El Fantasma De Margaret Houg. Elton Varfi
—No lo sé —dijo Roni.
—¿Es posible que una crisis de nervios pueda provocar un infarto?
—No lo sé, Ernest, para eso es mejor que hables con un médico, yo no puedo decirte nada. ¿Por qué te interesa tanto esta historia? —preguntó Roni, que no entendía a dónde quería llegar su amigo.
—Nuestro señor Houg es un hombre lleno de enigmas, ¿no te parece? —consideró Ernest.
—Solo es un hombre rico, y como todos los hombres ricos, es muy envidiado y, sobre todo, objetivo prioritario de todo tipo de ataques. Naturalmente, puede hacer cometido errores, pero sostener que sea un asesino me parece un poco exagerado —replicó Roni.
—Pero ¿por qué los periódicos escribieron que se había simulado un suicidio? ¿Qué sentido tiene esto? Si el motivo de la muerte fue un infarto, ¿por qué razón habría que hacer que pareciera un suicidio? —preguntó de nuevo Ernest, demostrando no dar ninguna importancia a las palabras de Roni.
Este se estaba poniendo nervioso por la obsesión de su amigo. Para Roni la historia de cómo había muerto la mujer de Houg era agua pasada. Quería cambiar de tema, pero sabía que con Ernest eso era muy difícil. Cuando se le metía algo entre ceja y ceja no abandonaba nunca.
—Es muy extraño, ¿no te parece? Realmente extraño. Si lo piensas bien, la versión oficial no tiene sentido..., o sea..., en el certificado de defunción de la señora Houg supongo que estará escrito que falleció como consecuencia de un infarto, pero alguien escribió que habían simulado un suicidio. Sigo preguntándome por qué —continuaba Ernest, que parecía que esperase una respuesta de Roni.
—Por favor, Ernest, ¡deja de repetir cien veces lo mismo! Esta historia ya está cerrada y no tiene ninguna importancia y además solo eran rumores, ¡y no hay nada más que hablar! —exclamó Roni, y, para cambiar de tema, preguntó—: ¿Has visto qué niñera más guapa tiene el señor Houg?
—Sí, es realmente una chica muy guapa. Cuando la he visto me ha parecido que la conocía; a lo mejor la he visto en algún sitio y no me acuerdo dónde.
—A mí también me dio esa impresión cuando la vi la primera vez. Pero es porque tiene una cara muy común —dijo Roni, contento de que la conversación discurriese por otros derroteros.
Sin embargo, no había calculado bien la capacidad de Ernest de aferrarse a un tema hasta que no había entendido todo.
—Tú sabes qué periódicos escribieron sobre Houg y la muerte de su mujer, ¿verdad?
—Casi todos. Ahora no recuerdo bien cuáles, porque hace ya más de un año. Dime la verdad, Ernest, ¿por qué estás haciendo todas estas preguntas? ¿Por qué te interesa tanto cómo murió Margaret Houg? —preguntó Roni a su amigo.
—Porque voy a tener que tratar con su fantasma, y creo que sería mejor saber cómo murió, ¿no te parece? —respondió el detective, mirando a su amigo a los ojos.
—¿Estás diciendo que aceptas la propuesta? —preguntó Roni, esperanzado.
—Exacto. ¿Cómo podría rechazar una propuesta así? Ni siquiera tendré que esforzarme mucho, visto que Houg me ha dado ya dos pistas.
—¿Qué pistas? —preguntó de nuevo Roni.
—Una: habrá una explicación lógica. Dos: todo podría estar causado por la imaginación del hijo... —respondió Ernest, que parecía un poco nervioso.
—¿Me equivoco, o no te gusta mucho el señor Houg?
—Más que nada, no me parece muy honesto —respondió de nuevo Ernest, y continuó—: No lo conozco, pero creo que no está diciendo toda la verdad y no soporto su manera arrogante de hablar.
—A mí me ha parecido muy educado —comentó Roni.
—A lo mejor. Pero no me ha gustado nada su intento de condicionarme, diciéndome que a lo mejor todo era fruto de la imaginación del hijo.
—No creo que Houg quisiera condicionarte. Solo está preocupado por la situación y ha querido darte su opinión al respecto. No veo nada malo en esto. ¿Cuándo piensas comunicarle tu decisión a Houg?
—Lo antes posible; aunque la historia que nos ha contado Houg no me convence mucho.
—Si necesitas ayuda, basta con que me lo pidas y estaré feliz de dártela —dijo Roni, pero Ernest estaba pensando y parecía que no lo había escuchado en absoluto—. Vale, lo he pillado, ya no hablo más —volvió a decir Roni, y se quedó en silencio.
En el mismo instante sonó el teléfono y James Houg descolgó.
—¿Entonces? —preguntó una voz desde el otro lado.
—Creo que podremos hacerlo. Te daré una respuesta muy pronto —dijo Houg.
—Muy bien, señor Houg, veo que empieza a comprender —replicó su interlocutor, que colgó bruscamente.
Houg permaneció con el teléfono en la mano por unos minutos, después colgó y salió del estudio.
III
Luisa no podía comprender qué la había empujado a llamar a Ernest e invitarlo a cenara su casa. Ya era demasiado tarde para cambiar las cosas; él iba a llegar en unos minutos. Estaba segura de que durante la cena la conversación iba a tomar una dirección que no le iba a gustar en absoluto. Ernest iba a hacer preguntas legítimas, para cuya respuesta ella no estaba preparada, y eso iba a volver a hacerle daño otra vez. Se sentía estúpida, pero lo que peor le hacía sentirse era que ya no podía hacer nada; solo esperar los efectos colaterales de su brillante idea. Estaba pensando estas cosas cuando sonó el timbre.
Luisa fue a abrir y se sintió terriblemente culpable cuando vio a Ernest con un gran ramo de rosas en una mano y una botella de vino en la otra.
—Las rosas son todas para ti, pero el vino es para mí —dijo Ernest, que se sentía el hombre más feliz sobre la faz de la tierra.
—Son preciosas, pero no tenías que haberte molestado.
—¡Pero qué molestia! Has asumido el difícil desafío de alimentarme esta noche, y esto es lo mínimo que podía hacer para corresponder —respondió Ernest sonriendo.
Luisa permaneció inmóvil delante de la puerta, cogió las rosas pero no supo qué decir. Ernest, que no había perdido el uso de la palabra, preguntó:
—¿No sería mejor entrar, ahora?
—Por supuesto, perdona. Pasa, por favor —dijo Luisa, liberando la entrada.
—Me gusta tu casa, realmente, muy bonita —dijo Ernest en cuanto entró, pero no recibió respuesta—. Supongo que estás a gusto en este apartamento —continuó entonces.
—Sí, a decir verdad me siento muy bien —respondió Luisa, colocando las flores en un jarrón—. Está muy bien, la verdad. Estoy pensando casi en mudarme aquí. ¿Qué te parece? ¿Te gusta la idea?
—No me parece una buena idea que... —Ernest interrumpió la frase—. Dime la verdad: no estás nada contenta de haberme invitado, ¿o me equivoco?
—No, no. Es que me resulta extraño estar cenando contigo otra vez después de todo este tiempo —dijo Luisa, intentando sonreír.
—Han pasado solo diez meses, tampoco es tanto tiempo —murmuró él—. Pero aprecio mucho tu invitación y no veo nada raro en que cenemos juntos. Para mí es lo más normal del mundo y no...
—¿Desde cuándo te has vuelto tan parlanchín? —lo