El Fantasma De Margaret Houg. Elton Varfi
trabajo.
—¿Entonces aceptas? —preguntó Roni, casi gritando de la alegría—. No te preocupes, yo hablaré con Houg para organizar un encuentro; tú, por tu parte, intenta recuperar la forma y mejorar tu aspecto.
—Eso va a ser muy difícil, visto lo poco generosa que la madre naturaleza ha sido conmigo —respondió Ernest, riendo.
—Me alegro de que tengas ganas de bromear, Ernest. Yo tengo que irme ahora mismo; tengo muchas cosas que hacer —dijo Roni, y, después de despedirse de su amigo, salió.
Ernest se quedó solo de nuevo, pero Roni le había contagiado su optimismo de tal forma que empezó a barajar la posibilidad de llamar a Luisa para invitarla a cenar.
Después de darle muchas vueltas la llamó, pero Luisa no respondió y Ernest se acordó de que trabajaba a esas horas. No sabía qué hacer, pero como tenía ocupar todo el día de alguna manera, decidió ir a verla a la tienda en la que trabajaba. Por el camino iba dándole vueltas a cómo podría tomarse ella su invitación, ya que últimamente había decidido evitarlo. Pero luego pensó que no tenía nada que temer, ya que habían estado casados más de dos años.
Distraído por sus pensamientos no se dio cuenta siquiera de que había llegado a su destino. Permaneció fuera un rato, hasta que se armó de valor y entró.
La vio enseguida, estaba allí, más guapa que nunca, y Ernest comprendió que la amaba como nunca había amado a ninguna otra mujer en toda su vida. Podría quedarse allí parado durante horas, mirándola, sin cansarse. Por un momento habría querido dar media vuelta y olvidarlo todo, pero después recuperó su valentía y se acercó.
—Hola, Luisa —le dijo.
Luisa parecía contenta de verlo y esto le hizo sentirse bien.
—Hola Ernest, qué sorpresa; ¿cómo es que estás por aquí? —preguntó.
—Quería disculparme por ayer.
—¿Disculparte? ¿Y por qué? —preguntó Luisa, que, realmente, no entendía nada.
—Bueno..., ayer quería invitarte a cenar y no lo hice, así que querría solucionarlo hoy. ¿Qué te parece?
—Tenía miedo de que fuera algo mucho más grave —respondió Luisa, tranquilizada con la respuesta de Ernest—. Desgraciadamente, esta noche no puede ser, porque ya tengo algo previsto con una amiga. Lo siento de veras, otra vez será —concluyó Luisa, pero Ernest no tenía ninguna intención de aceptar una respuesta así.
—Entonces lo organizamos para mañana —insistió—, tú elijes el restaurante, por mí no...
—Tampoco puedo mañana —le interrumpió ella—, ya tengo algo previsto, pero te prometo que en cuanto pueda te llamaré para que pasemos una velada juntos.
—De acuerdo, no pasa nada. Quería poder disfrutar de tu compañía. Eso es todo. Esperaré tu llamada —dijo Ernest, intentando parecer tranquilo, aunque en realidad se sentía como un gusano pisoteado.
—Bueno... —dijo Luisa—, no quería desilusionarte, pero...
—No es ninguna desilusión, te lo aseguro —la interrumpió Ernest—. Ahora es mejor que me vaya. Tienes que trabajar. Hasta pronto.
Ernest estaba seguro de que Luisa no tenía ningún compromiso como decía, pero no podía comprender la razón por la que no quería salir con él. Sin pensárselo dos veces se paró delante de un bar, entró y se ventiló unas cuantas cervezas.
II
Habían pasado tres días durante los cuales no había tenido noticias de Roni. Ernest estaba confuso; no se acordaba de cuántos litros de cerveza había bebido, pero seguro que eran muchos, porque se sentía fatal. Estaba sentado, sus ojos miraban al vacío y no tenía ganas de hacer nada, no quería ni siquiera moverse y, de hecho, permaneció inmóvil cuando se abrió la puerta y entró Roni.
—¡Pero qué es esto! ¡No había visto nunca tantas botellas de cerveza vacías en una sola habitación! —exclamó Roni, impresionado por la escena que tenía ante sus ojos.
—¡Finalmente aparece mi amigo Roni! ¿Dónde demonios has estado durante todo este tiempo? —preguntó Ernest, mientras intentaba poner un poco de orden en el caos en el que se encontraba.
—Tenía cosas que hacer, pero veo que tú tampoco has perdido el tiempo y has estado buscando un sentido a tu vida.
—Por favor, Roni, estoy suficientemente avergonzado como para tener que oír tus estúpidos comentarios. En estos tres días he estado solo como un perro y he pensado...
—Has pensado que tenías que beber hasta perder el sentido —le interrumpió Roni, y, sin dejarle tiempo para responder, continuó—: En cualquier caso no estoy aquí para juzgarte, sino para decirte que tenemos que ir a ver a Houg en menos de dos horas. Ahora levántate y, lo primero de todo, aféitate y date una ducha. ¿Vale?
Ernest obedeció sin decir nada.
Mientras estaba en la ducha oía los reproches de Roni.
—Y mira que te había dicho que mejoraras tu aspecto. Cuando te he visto me has parecido un zombi, y me has dado una impresión horrible. Menos mal que yo te conozco, porque, si te hubiera visto un desconocido, habría pensado que acababas de escaparte de un manicomio.
Ernest se vestía lentamente y en silencio, sin dar ninguna importancia a lo que decía Roni, porque no tenía ganas de discutir con él. Cuando acabó de vestirse le dijo simplemente que estaba listo. Roni parecía más tranquilo; se comportaba así porque se preocupaba por su amigo y no le gustaba verlo en ese estado.
Salieron los dos en silencio y solo cuando entraron en el coche Roni dijo:
—Houg vive fuera de la ciudad, en la mansión de su familia en las colinas. Te lo ruego, Ernest, escúchale bien y luego decidirás si aceptas o no.
—No te preocupes, no te haré quedar mal. Escucharé atentamente a tu amigo Houg y luego veremos qué pasa.
Había algo de ironía en las palabras de Ernest y Roni comprendió que era mejor no decir nada más, al menos hasta llegar a casa de Houg.
Ernest había intentado imaginar cómo podría ser la casa de un millonario, pero en cuanto vio la mansión se quedó maravillado. Esa casa parecía un castillo, rodeado por un prado perfectamente cuidado. Ernest se dio cuenta de que Roni no estaba sorprendido, por lo que dedujo que había estado allí varias veces. Atravesaron la verja, que estaba abierta, y continuaron hasta la casa. Desde la entrada hasta la casa había una distancia de unos quinientos metros, y los dos amigos caminaron por un camino estrecho que era lo único asfaltado en medio de todo ese verdor. Cuando llegaron a la puerta Roni llamó al timbre y alguien abrió. Apareció una mujer que, a juzgar por cómo estaba vestida, debía ser la sirvienta.
En cuanto vio a Roni, la mujer exclamó:
—Buenos días, señor Ewin, entren por favor, voy a avisar inmediatamente al señor Houg.
—Veo que se te conoce aquí —dijo Ernest a su amigo en cuanto entraron.
—Sí, últimamente he venido a menudo —respondió Roni.
Entraron, y Ernest seguía impresionándose más y más por la belleza de aquella casa. Su atención se centró en un enorme cuadro colgado en una de las paredes que representaba a una mujer bellísima con pelo negro y largo; llevaba un vestido blanco y tenía una rosa roja en las manos, pero lo que más le sorprendía era su mirada, tan intensa y penetrante que no podía dejar de mirar la obra.
—Es el retrato de mi difunta esposa —dijo una voz a su espalda.