El Manuscrito de mi madre aumentado con las comentarios, prólogo y epílogo. Alix de Lamartine
CXXII
ADVERTENCIA
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Una circunstancia especial que es inútil dar a conocer al público, ha hecho entregar este libro a la imprenta. De intento y por su naturaleza, había de ser siempre un manuscrito; todo lo más, debía figurar en uno de estos archivos íntimos de familia, colección de documentos que eslabonan la generación presente con las que han dejado de existir; documentos que, en su manía escudriñadora, suelen encontrar en las arcas viejas los muchachos, los parientes, quienes se entretienen hojeándolos durante las tardes ociosas del otoño.
Ya que ha escapado, a pesar nuestro, de la semioscuridad del rincón casero y va a someterse a las miradas del lector desapasionado, lo dedicamos únicamente a la familia de la hermosa y tierna madre que inundó estas páginas con las efusiones de su corazón, sin prever que en la última hora de su vida le faltaría tiempo para quemar estos papeles. A los demás les rogamos que no lo lean: nada hay en él de lo que se busca en los libros; éste sólo tiene interés para aquellos a quienes esta mujer virtuosa ha de transmitir su sangre a la afinidad de su alma.
No podemos olvidar en nuestra dedicatoria a los amigos de la comarca donde vivió ella, los servidores ya viejos que no pronuncian su nombre sin verter una lágrima, ni a los labradores, cuyas pisadas desde hace veintiocho años, han privado de crecer hierba en el camino que conduce a su sepultura.
Saint-Point, 2 de noviembre de 1858.
EL MANUSCRITO DE MI MADRE
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I
Hoy es el 2 de noviembre, día llamado de difuntos. Cuando estoy desocupado paso este día en Saint-Point con el mayor recogimiento, lo más cerca posible del pequeño cementerio del pueblo, con el cual comunica una puerta falsa de mi jardín.
Allí reposa, en aquella tierra que tanto amaba, mi madre, en un ataúd al lado de otro más pequeño que el suyo, y al cual parece que atrajo, al igual que se derrumba el nido que consigo arrastra la rama caída... Mi imaginación no quiere levantar el velo que cubre a éste, por miedo de ver... ¡lo que no quiero ver más que en el cielo!
II
Durante este conmovedor y breve día de otoño, me esfuerzo para que el trato de los vivos no me distraiga en modo alguno de mi trato con las almas de los que no existen. Con placer me interno por los senderos menos frecuentados del bosque, donde los árboles conservan todavía tanta cantidad de hojas amarillentas que interceptan los pálidos rayos del sol, de las cuales también como lluvia constante tantas van cayendo, hojas muertas que pisamos, que nos dicen que todo está muerto, que todo muere, que todo morirá. La Naturaleza es durante este mes una inmensa elegía que se asocia íntimamente con la eterna elegía del corazón humano.
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Voy y vengo por la hierba húmeda sin otro objeto que pisar las huellas de los seres queridos que no hace mucho iban delante de mí, detrás de mí o a mi lado por esta senda. Mis pies se paran por sí mismos como si a cada instante se clavaran en el suelo, delante de los añosos árboles aislados por el lindero del bosque, debajo de los cuales, por casualidad o por costumbre, se reunían de ordinario los ancianos, las madres, los niños, parientes y amigos, cuyas voces creo oír aún, confusas, tiernas o infantiles entre el murmullo ya sordo, ya argentino del arroyo inmediato. ¡Ay de mí! no volverán a sentarse en estas raíces, pero han dejado tal multitud de recuerdos, que hay momentos en que me parece que sólo están alejados de mí algunos pasos, que he equivocado el árbol o el claro del bosque para reunirme con ellos, y que voy a verles y oírles al doblar la senda.
III
Hay especialmente uno de estos lugares, donde mis ojos no se cansan de buscar a los que no volverán jamás. Está a algunos centenares de pasos de la casa. Para ir al bosque se sigue un camino con espinos por ambos lados, que atraviesa un gran campo pedregoso y un prado en declive, donde grupos de bueyes reflejan en sus marmóreos lomos los rayos del sol de estío. Esta senda sin sombra ni hierba, hace desear la fresca y sombreada bóveda del bosque que se ve mecido por la brisa en la ladera de la montaña, al extremo del campo árido. Bastante fatigado se llega a los primeros álamos y alisos de la plantación, cuyas raíces humedecen constantemente las filtraciones y los regueros de la colina.