo de Europa5, dotado de una Asamblea Consultiva y un órgano de tipo ejecutivo, el Comité de Ministros. Y una de las primeras tareas del Consejo fue la elaboración de un instrumento internacional que plasmase esos principios a nivel europeo, y estableciera una garantía internacional de los derechos fundamentales de la persona como base de un sistema democrático.
Ahora bien, y como puede colegirse de lo expuesto, varias perspectivas se ofrecían para la elaboración de ese instrumento, el futuro Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales6. Por una parte, y como expresión de los conceptos clásicos de Derecho Internacional fundados en el protagonismo de los Estados, para muchos de los actores de este proceso el Convenio debería considerarse como un sistema de garantía colectiva entre Estados, protagonizado por éstos, para prevenir la deriva totalitaria de alguno de ellos, mediante la garantía de unos derechos básicos (seis o siete, en expresión de uno de los impulsores más destacado de la iniciativa, Pierre-Henri Teitgen)7 por la acción de órganos internacionales; esto es, y como se ha podido definir, el establecimiento de un sistema de “alerta temprana” (“early warning system”) que impidiera la repetición de los casos italiano y alemán de la preguerra.
Desde luego, y con resultados decisivos para el futuro, ésta no era la única perspectiva presente. Junto a ella, la preocupación por asegurar una protección de derechos fundamentales (esto es, derechos humanos o “derechos del hombre” en la versión francesa, como derechos vinculados indisolublemente a la persona) llevó a que se propusiera el Convenio como una auténtica Carta de Derechos, invocable por los individuos afectados ante instancias internacionales frente a las eventuales vulneraciones por los Estados. Ello suponía una notable innovación en las categorías del Derecho Internacional, en cuanto confería un nuevo protagonismo en este campo al sujeto individual.
La presencia de estas dos perspectivas se hizo evidente en las diversas fases de elaboración del Convenio. Un primer esbozo, elaborado por la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa, que ponía el acento en el carácter de “Carta de Derechos”, fue profundamente corregido primeramente por un comité de expertos nombrados por el Comité de Ministros, y finalmente por una comisión de altos funcionarios; el resultado fue un instrumento que recogía ambos enfoques, pero con evidente predominio de la perspectiva, por así decirlo, “estatal”, del Convenio como garantía colectiva entre Estados8. El eje del sistema lo constituía una Comisión Europea de Derechos Humanos, encargada de supervisar el respeto por los Estados de una lista de derechos; para ello, los Estados firmantes disponían de la posibilidad de denunciar ante la Comisión las vulneraciones del Convenio por otros Estados firmantes, en lo que representaba un recurso interestatal. La Comisión podría en esos casos presentar su informe al Comité de Ministros del Consejo de Europa para que se pronunciara al respecto.
Hasta aquí, el esquema respondía a líneas clásicas del Derecho Internacional. El Convenio incluía, sin embargo, aspectos de la perspectiva, por así decirlo, de garantía individual de derechos, en una forma que ha podido considerar como revolucionaria en el plano del Derecho Internacional9. Por un lado, se introducía la posibilidad de un recurso individual, esto es, que las personas afectadas por violaciones del Convenio pudieran presentar sus demandas frente a los Estados ante la Comisión; por otro lado, se creaba un órgano jurisdiccional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con capacidad de decisión tanto en recursos interestatales como en recursos individuales.
No obstante, esta segunda dimensión quedaba considerablemente diluida. Como es hoy generalmente reconocido, la idea dominante entre los Estados firmantes era que el Convenio se aplicaría esencialmente en cuanto regulador de relaciones interestatales10. No hay que olvidar que, en aquellos momentos, algunos Estados europeos (señaladamente Francia y el Reino Unido) poseían extensos imperios coloniales en que la situación de los pueblos colonizados se configuraba, en cuanto a los derechos individuales básicos, como muy diferente de la correspondiente en la metrópoli. El reconocimiento del recurso individual se establecía como optativo, y muy pocos Estados efectuaron esa opción; en la misma línea, también se configuraba como optativa la aceptación de la jurisdicción del Tribunal. Pero, además, la legitimación para acudir al Tribunal se restringía notablemente; si bien los individuos podían presentar reclamaciones ante la Comisión frente a los Estados que hubieran admitido el recurso individual, solo la Comisión, o el Estado afectado, a la vista del informe de ésta,