La teoría de la argumentación en sus textos. Luis Vega-Reñón

La teoría de la argumentación en sus textos - Luis Vega-Reñón


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en la inmensa mayoría de los casos, las cuestiones de grados. Mientras se piensa por sistemas, no: se tiene un sistema hecho y se lo aplica en todos los casos, porque solo se tiene en cuenta una idea y se piensa con esa idea sola; pero cuando se piensa con muchas ideas, cuando se piensa con todas las ideas posibles, entonces surgen inmediatamente las cuestiones de grados.

      ¿Es bueno (un ejemplo sencillo de la vida corriente), es bueno elogiar a los escritores incipientes, aun cuando lo que hacen valga poco? ¿Es bueno, al contrario, criticarlos severamente?

      Fíjense con qué facilidad podría yo hacer un pequeño sistema para probar cualquiera de esas dos tesis. Razonaría así: “Es bueno elogiar a los escritores que recién empiezan; cierto es que lo que producen a veces vale poco, pero lo que importa en estos casos es, sobre todo, el estímulo; la mayor parte de los grandes escritores han empezado por producir obras débiles; quizá si se los hubiera criticado con severidad, se los hubiera inhibido y se los hubiera interrumpido en su carrera, tal vez…”. Por aquí puedo seguir indefinidamente. Ahora, puedo hacer el razonamiento opuesto, también con igual facilidad. “Se debe criticar con la mayor severidad posible a los escritores que se inician: de esta manera impedimos que, en esa época de la juventud irreflexiva, se extravíen muchos por sendas erradas, o se figure cualquiera tener una vocación que realmente no tiene, o se adquiera una facilidad excesiva o viciosa, o tendencia a no observarse, a no concentrarse; es conveniente que sean corregidos en la edad en que la corrección puede todavía producir efectos…”. Puedo seguir razonando todo el tiempo que quiera.

      En realidad, ¿cómo hay que pensar? Hay que tener en cuenta todos esos efectos posibles, buenos y malos, de la crítica benevolente o de la severa, para apreciar, en los casos y los momentos, según el juego libre de estas dos ideas, los efectos del elogio.

      En seguida, pues, surge la cuestión de grados; y la cuestión de grados no se puede resolver de un modo geométrico. Lo único formulable es esto: “En pro, hay tales razones; en contra, hay tales otras; hay que tenerlas en cuenta, a unas y a otras; pensar y proceder sensatamente según los casos”.

      Se nos ocurre cualquier otro problema práctico análogo: Los Liceos, ¿deben ser muy exigentes en los exámenes de ingreso de los alumnos o, al contrario, deben ser benévolos?

      Pensando con una sola idea, yo puedo probar aparentemente cualquier cosa. Con gran facilidad probaría que es bueno ser rigurosamente exigente en esos casos: “Resultarían inconvenientes para todas las clases, si las instituciones de enseñanza recibieran alumnos mal preparados: esos mismos alumnos, en primer término, estorbarían a todos los demás, impedirían que las clases siguieran su curso regular, harían retardarse al profesor en explicaciones inútiles; en segundo término, los mismos alumnos sufrirían un grave mal, nunca podrían aprovechar la enseñanza en las condiciones en que la aprovecharían normalmente, etc.” —y sigo así todo el tiempo que quiera—. Con igual facilidad podría probar lo contrario: “En esa edad, las aptitudes que se manifiestan poco tiene que ver con las reales que se manifestarán más adelante; sería sensible que una institución de enseñanza rechazara, porque no ha sabido bien o porque no ha sabido algo, a un niño que tal vez puede ser infinitamente más inteligente que otro niño que en ese momento lo parezca. Además, hay que tener en cuenta que en esa edad el niño está indefenso, depende de la expresión del rostro del examinador, de un gesto de este, de la manera como se le hable, de la manera como lo interroguen: si no se le plantean las preguntas en la forma en se las planteaba su maestro, no contestará; no es como un alumno de años superiores que sabe defenderse; el miedo produce mucho más efecto en el niño pequeño…” —también puedo seguir indefinidamente—.

      En realidad, lo que hay hacer, y esto es lo difícil, es equilibrar esas ideas; y para esto nadie es capaz de dar una fórmula; la solución más o menos justa, más o menos sensata, se encuentra, en los casos de la vida práctica, tomando en cuenta todos los razonamientos; por ejemplo, los que hicimos en uno y otro sentido en el caso general anterior. No puede eximirse nadie de la tarea de pensar; no se puede dar un sistema hecho donde hay cuestión de grados.

      Y estas cuestiones de grado tienden siempre a tomar parecida forma: ¿Es conveniente bañarse, por ejemplo, enjabonándose el cuerpo? Yo me puedo poner a razonar en esta forma: “Los poros son utilísimos…” (explico la función de los poros); “la transpiración es utilísima…” (explico la función de la transpiración. “Por consiguiente, es necesario quitar a la piel todo lo que en ella se acumule e impida que sus funciones se verifiquen de la mejor manera posible; hay, pues que bañarse lo más frecuentemente que se pueda”. Pero ¿no podría llegarse a la exageración, aun con esta idea tan razonable? Sería posible, sin duda, que ciertas sustancias que segrega la piel desempeñaran una cierta función protectora; sería posible que, si las quitáramos demasiado frecuentemente, si una persona se bañara o se friccionara demasiadas veces…”. Llegará, pues, un grado en que esa práctica tan razonable podrá hacerse exagerada; pero, ¿cuántas veces son esas “demasiadas”? Cuestión de grado, para la cual no hay fórmula.

      ¿Se debe proceder siempre de acuerdo con lo ideal? Es un problema, y un gran problema: si se ha de obrar siempre teniendo en cuenta lo que debería ser o si se han de tener en cuenta las circunstancias reales. Aquí hay dos exageraciones temibles: Yo puedo hacer un sistema: “Siempre y en todos los casos debo proceder como si todos los hombres fueran buenos y como si todos los hombres fueran inteligentes. O pidiendo siempre lo mejor que se puede obtener. Supongamos que un pueblo, por ejemplo, quiere reformar su sistema electoral: debe pedir el sistema más perfecto; prescindamos de si las circunstancias lo permiten o no lo permiten, de si los hombres están o no dispuestos a darlo”. Esta es una teoría sistemática; con ella voy a dar una exageración puesto que, a veces, por pedirlo todo, no se consigue nada. Ahora podemos hacer la teoría contraria: “No, no pensemos en ideales; lo que hay que pedir es lo que se puede obtener en un momento dado; hay que tener en cuenta solo las circunstancias prácticas y la psicología de los hombres”. En este caso, me voy a otra teoría, aún peor que la primera, porque el pedir y el buscar y el ansiar los ideales es lo que modifica la misma práctica; y en muchísimos casos si no se pidiera todo, no se conseguiría siquiera algo. ¿Qué hay que hacer, pues? Sin duda, tener en cuenta los ideales y tener en cuenta también las circunstancias prácticas; y equilibrarlos. Pero ¿en qué grado? ¿De acuerdo con qué fórmula? Nadie la puede dar: eso se piensa y se siente en cada caso.

      Ahora, ¿qué se deduce de aquí?

      Se podría deducir una especie de apología del buen sentido; pero no del buen sentido vulgar o, mejor dicho, del buen sentido entendido vulgarmente, sino de otro buen sentido más elevado: del que yo llamaría buen sentido, no infralógico, sino hiperlógico. El sentido común malo, ese que con tanta razón ha sido objeto del estigma de la filosofía y de la ciencia, el que ha negado todas las verdades y todos los descubrimientos y todos los ideales del espíritu humano, es el sentido común inconciliable con la lógica; el que no admite el buen razonamiento. Pero hay otro buen sentido que viene después del razonamiento o, mejor, junto a él. Cuando hemos visto y pesado por el razonamiento las razones en pro y las razones en contra que hay en casi todos los casos; cuando hemos hecho toda la lógica (la buena lógica) posible, cuando las cuestiones se vuelven de grados, llega un momento en que una especie de instinto —lo que lo llamo el buen sentido hiperlógico— es el que nos resuelve las cuestiones en los casos concretos. Y sería bueno que la lógica no privara a los hombres de esa forma superior de buen sentido.

      El día en que se pensara más así, muchas disciplinas del espíritu humano tomarían un aspecto diferente. Una sería la Metafísica, como dijimos. Otra sería la Moral.

      La Moral ha sido hecha hasta ahora por sistemas cerrados, cada uno de los cuales se ha condenado a no tener en cuenta más que uno solo de los factores posibles de conducta. Una teoría ha decretado: “El único factor que hay que tener en cuenta es la simpatía”. Otra: “No: el único factor que hay que tener en cuenta es el placer personal”. Otra todavía: “El único factor que hay que tener en cuenta es la utilidad colectiva”. Y nos ha dicho Spencer: “El factor que hay que tener en cuenta es el progreso”. Y Guyau: “El factor que hay que tener en cuenta es la expansión de la vida”. Entre tanto, todos esos factores, y otros muchos más, tienen valor; y si pensamos, no por


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