Sin ti no sé vivir. Angy Skay
aparecen a mi lado.
—No lo soporta, no se lo tomes en cuenta —me comenta Erika.
—Ya veo.
—La verdad es que más bueno no podría estar. Me dan ganas de tirármelo ahí mismo —dice de repente Susan.
—¡Susan! —la regaña Erika, y no puedo evitar reír.
—¿Te ríes? ¿Acaso tú no te lo tirarías? —me pregunta con malicia.
—Pues no —le contesto rápidamente—. Para eso tengo a tu hermano, ¿no crees?
—Creo que vamos a llevarnos mejor… —Sonríe de manera despectiva—. He visto que no te ha quitado ojo desde que has llegado.
—¿Quién? —le pregunto de nuevo al ver que Erika no intercede en la conversación tan incómoda que estamos teniendo.
—Kylian. ¿De quién estamos hablando si no?
Elevo mi cabeza un poco, como contestando que me da igual, y ella vuelve su mirada a los dos hombres que están en las escaleras. Cuando el discurso termina, nos dirigimos a las mesas que han preparado en el jardín. Casualmente, me toca sentarme en medio de Joan y Kylian. El adonis de ojos verdes y cuerpo de infarto llega y sonríe al ver el sitio libre. Joan le lanza una mirada asesina mientras corta su bistec de ternera.
La batalla de pullitas entre ambos comienza:
—Bonito discurso de bienvenida.
—Gracias, quizá me ha faltado el tuyo —apostilla el hermanastro.
—Ajá... La verdad es que no me apetecía —le contesta Joan, mirándolo retador.
—No te preocupes, creo que ha sido más que suficiente.
—Ya veo. Después de tres años, es todo un detalle por parte de mi padre. ¿Cómo es que te has dignado a aparecer por aquí?
Kylian corta su filete tranquilamente, se mete un trozo en la boca y, después de masticarlo, tragárselo y beber un sorbo de vino, se decide a contestar:
—No sé, puede que te echara de menos. —Sonríe con malicia.
—Yo no te he echado de menos —contrarresta tajante.
—¡Vaya! Qué sorpresa. No te preocupes, me encanta saber que me tienes tanto amor.
Después de un incómodo silencio, Kylian vuelve al ataque, y esta vez soy yo el centro de atención:
—Y, dime, ¿cómo se llama tu preciosa mujer? Porque tengo entendido, por el anillo que lleva y los comentarios de la gente, que estáis casados, ¿me equivoco? —Me mira.
No contesto, ni siquiera me da tiempo.
—Sí, es mi mujer. ¿Acaso no te gusta? —ironiza.
—He de reconocer que la muchacha es atractiva. Por cierto, tu cara me suena mucho, ¿te he visto alguna vez?
Noto cómo mis mejillas se tornan rojas y el rubor me sube hasta la frente. No, no, no, esto no puede estar pasándome a mí.
—Lo dudo mucho. Katrina no es una de esas mujeres que suelen ir acostándose con cualquier tipo que encuentran a su paso; algo a lo que tú estás acostumbrado, claro.
Ahora sí que se me quita el apetito del todo. Dios mío, si Joan se entera alguna vez... Necesito salir de aquí ahora mismo, o todo se irá al traste como Kylian siga por el mismo camino.
—No, es cierto, no tiene cara.
Joan le lanza una mirada más asesina todavía si cabe y Kylian sonríe como un triunfador que acaba de conseguir un premio. Se acuerda de mí, de eso no cabe la menor duda.
—¿Y qué has estado haciendo estos tres años, Kylian? —le pregunta coqueta Susan, que no ha perdido detalle de toda la conversación mientras me clavaba puñales con sus ojos negros.
—He estado en Irlanda, como bien sabéis.
—Pero habrás estado trabajando o haciendo algo, ¿no? —insiste.
—¿Y a ti que más te da a lo que se haya dedicado? —interviene Silvana molesta—. Termina de comer, que se te va a enfriar. Bueno, hijo —se dirige a Joan—, ¿cómo van las cosas en la sucursal? No me has contado nada desde hace días.
De reojo, puedo ver la mala cara de Susan, como también una sonrisa pícara de Kylian. Sabe que Silvana no puede verlo, y ese detalle no hace más que confirmármelo.
Paso lo que queda de comida en silencio, escuchando varias conversaciones sobre el mundo de la banca, como de costumbre. Me aburre como una ostra, pero no puedo hacer nada más, ya que mi marido y su familia se dedican a eso. También puedo observar cómo hacen invisible a Kylian, y eso me molesta bastante, sin tener por qué. Nunca me ha gustado que la gente con poder desplace a otras personas. Y, ahora mismo, mi suegra y mi marido se llevan la palma.
Me levanto del asiento con la intención de dirigirme a otro sitio para poder fumarme un cigarro tranquilamente sin que nadie esté diciéndome que le molesta el humo, que no fume o que me dé el sermón del quince sobre el tabaco. Joan me coge de la mano en cuanto me incorporo.
—¿Adónde vas? No has comido nada.
—No me apetece. —Observo su agarre—. Voy a fumarme un cigarro.
Pone los ojos en blanco. Cuando va a rechistar, su madre interviene:
—Joan, vamos a saludar a tus primos, que acaban de llegar con su pequeña. No han podido venir antes, ¡míralos! —comenta entusiasmada.
Por primera vez, me alegro de que se meta en una conversación sin ser invitada. Joan me suelta y, sin decir ni media palabra más, se va con su querida madre.
Cojo mi bolso y me voy a una de las tumbonas que hay en la parte trasera de la casa, junto a la gran piscina olímpica, donde me encontraba antes. En la parte derecha tiene una amplia cabaña de madera oscura con barra y taburetes por fuera, estilo bar. Dentro de ella hay miles de bebidas alcohólicas repartidas por todas las estanterías, y unas pequeñas luces adornan el techo de esta. En la parte izquierda, donde me encuentro, hay una fila con diez tumbonas blancas de piel, y en la parte derecha, unos sillones y mesas bajas de piel negra, estilo chill out, con unas cortinas de color crema alrededor de cada espacio. El suelo que rodea la amplia zona es de madera oscura, como la cabaña, y tiene peceras transparentes con luces incrustadas en su interior. Esta casa es una maravilla. Mi apartamento no se queda corto, pero no es lo mismo ni por asomo.
Exhalo el humo de mi cigarrillo mientras pienso cómo el mundo puede ser tan pequeño. Anda que no habrá hombres..., y tengo que acostarme con su hermano, o hermanastro, o como quiera llamarlo. ¡Esto es increíble!
—¿Puedo sentarme? —Me sobresalto al escuchar esa potente voz. Sin poder evitarlo, me llevo la mano al pecho y doy un pequeño respingo—. Lo siento, no pretendía asustarte —se disculpa.
—No te esperaba —confieso.
—Me imagino.
Hace el amago de sentarse en la tumbona de al lado, pero antes observa la tela azul de diseño que la cubre y después mira la mía, que está echada hacia atrás. Arquea una ceja, mira las dos tumbonas y luego a mí. La mueca en su cara hace que me ría.
—No quiero imaginarme qué haría... —Pienso en cómo terminar: ¿Su madrastra?, ¿Silvana?, ¿mi suegra?
Parece leerme el pensamiento:
—Silvana —contesta por mí.
—Perdón, no sabía muy bien cómo llamarla; no por mí, sino por ti. Esto... No sé si me entiendes. —Me siento un poco avergonzada.
—¿Después de la escenita de la comida? Te entiendo perfectamente.
Me sonrojo.
—Ya lo he visto.