El sistema juridico. Marcial Rubio
de los territorios —inicialmente conformadas por notables— a las que se fueron incorporando progresivamente representantes del pueblo. La partida de nacimiento del Parlamento inglés se ubica, oficialmente, en el último cuarto del siglo XIII y, desde allí, va asumiendo progresivamente su forma y funciones contemporáneas. La historia del Parlamento británico no fue sencilla y tuvo que luchar reiteradamente contra los monarcas, en especial cuando, a partir del siglo XVI, se consolidó el absolutismo en Inglaterra. Todo el siglo XVII fue plagado de luchas, victorias y contrastes hasta la gran revolución de 1688 contra los Estuardo, que terminó con la victoria del Parlamento, la caída de Jacobo II y la instauración de una monarquía constitucional con Guillermo de Orange a la cabeza. A inicios del siglo XVIII, el Parlamento inglés tenía considerables poderes políticos en materia de aprobación de leyes y de tomar cuenta a los ministros por sus decisiones políticas mediante la censura. Todavía habría de recorrerse largo trecho hasta la configuración actual del sistema inglés pero, en sustancia, del siglo XIII al siglo XVII Inglaterra construyó, en agitada historia, la concepción actual del parlamento (u órgano legislativo), con la potestad de dictar las leyes y de ejercitar el control político sobre el Poder Ejecutivo, todo ello en representación del pueblo2.
3 Finalmente, el desarrollo del sistema constitucional inglés fue llevando también hacia la conformación de un Poder Ejecutivo compuesto por un jefe de Estado (el monarca inglés) y un gabinete ministerial que asumió las atribuciones y responsabilidades del gobierno.
De esta forma, allanó el tránsito de la monarquía absoluta a los regímenes crecientemente democráticos, manteniendo al monarca cada vez con menos poderes y sin responsabilidad política (no puede ser censurado ni sustituido por razones políticas), como encarnación de todo el pueblo y el Estado (su organización política máxima). Al propio tiempo, se fue operando una transferencia de los poderes políticos, y por ende de las responsabilidades consiguientes a un grupo de ministros encabezados por el Primer Ministro, que sí podían estar sujetos a la censura política y, por lo tanto, también podían ser nominados democráticamente.
Bajo diversas modalidades, hoy los jefes de Estado son irresponsables políticamente (es el caso del Presidente de la República en el Perú, que no puede ser destituido por razones políticas), dando estabilidad al gobierno y al sistema en su conjunto, al tiempo que se permite el cambio y censura de ministros para lograr transformaciones en la línea política de gobierno dentro del mismo sistema, cuando menos desde el punto de vista teórico.
En resumen, Inglaterra aportó al Estado contemporáneo el principio de protección y defensa de las libertades; la noción de Parlamento u órgano Legislativo; la organización del Poder Ejecutivo con un jefe de Estado sin responsabilidad política y con un gabinete ministerial que sí la tiene; y, por ende, un sistema monárquico constitucional en los hechos y las costumbres, iluminando con ello la ruta del desarrollo del Estado en otros lugares.
4. Francia
Otro gran tributario al Estado contemporáneo de Europa es Francia. Con contradicciones e historia distintas a las inglesas, el reino francés siguió el camino de la monarquía absoluta sin participación del pueblo durante la salida del medioevo y, en especial, a partir del siglo XVII, cuando Luis XIV (el Rey Sol) instituyó un gobierno centralizado, casi personal y absoluto en su ámbito.
En ese contexto, Francia también desarrolló un espíritu nacional y por lo tanto pudo hacer muy considerables aportes a la construcción del Estado moderno.
En el siglo XVIII, que es conocido como el Iluminismo francés, se gestó el desarrollo de las ideas liberales y democráticas que conducen la Revolución Francesa. Esta se materializa a partir de 1789, cambiando todos los parámetros políticos hasta entonces vigentes en la humanidad. Se trata de una inmensa revolución en todos los terrenos, con consecuencias muy concretas en la teoría y práctica del Estado contemporáneo. Sus fundamentos, como ya viene dicho, están ubicados en los decenios previos al año revolucionario de 1789.
Hacia mediados del siglo XVIII, con una década de diferencia, dos grandes pensadores franceses sientan las bases teórico políticas de este desarrollo posterior: Montesquieu con Del Espíritu de las Leyes y Rousseau con varias obras, entre las que destaca El Contrato Social.
Montesquieu es un aristócrata francés que decide elaborar una obra monumental sobre la historia del derecho y sus vinculaciones con la política. De los cientos de páginas de la obra que escribe, hoy muchas son obsoletas pero hay unas pocas (medio centenar y en especial las diez o doce que dedica a la Constitución inglesa), que perduran y sientan las bases de uno de los puntos centrales del Estado: la teoría de la separación de los poderes.
Durante el absolutismo (y Francia en la época de Montesquieu vivía bajo dicho régimen), el Rey detentaba la suma del poder del Estado. Montesquieu escudriña dentro del régimen inglés posterior a la revolución de 1688 y encuentra que dicho poder absoluto debe ser distribuido en tres poderes: el legislativo, que debe dictar las leyes; el Ejecutivo, que debe dirigir y administrar; y el Judicial, que debe administrar justicia. En todo esto no hace sino describir con agudeza el régimen inglés que ha visto.
Montesquieu es un monarquista y en sus escritos no se hallan rastros de lo que hoy tenemos por democracia. No obstante, considerar que el poder debía ser distribuido es un aporte para acelerar el pulso de la transferencia sustancial del poder al pueblo, y así ocurrirá con posterioridad a su muerte.
Rousseau publica El Contrato Social en la década de 1750 y condensa allí una importante teoría que dará origen a lo que con posterioridad se ha denominado la democracia radical. Retoma de pensadores de los siglos inmediatamente anteriores la idea de que los seres humanos viven originalmente en estado de naturaleza, sin normas, sin sociedad, en total libertad natural. Sin embargo, esos seres humanos en algún momento deciden pasar al estado de sociedad y para tal efecto realizan el contrato social. Evidentemente, Rousseau no comete la ingenuidad que muchos le han torpemente criticado, de pensar que este fue un contrato escrito y firmado. En modo alguno; más bien, la idea del contrato social es una manera de expresar que los hombres se pusieron de acuerdo en vivir en sociedad, probablemente haciéndolo.
Según Rousseau, la cláusula básica de dicho contrato es: «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibe corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo»3.
Hoy tal vez este párrafo suene intrascendente, algo así como un lugar común. No fue así en su tiempo. En efecto, considerar a cada uno como parte indivisible del todo equivalía a decir que cada uno tenía una fracción de poder en la sociedad, igual a la de cada uno de los demás; de aquí aparece la necesidad de dar poder a cada uno y no solo a los pocos que lo tenían en el antiguo régimen en el cual él vivía4; por lo tanto, lleva hacia una concepción democratista que, necesariamente, va a tener que expresarse en el voto universal.
Someterse a la voluntad general no hace sino desarrollar el concepto que la decisión mayoritaria de los componentes del todo es lo que finalmente obliga. Se consolida así la idea de que el pueblo hace la ley y, por lo tanto, que es el soberano.
Finalmente, la suma de cada uno hace el todo, que no es sino el pueblo mismo, dueño de sus decisiones y de su destino. Esta es la piedra inicial de construcción posterior del concepto de Nación (cosa que veremos a continuación). Montesquieu y Rousseau son distintos entre sí y ninguno de los dos llega a escribir una premonición de lo que serán la Revolución Francesa y sus secuelas al final del siglo. Sin embargo, son leídos por todos los grandes revolucionarios y, en verdad, por todos los sectores ilustrados de su tiempo. Sus ideas pasan a fundamentar, enriquecidas, lo que ocurre posteriormente.
La Revolución Francesa es un complejo encadenamiento de hechos cuya descripción y explicación desde el punto de vista del Estado, siquiera en sus grandes detalles, escapa a las posibilidades de este capítulo5. Sin embargo, destacaremos lo esencial y ello está contenido en buena parte, en los aportes de otro gran pensador y político francés: Manuel José, Conde de Sieyes.
Personaje discutido, en especial en la segunda etapa de su vida pública, a partir del ascenso de Napoleón Bonaparte, fue sin embargo el gran constructor