La teoría de la argumentación en sus textos. Luis Vega-Reñón
se aplica, como podría habérsele ocurrido a algún lector de espíritu crítico, al catolicismo.
Por estas consideraciones es preciso andar con mucho tiento en declarar un fenómeno por imposible naturalmente. Conviene no olvidar: lº, que la naturaleza es muy poderosa; 2º, que nos es muy desconocida: dos verdades que deben inspirarnos gran circunspección cuando se trate de fallar en materias de esta clase. Si a un hombre del siglo XV se le hubiese dicho que en lo venidero se recorrería en una hora la distancia de doce leguas…
Sigue en este espíritu, bien razonable. Pero, antes de terminar, no dejará de hacer su salvedad:
De estas observaciones surge al parecer una dificultad, que no han olvidado los incrédulos. Hela aquí: los milagros son tal vez efectos de causas que por ser desconocidas, no dejarán de ser naturales; luego no prueban la intervención divina; y por tanto de nada sirven para apoyar la verdad de la religión cristiana. Este argumento es tan especioso como fútil.
Y en seguida viene la refutación, que, como les digo, es lógicamente, y a veces hasta moralmente, muy inferior al resto del libro.
Pues bien: yo les voy a hacer ver solamente algunos pasajes, entre tantos característicos. Vean, ante todo, los siguientes, que son la sensatez misma. Hace el autor dos observaciones: la primera es esta (sin duda, algo que habría que repetir constantemente):
Así como en matemáticas hay dos maneras de resolver un problema, una acertando en la verdadera resolución, otra manifestando que la resolución es imposible, así acontece en todo linaje de cuestiones: muchas hay cuya mejor resolución es manifestar que para nosotros son insolubles. Y no se crea que esto último carezca de mérito, y que sea fácil el discernimiento entre lo asequible e inasequible: quien es capaz de ello, señal es que conoce a fondo la materia de que se trata, y que se ha ocupado con detenimiento en el examen de sus principales cuestiones.
Otras reflexiones (que también habría que repetir de continuo):
Preocupación en favor de una doctrina. — He aquí uno de los más abundantes manantiales de error; ésta es la verdadera rémora de las ciencias; uno de los obstáculos que más retardan sus progresos. Increíble sería la influencia de la preocupación, si la historia del espíritu humano no la atestiguara con hechos irrecusables.
El hombre dominado por una preocupación no busca ni en los libros ni en las cosas lo que realmente hay, sino lo que le conviene para apoyar sus opiniones. Y lo más sensible es, que se porta de esta suerte a veces con la mayor buena fe, creyendo sin asomo de duda que está trabajando por la causa de la verdad. La educación, los maestros y autores de quienes se han recibido las primeras luces sobre una ciencia, las personas con quienes vivimos de continuo, o tratamos con más frecuencia, el estado o profesión, y otras circunstancias semejantes, contribuyen a engendrar en nosotros el hábito de mirar las cosas siempre bajo un mismo aspecto, de verlas siempre de la misma manera.
… Si así no fuera, ¿cómo será posible” [atiendan esto, que es notabilísimo] explicar que durante largos siglos se hayan visto escuelas tan organizadas como disciplinados ejercitas alrededor de una bandera? ¿Cómo es que una serie de hombres ilustres, por su saber y virtudes, viesen todos una cuestión de una misma manera, al paso que sus adversarios no menos esclarecidos que ellos, lo veían todo de una manera opuesta? ¿Cómo es que para saber cuáles eran las opiniones de un autor, no necesitábamos leerle, bastándonos por lo común la orden a que pertenecía, o la escuela de donde había salido? ¿Podría ser ignorancia de la materia, cuando consumían su vida en estudiarla? ¿Podría ser que no leyesen las obras de sus adversarios? Esto se verificaría en muchos, pero de otros no cabe duda de que la consultarían con frecuencia. ¿Podría ser mala fe? No por cierto…
Y bien: ahora ustedes no van a creer que leo al mismo hombre. De la apología del catolicismo (tomo alguno entre varios argumentos más o menos de la misma fuerza. Entre paréntesis, les hago notar que solo cito estos argumentos como documento lógico, y no quiero dejar de decir que creo que una defensa de la religión hubiera podido intentarse con argumentos infinitamente superiores):
Además, los católicos sostienen que fuera de la Iglesia no hay salvación, los protestantes afirman que los católicos también pueden salvarse; y así ellos mismos reconocen que entre nosotros nada se cree ni practica que pueda acarrearnos la condenación eterna.
(¡Atención ahora!)
Ellos, en favor de su salvación no tienen sino su voto; nosotros en pro de la nuestra, tenemos el suyo y el nuestro; aun cuando juzgáramos solamente por motivos de prudencia humana, ésta nos aconsejaría que no abandonásemos la fe de nuestros padres.
¡Siéntase lo horrible de una argumentación de esa especie! No me refiero ya a su carácter lógico: se trata aquí de argumentos tan amorfos, diremos, que ni siquiera es posible criticarlos; pero noten hasta el estado de espíritu en que se ha puesto; cómo este hombre ha ido a buscar precisamente un punto en que su religión sería inferior a la otra, y de esa inferioridad quiere hacer una superioridad. Si el protestantismo ha permitido a sus adeptos la amplitud de criterio necesaria para no creer condenados a los tormentos del infierno a los que por ignorancia o por error no profesan su religión; si el catolicismo, desde este punto de vista, le es inferior, para todo espíritu bien hecho, en cuanto considera (según el autor, aquí) que serán condenados los que no lo siguen, de todo eso, cualquier cosa podría sacarse, menos un argumento a favor del catolicismo contra el protestantismo. ¡Sin embargo, este es el mismo autor que nos ha descrito tan bien el estado de espíritu en que se pone el adepto de un sistema!
Otro caso:
En el examen de las materias religiosas siguen muchos un camino errado. Toman por objeto de sus investigaciones un dogma, y las dificultades que contra él levantan, las creen suficientes para destruir la verdad de la religión; o al menos para ponerla en duda. Esto es proceder de un modo que atestigua cuán poco se ha meditado sobre el estado de la cuestión.
En efecto: no se trata de saber si los dogmas están al alcance de nuestra inteligencia, ni si damos completa solución a todas las dificultades que contra éste o aquél puedan objetarse: la religión misma es la primera en decirnos que estos dogmas no podemos comprenderlos con la sola luz de la razón; que mientras estamos en esta vida, es necesario que nos resignemos a ver los secretos de Dios al través de sombras y enigmas, y por esto nos exige la fe. El decir, pues, “yo no quiero creer porque no comprendo” es enunciar una contradicción; si lo comprendiese todo, claro es que no se hablaría de fe. El argumentar contra la religión, fundándose en la incomprensibilidad de sus dogmas, es hacerle un cargo de una verdad que ella misma reconoce, que acepta, y sobre la cual en cierto modo, hace estribar su edificio.
Y bien: este es el mismo hombre que nos ha dicho hace un momento que hay cierta clase de cuestiones cuya verdadera solución es no resolverlas; es el mismo que nos ha hecho sentir que a veces las dificultades de pensamiento son tan grandes, que hasta la misma dignidad humana exige no pronunciarse; y es el que hubiera debido decirnos, y hacernos sentir, que si hay un caso típico de cuestiones de ese género, son las cuestiones sobre las realidades primeras, en las cuales caben la hipótesis, la posibilidad, la suposición, y el sentimiento, y la esperanza, pero no la convicción absoluta y cerrada.
Y no les hablo de los sistemas metafísicos. La Metafísica tradicional ¡cosa curiosa!, la rama de los conocimientos que más ignora, es la que ha procurado presentarnos el conocimiento con un mayor aspecto de claridad y de precisión; y ha sido siempre la más preocupada de disimular y de disimularse su ignorancia.
Ya comparamos los conocimientos humanos a un mar, en el cual lo que ocurre en la superficie puede verse y describirse con claridad: a medida que aumenta la profundidad, se ve menos claramente: allá en el fondo, se entrevé, cada vez menos, hasta que deja de verse en absoluto. De modo que, si el que quiere describir o dibujar esas realidades nos presenta las cosas del fondo con la misma precisión, con la misma claridad, con la misma nitidez de dibujo que las cosas de la superficie —estoy queriendo decir: si alguien nos da una metafísica parecida a la ciencia1— podemos afirmar sin cuidado que nos da el error, en vez de la verdad parcial de que somos capaces.
Y el espíritu humano todo lo completa, todo lo simetriza; es