Sin ti no sé vivir. Angy Skay

Sin ti no sé vivir - Angy Skay


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amiga, Katrina, no me las des. Sé tú y yo seré feliz. —Sale del apartamento sin decir ni una sola palabra más.

      Recojo mi bolso y guardo en él mi móvil, el tabaco y las llaves. A toda prisa, bajo las escaleras hasta llegar a la calle, donde Joan me espera apoyado en el capó de su bonito coche. En cuanto aparezco, arruga el entrecejo.

      —¿Qué haces con ese vestido?

      —No quiero ir de negro a una comida de mediodía. Además, me pega con el adorno que me regalaste.

      —Pero yo te he dicho…

      —¿Quieres llegar tarde? —lo interrumpo mientras arqueo una ceja.

      —No.

      —Pues entonces deja de discutir y vamos —concluyo severa, y me siento en mi asiento.

      Arranca el coche y salimos a gran velocidad sin añadir nada más. Si llegamos tarde, la señora Johnson se enfadará —véase la ironía—.

      Veinte minutos después nos encontramos a las afueras de la ciudad, frente a la hermosa verja blanca de una casa rodeada de jardines y flores silvestres. La vivienda consta de dos plantas: en la primera se encuentra el salón, la cocina, dos baños y dos dormitorios; y en la parte de arriba, seis habitaciones, otros tantos baños y dos despachos. Es una casa muy amplia, dado el caché y la posición económica que tienen los padres de Joan.

      Bajamos del vehículo y nos dirigimos hacia el interior. Está todo abarrotado de gente. Se nota que los padres de Joan, Paul y Silvana Johnson son personas muy afamadas en esta y muchas más ciudades, ya que amigos o «conocidos» no les faltan. El padre de mi marido es el dueño de una de las entidades bancarias más renombradas en todo el mundo, y Joan trabaja para él. Tiene su propia sucursal en nuestra ciudad.

      Cuando nos ve, se dirige hacia nosotros.

      —Buenas tardes, chicos.

      —Padre —lo saluda Joan.

      —Señor Johnson —le digo, dándole la mano.

      Aunque parezca mentira, ya que me conocen desde hace cuatro años, los formalismos no han cambiado entre nosotros, ni siquiera el día de nuestra boda. Es más, el padre de Joan apenas me dirige la palabra, a no ser que sea estrictamente necesario. Por no hablar de los formalismos que se traen entre ellos mismos. «Padre…». Ojalá estuviera mi padre vivo para poder volver a llamarlo papá o papi, como solía hacer de manera cariñosa.

      —Tu madre está en la cocina con sus amigas. Espero que paséis una buena comida.

      —Claro, iré a buscarla. Por cierto, ¿ha llegado ya?

      —Sí, tu hermano anda hablando con todo el mundo. La gente está ilusionada de volver a verlo. —Sonríe encantado con su comentario.

      —Ya, claro —gruñe.

      —No pongas esa cara, Joan —lo regaña.

      Paul Johnson es el típico hombre serio, un señor de negocios en toda regla. Mide un metro ochenta, tiene los ojos negros como los de Joan y el pelo completamente blanco, pero su fuerte y duro mentón, junto con las facciones de su cara, hacen que siga siendo el hombre más respetable del planeta.

      Mi marido suelta mi mano, se ajusta la chaqueta y da un paso hacia él. Le habla tan flojo que apenas puedo escucharlo:

      —Padre…, es su hijo, no mi hermano —le dice maliciosamente.

      —No me des la fiesta, Joan, por la cuenta que te trae —le advierte. Sin más, se da la vuelta y se marcha junto al resto de los invitados.

      —Cariño, ve a la cocina a saludar a mi madre. Yo iré a hablar con los demás.

      Asiento, como de costumbre. Giro sobre mis talones y me encamino hacia la cocina de mi querida suegra, sin olvidar sacar la mejor de las sonrisas. Pero cuando estoy llegando, escucho una estridente carcajada que perfora mis oídos: la típica risa falsa y, encima, gritona. ¡No la soporto! Silvana Johnson es una mujer rubia, de una estatura normal, un poco regordeta y con una cara de lagarta que no puede con ella. Se la ve mala persona a distancia. Es avariciosa, envidiosa y no soporta que nadie, nadie, nadie, quede por encima de ella nunca.

      Abro las puertas batientes de madera blanca, entro y me encuentro a la señora Johnson y a cuatro de sus amigas, que solo están con ella por la fama y el dinero que posee.

      —¡Oh, querida Katrina!

      —Señora Johnson. —Hago una inclinación con la cabeza.

      —Hola, Katrina, qué bien te veo. Parece que los años no pasan por ti —comenta una amiga de mi suegra.

      —Hola, señora Foxter. Tengo veintiocho años, no es para menos.

      —La verdad es que sabe conservarse bien, Silvana. Tienes suerte de tener a una nuera así de guapa. Seguro que tiene a tu hijo embelesado —le dice otra de sus amigas.

      —Sí, claro —le contesta Silvana con desgana y sin mirarme—. ¿Quién quiere champán?

      Cambiando de tema…

      No soporta que nadie le diga que otra mujer es más guapa que ella. Es insoportable. Menos mal que la veo poco. La boda fue un sufrimiento. Al final, pusimos e hicimos todo como ella quiso. No nos dio lugar a réplica. Y, claro, como es la madre de Joan, no pude llevarle la contraria en ningún momento.

      Reparte las copas de champán en la mano de cada una de sus amigas y la mía la deja en la isla que hay justo en el centro de la cocina. Me sonríe con maldad al tiempo que la apoya en el mármol. Está haciéndolo aposta. No muevo ni un músculo de mi cara mientras tiene ese feo detalle conmigo.

      —Se dice gracias por lo menos, querida —me suelta, y se va hacia la cuadrilla de sus amigas.

      —Gracias —le respondo con un hilo de voz.

      Tras ese momento tan incómodo, las puertas de la cocina vuelven a abrirse y entran las alocadas gemelas Johnson pegando voces eufóricas. Son dos gotas de agua. Tienen la tez morena, sumamente cuidada, su cabello negro les llega hasta la cintura y sus ojos son exactamente iguales que los de Joan. Las tres usamos la misma talla, ya que nuestros cuerpos son prácticamente iguales: delgados pero moldeados. Susan es más como Silvana: envidiosa e insoportable. Erika es más «buena», por así decirlo. Ella te escucha, te aconseja y no le da envidia ni una mosca que pase por su lado.

      —¡Niñas! —les chilla Silvana—. ¿Por qué narices pegáis esas voces?

      —Tienes al gallinero revolucionado —malmete la señora Foxter.

      —Rachel, estás que te sales hoy, ¿eh? ¿Por qué no te callas un rato? —la reprende.

      La señora Foxter, como yo la llamo, cierra la boca entre risas. Cuando me mira de reojo, no puedo evitarlo y me río también. Mi suegra nos mira a las dos y bufa exasperada.

      —¡Contestad! —vuelve a vociferarles a las gemelas.

      Las dos se quedan en silencio, con una risa juguetona en sus caras infantiles. Tienen veinticinco años, pero son demasiado pequeñas de mentalidad, por así decirlo. Las dos se miran y sueltan una carcajada, lo que desespera más a su madre, que está a punto de echar fuego por la boca.

      —¡Madre, no se enfade! Es que… Susan es muy tonta.

      —¿Yo? ¡Dime que tú no has pensado lo mismo! —interviene Susan, riéndose sin parar.

      —Bueno…, la verdad es que sí —le responde entre carcajadas.

      —¡¡Niñas!! —chilla, esta vez más alto.

      Un silencio se apodera de la cocina y, con él, se van todas las risas anteriores y las miradas cómplices, dando paso a una señora Johnson cabreada a más no poder.

      —Madre, nunca nos dijo que el hijo de padre fuera tan guapo —suelta de repente Erika en un susurro apenas audible.


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