Sin ti no sé vivir. Angy Skay
un gesto de indiferencia, salto de mi taburete y me dirijo hacia la pista, donde Enma y Ross están desmelenándose. Entre baile y baile, me olvido del mundo por completo. Nos ponemos en círculo y nos contoneamos de manera provocativa, arriba y abajo, sin miramiento. Pegamos nuestros cuerpos y llegamos hasta el suelo bajo la mirada graciosa de Dexter, que se niega a bailar con nosotras. Cuando nos incorporamos, una mano tira de mí hacia atrás, y toda la diversión que minutos antes tenía se esfuma de un plumazo.
—¿Qué coño haces bailando como una puta? —gruñe Joan en mi oído.
Lo miro sorprendida. ¿Qué hace aquí? Cuando decidimos darnos la oportunidad de continuar con la relación hace tres años, la primera condición fue que no sería tan posesivo. Hasta ahora mismo, era una cosa que no había incumplido.
—¿Qué me has llamado? —le pregunto altiva por los cubatas que llevo encima.
—Que qué haces bailando como una puta —repite, esta vez más alto.
Varias personas se giran para mirarnos. Dexter se acerca a nosotros e intenta que suelte mi codo, pero lo que recibe a cambio es una mirada asesina por parte de Joan.
—¿Quién cojones te piensas que eres? —escupe de golpe mi marido.
—Su amigo, así que suéltala ahora mismo —le contesta de manera tajante.
Joan se aparta de mí y lentamente deshace su agarre. Me toco la zona afectada, que debido a la presión me duele bastante. Sin dejar de mirarlo furibundo, pega su cara a la de Dexter, quien no menea un músculo bajo su mirada intimidatoria.
—Me importa una mierda que sea tu amiga o no. Es mi mujer, y haré con ella lo que me dé la gana. ¿Te queda claro, maricón?
Sin contestarle, Dexter le pega un empujón que lo obliga a dar dos pasos hacia atrás; por poco no cae de espaldas contra el suelo.
—Eh, eh, tranquilos —les pido a ambos mientras extiendo los brazos para separarlos.
—La próxima vez que me llames maricón, voy a partirte la cara —le advierte, echando espumarajos por la boca.
Miro a Joan para rogarle que no continúe, pero parece no verme. Eleva su mentón para darle más énfasis a lo que sus labios pronuncian a continuación:
—¡Maricón! —lo reta bien alto. Y, para más inri, le dedica una sonrisa.
Dexter se muerde el labio, presionando toda la rabia contra él. Sin esperármelo, veo cómo el vaso que mi amigo tiene en la mano se estampa contra la cabeza de Joan. Y entonces se arma un revuelo en el que todos salimos pagando.
Mis amigas tiran de mí hacia atrás mientras los dos se pegan de hostias sin detenerse, llevándose a su paso al resto de la gente. Dos hombres de seguridad aparecen de la nada y consiguen separarlos. A rastras, literalmente, los llevan hasta la salida. Una vez allí, intentan pegarse de nuevo. Por suerte, consigo ponerme en medio antes de que ocurra.
—¡Ya basta! —Miro a Joan, que tiene los ojos inyectados en sangre—. Joan, por favor, vámonos a casa. —Nada, no me mira—. ¡Joan! —vuelvo a llamarlo.
Asiente sin mucho convencimiento.
—No quiero volver a verte con él. Nunca —sentencia, y echa a andar sin esperarme.
Me quedo mirando a Dexter, quien hace amago de ir tras él. Enma lo para a tiempo.
—Dexter, yo…
Miro hacia el suelo, pero me agarra la barbilla y la eleva.
—No te merece, Katrina —me dice desesperado—. ¡Estás echando tu vida a perder!
—Yo… espero que todo te vaya genial en Australia. Ya hablaremos. —Me agarra de los hombros y me zarandea un poco, pero mi mirada vuelve a dirigirse al suelo. —Sé que Joan no tiene los modales que quizá debería, pero… lo quiero.
—¡Katrina, vamos! ¡No te lo digo más veces! —oigo que vocifera desde el coche.
Suspiro varias veces antes de girarme.
—Os llamaré —les digo a las chicas, que no han abierto la boca hasta el momento.
—Katrina…
—No, Ross, me voy. Ya os llamaré.
—No sé si es mejor que te quedes en mi casa esta noche. Está muy alterado… —comenta Enma.
La corto antes de que continúe:
—No me pondrá una mano encima. Pese a su carácter, nunca lo ha hecho.
Todos me miran sin creérselo, pero es cierto. Joan tiene un temperamento de mil demonios. Aun así, jamás me ha pegado.
Dirijo mis pasos hasta el Porsche Carrera plateado y me subo. Dexter me mira sin poder aceptar que no le haga caso, que no escuche sus palabras; por más que lo intento, el corazón me pide que haga otra cosa.
El camino hasta casa lo hacemos en silencio. Sin embargo, nada más entrar y como de costumbre, paga su cabreo conmigo de una manera que me gusta, aunque a veces me asusta. Lo veo venir a distancia.
—Ahora que estamos en casa, ¿vas a explicarme qué hacías? —Se pone detrás de mí y, de un tirón, me baja uno de los tirantes del vestido.
—Bailando.
—¿Y tienes que provocar de esa manera? —me pregunta serio.
—Yo no estaba provocando —me defiendo.
Me mantengo quieta en la entrada de casa, sin pestañear. Me baja el otro tirante del vestido de la misma forma: sensual, atrevido y de manera perturbadora.
—Joan, no tengo ganas de discutir.
Me aparto de él y me voy hacia el dormitorio. Noto cómo me sigue. Una vez dentro, cierra la puerta de la habitación de un portazo y me mira fríamente.
—No quiero que vuelvas a salir —sentencia.
—No digas tonterías —le digo mientras me quito los pendientes y los deposito sobre un pequeño tocador de madera antigua que viste la estancia.
—No son tonterías, estoy diciéndotelo en serio.
—Te he dicho que no quiero discutir.
—Me parece muy bien —me contesta con desgana—, no estoy discutiendo.
Voy hacia el armario, ignorándolo por completo, y cojo mi pijama, pero de forma inmediata desaparece de mis manos.
—¿Qué haces?
Me gira y lo miro fijamente. No me contesta, solo se limita a empotrarme en la puerta del armario y a morder mi cuello con una fuerza desesperada, con una brutalidad que me abrasa.
—Joan…, estamos hablando.
—Yo no quiero hablar —reniega junto a mi cuello.
Coloca mis manos a ambos lados de la cómoda que tengo cerca de mí y separa mis piernas con su pie. Justo después de oír la hebilla de su cinturón abrirse, sus manos elevan mi vestido hasta hacerlo un gurruño en mi cintura. Separa mi tanga y, sin decir nada más, se introduce en mí bruscamente.
—Te dije que no te pusieras vestidos tan cortos —gruñe.
Comienza su ataque, y solo puedo apoyar mis manos en la madera y observar cómo poco a poco mis nudillos van poniéndose blanquecinos. Jadeos ahogados salen de mi garganta una y otra vez. Sin quererlo, recuerdo lo mucho que me ha costado llegar a este punto con Joan. Siempre buscaba su placer y no el mío. Ese fue uno de los motivos por los que hace tres años dejamos la relación. Pero después todo cambió de manera radical: ya no era el mismo hombre que conocí con veinticuatro años.
—No quiero que nadie te mire, que nadie te toque… —susurra en mi oído de forma posesiva mientras continúa con