La teoría de la argumentación en sus textos. Luis Vega-Reñón
que corre tiene pies; el río corre; por tanto el río tiene pies” es un ejemplo medieval, pero los modernos tampoco son mejores. En su conjunto el campo ejerce cierta fascinación en el entendido, sin que pueda decirse nada más a su favor.
Un argumento falaz, como dicen prácticamente todas las exposiciones desde Aristóteles, es un argumento que parece válido pero no lo es. Inmediatamente pensamos en dos maneras distintas de clasificar las falacias. Primero, y dando por sentado que hay argumentos que parecen válidos, podemos clasificarlas en función de lo que hace que no lo sean; o segundo, dando por sentado que no son válidos, podemos clasificarlas en función de lo que hace que parezcan válidos. Muchas exposiciones no adoptan ninguno de estos fáciles planteamientos. La clasificación original de Aristóteles intenta hacer las dos cosas a la vez, y hay autores que incluso hoy en día la adoptan acríticamente. Entre quienes inventan su propia clasificación muchos comparten esta carencia de propósito, y en muchos casos su característica más notable es que discrepan no solo con los aristotélicos, sino también entre sí, y no consiguen establecer una exposición que perdure más de lo que tarda un libro en salir de la imprenta. De hecho, aunque cada cual tiene su propia clasificación, se suele alegar que es imposible clasificar las falacias. De Morgan (Formal Logic [Lógica formal], p. 276) escribe:
No hay una clasificación de los modos en los que los hombres pueden caer en el error; y es muy dudoso que pueda haberla siquiera.
Por su parte Joseph (Introduction to Logic [Introducción a la lógica], p. 569) dice:
La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones, y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación.
Pero incluso ellos suelen dudar. Cohen y Nagel (Introducción a la lógica y el método científico, p. 382) dicen:
Sería imposible enumerar todos los abusos de los principios lógicos que se dan en las diversas materias que interesan a los hombres
Y se dedican a considerar “ciertos abusos notorios”.
Pese a divergencias en la disposición, hay un solapamiento considerable en la materia prima con la que tratan unos autores y otros: los tipos individuales de falacias coinciden en buena medida, incluso en sus nombres. Haremos bien, por tanto, en olvidarnos de la disposición y describir la materia prima. Empezaré recorriendo la lista tradicional y después discutiré algunos añadidos. Me interesan sobre todo las exposiciones recientes2, pero de vez en cuando mencionaré las antiguas.
[…]
1 Buscherus, De ratione solvendi sophismata (3ª ed. 1594).
2 Los libros recientes que he consultado para la ocasión son: Cohen y Nagel, Introducción a la lógica y el método científico; Black, Critical Thinking [Pensamiento crítico]; Oesterle, Logic: The Art of Defining and Reasoning [Lógica: el arte de definir y razonar]; Schipper y Schuh, A First Course in Modern Logic [Curso de introducción a la lógica moderna]; Copi, Introducción a la Lógica; Salmon, Logic [Lógica]. Podría haber incluido dos docenas más. Oesterle es un estricto traditionalista y todos los demás se inventan en parte sus propias clasificaciones.
Capítulo 8
Dialéctica formal
Vamos a explorar un poco más la segunda parte de la definición de falacia, y a esclarecer qué quiere decir que un argumento parece válido. El término “parece” suena a psicológico, y muchas veces ha sido ignorado por los lógicos, confirmándoles en la creencia de que las falacias no son asunto suyo. Los argumentos en contra de la interpretación psicológica de los términos lógicos, sin embargo, también valen contra esa suposición. Que B me parezca seguirse de A, cuando de hecho no es así, implica que cometo un error, pero no justifica calificar de falacia al argumento de A a B. John Smith puede creer que se sigue del estado del mercado minero que la Luna está hecha de queso verde, y, si argumenta así, es muy plausible que su argumento será inválido. Pero si descubrimos que su creencia es una creencia aislada, sin una razón que la sustente, nos inclinaremos a retirar la descripción de “falacia” y a decir sin más que carece de fundamentos lógicos. Y lo mismo valdría aunque descubriéramos que muchas otras personas creen lo mismo. Podríamos, es cierto, hablar de esa creencia como una “falacia popular”, en el mismo sentido en el que consideramos que la creencia de que la Tierra es plana fue una falacia popular en su momento, pero este no es el sentido de falacia que nos interesa. Una creencia asistemática no es un buen candidato al título de “falacia lógica”, ni siquiera cuando es una implicación ampliamente aceptada.
Para justificar la aplicación de la etiqueta “falacia”, lo que parece válido debe tener un análisis cuasi-lógico. ¿Pero qué es la cuasi-lógica desde la que se hace ese análisis?
Una situación en la que no dudamos en hablar de falacia es cuando nos enfrentamos a una doctrina lógica falsa. Si la invalidez del argumento de Smith se debiera a que piensa que las proposiciones universales afirmativas son convertibles, o que se pueden permutar los cuantificadores mixtos, lo identificaríamos como una falacia en esos mismos términos. No pedimos, por supuesto, que el creador de falacias sea capaz de formular clara y explícitamente su falso principio: basta con que advirtamos la presencia de ese principio en su razonamiento. Por debilitar un poco más nuestras exigencias, a menudo basta con descubrir que se está ignorando un principio verdadero, sin necesidad de que se adopte uno falso. Lo importante es que la invalidez debe ser sistemática, y su fuente ha de poder reconocerse en distintas instancias. Dicho esto, está claro que no hace falta, y en última instancia no se debe, describir psicológicamente. Una falacia formal es un argumento inválido generado por una doctrina lógica falsa, y por consiguiente no hay nada psicológico en la apariencia de validez, salvo el hecho de que, por razones prácticas utilitaristas, tendemos a limitarnos a casos en los que es posible que la doctrina falsa sea aceptada o seguida por personas reales.
Hay dos maneras en las que las falacias pueden no ser “formales”. Pueden, como pedir la cuestión, no depender de la invalidez formal, o pueden consistir en argumentos que aunque son formalmente inválidos, lo son sin que las genere ningún principio formal (espurio) que les confiera su apariencia de validez. ¿Cómo analizar tales falacias? La respuesta en los dos casos es que tenemos que extender los límites de la lógica formal, incluyendo características de los contextos dialécticos en los que se proponen los argumentos. Para empezar, hay otros criterios de validez de los argumentos, además de los formales, como los que sirven para prohibir pedir la cuestión. Para seguir, hay concepciones predominantes pero falsas de las reglas del diálogo, que hacen que algunos movimientos argumentativos parezcan satisfactorios e inobjetables cuando de hecho ocultan y facilitan malas prácticas dialécticas. Muchas de las falacias aristotélicas independientes del lenguaje, y de las más tardías incorporadas en otras listas de falacias, se pueden analizar en la dialéctica de una manera que es imposible en la lógica formal. Las falacias dependientes del lenguaje pertenecen a una categoría un poco distinta, y las dejaremos para el capítulo siguiente.
Hay que añadir que la dialéctica formal no se justifica únicamente por el análisis de las falacias, y menos aún por el análisis de las falacias de las listas aceptadas. Es la disciplina que indirectamente nos presentan las discusiones de las falacias de los libros de texto, que representa la raison d’être sobreentendida en esas discusiones, y que probablemente las jubilará como la lógica formal ha jubilado a los tópicos. Su relación con el estudio de las falacias no es sencilla, y encontramos, de vez en cuando, elementos relevantes para ese estudio en teorías positivas del razonamiento. Pero si hace falta una justificación de la supervivencia dispersa de las discusiones sobre las falacias más allá de su valor de entretenimiento, es esta. Tenemos que ver nuestro razonamiento en el único tipo de contexto que hace posibles esos fallos.
Empecemos pues con el concepto de sistema dialéctico. No es sino un diálogo regulado o una familia de diálogos regulados. Suponemos que en un debate, una discusión o una conversación hay varios participantes —dos en el caso más simple—, y que hablan por turnos con arreglo a un conjunto de reglas