El Fantasma De Margaret Houg. Elton Varfi
y la abrazó para mostrar su aprobación.
—Entonces, ¿todo bien? —siguió él—. Ves, no hace falta tanto para sentirse mejor.
—Felicidades, te has vuelto un parlanchín con un agudo sentido del humor. No me lo habría esperado de ti.
—Lo sé. Desgraciadamente tienes una idea equivocada de mí, qué le voy a hacer.
»¿Qué es este olor delicioso que viene de la cocina?
—Lo verás dentro de poco —respondió Luisa.
—Eres una cocinera muy buena. Me has cocinado cosas riquísimas; todavía hoy echo de menos tus empanadillas de carne...
—¿Cómo va el trabajo? —interrumpió Luisa, para cambiar de tema—. Ahora eres investigador privado, ¿verdad?
—Sí, aunque, a decir verdad, no he tenido mucho trabajo. Aunque hace muy poco recibí una propuesta seria.
—¿De qué se trata? Si no es indiscreción... —preguntó Luisa.
—Tengo que atrapar a... una mujer.
—¿Algún marido celoso te ha puesto a vigilar a su mujer? —supuso Luisa, sonriendo—. No consigo imaginarte como un mirón.
—No, te equivocas, no se trata de eso. Sería más fácil. Es mucho más complicado de lo que parece. Desgraciadamente no puedo decir nada más.
—Entiendo, secreto profesional. Ya no te hago más preguntas. Ahora es mejor que cenemos, creo que la cena está ya lista —dijo Luisa, y fue a la cocina.
Ernest se acercó a la mesa y justo cuando iba a sentarse sonó el teléfono. Luisa salió de la habitación y respondió:
—¿Dígame? Sí, está aquí. Te lo paso.
»Es para ti —dijo a Ernest, que se levantó sorprendido y con curiosidad por saber quién lo estaba buscando.
El estupor creció cuando oyó la voz de Roni desde el otro lado del teléfono.
—¿Qué quieres, Roni? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?
—Sé que no es el mejor momento para molestarte, pero ha vuelto a suceder.
—¿El qué?
—El fantasma ha aparecido de nuevo y el señor Houg nos está esperando.
—Me importan un bledo el fantasma, el señor Houg e incluso tú, Roni. Todavía no he comido y no tengo ninguna intención de moverme de aquí. ¿Está claro? —respondió Ernest, que estaba realmente enfadado. Pero Roni no tenía ninguna intención de abandonar.
—Sé que me vas a odiar a muerte, pero estaré en casa de Luisa en diez minutos para recogerte e ir a casa del señor Houg.
Ernest no daba crédito a lo que oía. Finalmente había conseguido estar a solas con Luisa y Roni estaba dispuesto a arruinar todo por ese maldito fantasma, que había encontrado la tarde más apropiada para hacer su aparición.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Luisa.
—¿Hay algún problema? —preguntó.
—Desgraciadamente, sí —respondió Ernest—. Roni viene para acá y tengo que marcharme con él.
—¡Lo siento muchísimo! —dijo Luisa.
—Yo lo siento más. El destino está contra nosotros. Parece que no podemos estar los dos tranquilamente, ¿eh?
Luisa no sabía qué decir. Miró a Ernest y, por la expresión de su cara, comprendió que estaba realmente molesto.
—Bueno, tendremos otras ocasiones para vernos, ¿no crees?
Ernest no respondió enseguida. La miró a los ojos, y habría querido creer que habría otras ocasiones, pero, conociendo a Luisa, sabía que sería muy difícil.
—Lo mejor ahora es abrir la botella de vino, así por lo menos habremos brindado —dijo él.
Luisa asintió y llevó dos copas.
—Este brindis es a nosotros dos, esperando volver a vernos lo más pronto posible, si Roni quiere —dijo Ernest, y acercó su copa a la de Luisa, que hizo lo mismo.
Apenas habían comenzado a beber cuando sonó el timbre.
—Aquí está —dijo él.
Luisa fue a abrir.
—Buenas noches —dijo Roni a Luisa—. Siento molestaros, pero se trata de una emergencia.
—Sí, Roni, sabemos lo mucho que lo sientes, pero ahora será mejor que nos vayamos —dijo Ernest, que se despidió de Luisa y salió. Roni hizo lo mismo.
Después de cerrar la puerta, Luisa permaneció inmóvil en el salón, pensando en lo que había pasado. Ernest la había dejado confundida. ¿A lo mejor lo amaba todavía? ¿Quizá solo era ternura? Un fuerte olor a quemado la hizo volver a la realidad.
—¡Algo huele a chamusquina en esta historia! —dijo.
Mientras se dirigían hacia el coche de Roni este miraba a Ernest, el cual, extrañamente, parecía tranquilo.
—Mejor si vamos con el mío —dijo Roni—. No te preocupes. Usaremos el tuyo otras veces.
Ernest obedeció, fue hacia el coche de Roni, y entró.
Roni no podía hablar; sabía lo importante que era aquella cena para su amigo, pero con gran sorpresa suya fue Ernest quién preguntó qué había pasado.
—Bueno, no sé mucho. El señor Houg me ha llamado informándome de que el suceso ha ocurrido de nuevo.
—¿El suceso? —preguntó Ernest.
—Sí, claramente se refería al fantasma. Por su voz me ha parecido que estaba muy preocupado, y me ha preguntado inmediatamente por ti —concluyó Roni, que miraba a Ernest por el rabillo del ojo, y seguía pareciendo estar tranquilo.
—¿A quién se ha aparecido, esta vez? —preguntó el investigador—. ¿Otra vez a su hijo?
—Probablemente sí. Lo sabremos dentro de poco.
—Tienes razón, Roni, dentro de poco sabremos más.
»Es raro. En este momento tendría que estar cenando con Luisa y no lo estoy. Debería estar furioso contigo pero no lo estoy. ¿Sabes explicarme por qué?
Roni lo miró a los ojos por un instante y se esforzó para encontrar una respuesta.
—Siento mucho lo de la cena, pero estoy contento de ver que no estás enfadado. No sé decirte el por qué. Nos conocemos desde hace muchos años, y siempre me he esforzado por comprenderte, pero creo que seguirás siendo un gran misterio para mí.
Ernest, después de escuchar a Roni, se puso a reír, y le dio una palmada en la espalda.
—Hablo en serio, eres realmente un misterio —continuó el anticuario.
—Pues yo he descubierto esta noche, por primera vez, que eres realmente temerario cuando conduces. Me gustaría llegar entero a casa de tu amigo, pero si sigues conduciendo así la probabilidad me parece verdaderamente baja —le hizo notar Ernest.
—No te preocupes, llegaremos sanos y salvos.
Mientras tanto, delante de los ojos de Ernest apareció la silueta de la casa de Houg, que se iba haciendo más grande según se iban acercando.
Roni no redujo la velocidad ni siquiera cuando, superada la verja de la villa, tomaron el camino interno. Aquella casa era bonita, pero de noche parecía triste, como si no viviera nadie allí; era inerte, y verla daba casi angustia.
Cuando llegaron a la entrada Roni frenó bruscamente. Salieron del coche. No habían tenido siquiera tiempo de llamar cuando la sirvienta abrió la puerta.
—El