El Manuscrito de mi madre aumentado con las comentarios, prólogo y epílogo. Alix de Lamartine

El Manuscrito de mi madre aumentado con las comentarios, prólogo y epílogo - Alix de Lamartine


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caldea: los viejos troncos agujereados; las hayas, cuya corteza tigrada como tejido parece de musgo dorado; los castaños, con sus ramas extendidas como los cedros, con hojas agudas cual lanzas, bordan el camino. Este se corta repentinamente junto a una pendiente brusca, inundada de luz, deslumbradora y ardorosa. Hay allí una cañada muy honda, cuya pendiente es muy rápida; penetra por un lado en la oscuridad del bosque y continúa por la otra parte entre los campos cultivados y la hermosa pradera.

      La vegetación silvestre, rumiada de continuo por las cabras y los carneros, crece allí fina y dorada como el raro plumón que el viento siembra y también él derriba en las yermas y escabrosas rocas de los Alpes. Las flores de este campo no crecen más de lo que alcanza el vellón de un carnero; es menester bajarse para verlas; pero su aroma es delicioso, y cuando se cogen para desenrollar sus hojas con los dedos y examinar su textura, sus corolas, sus estambres o sus colores, el corazón admira a la Providencia, que se ha tomado tanto cuidado para estas germinaciones del musgo como para los vegetales gigantescos de las selvas. Las abejas, los zánganos, las mariposas y tantos insectos alados sin nombre que las chupan al calor del sol, se complacen revoloteando en el ambiente perfumado de la cañada, llena de vida, de movimiento y de zumbidos.

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      En la pendiente opuesta al camino, interrumpido por este espacio, cuarenta y cinco encinas seculares, olvidadas por los leñadores, forman un grupo sin orden y a bastante distancia una de otra, cerca de la torrentera. Los brezos de color rosado, violeta y blancos, tapizan con un tejido tan aterciopelado y variado como la lana de Esmirna los espacios que hay entre las matas. Sus copas, agitadas durante tantos años por el viento Sur, están algo calvas; sus ramas inferiores, especialmente las de las encinas de en medio del grupo, se ennegrecen y secan; cuelgan de ellas en su extremo un manojito de hojas amarillentas que van cayendo poco a poco con las ráfagas del viento equinoccial, produciendo un ruido seco y repentino, que hace huir y chillar de espanto a los grajos y los mirlos. Sobre el borde del barranco se inclinan las siete encinas que forman la fachada del bosque, cuyos troncos fuertes y robustos las denuncian por las más viejas; sus ramajes, los más espesos, carecen de aquellas saetas negras, preferidas por los tordos, que sirven de atalaya a los pájaros y atestiguan la senectud de los árboles; extienden sus ramas acodilladas en la pendiente de la cañada, y sus raíces, casi a flor de tierra, hinchan el césped y el musgo que las cubre.

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      Al pie de la más corpulenta de aquellas encinas, la más inmediata al bosque, yo encendía hogueras en mi infancia; a pesar de tantas lluvias de invierno, el humo ennegrece aún aquella corteza ruda. Siendo joven, allí escribí con lápiz muchas melodías poéticas que cruzaron mi imaginación conmoviéndola, como la tibia brisa primaveral hacía mover las ramas armoniosamente sobre mi cabeza. Allí, en días más dichosos, estábamos con los viejos y los niños de la familia pasando felizmente las horas caldeadas del día como en un salón de verano. Nada faltaba allí para el mueblaje natural de un lugar de reposo y de delicias; ni los pilares rústicos, formados por las cuarenta y cinco encinas diseminadas por la pintada alfombra, ni el artesonado inimitable del follaje agitado por el hálito intermitente que reanima al caminante, ni la melodiosa música de ruiseñores y pinzones que cantan cerca del nido donde empolla la hembra, ni el blanco cojín de musgo seco formado junto al tronco de los árboles, ni el sonoro curso del arroyo filtrando entre las matas tiernas de los juncos, tanto más lustrosos cuanto más oscuros, para ir a perderse entre los prados, ni el vapor que rodea las montañas, agrupadas como panorama griego, que vistas entre las ramas, parece que se admira un cuadro desde una ventana abierta entre ondulantes cortinas.

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      Una escena de este delicioso sitio y de aquel dulce tiempo está fija en mis ojos y en mi corazón, cada vez que veo amarillear con el último rayo de sol las ramas medio desnudas del bosque de encinas.

      En las raíces del árbol más viejo, que es también el más inclinado que forman los de la orilla, está sentada una mujer anciana, doblada por los años cual el árbol, sus manos hilan maquinalmente con la rueca llena de lana más blanca que sus cabellos. De vez en cuando, cambia algunas palabras con una joven en lengua extranjera. Su fisonomía revela la tranquilidad de un día sereno que acaba, aguardando del cielo su salario y renace en la tierra contemplando otras generaciones.

      Otra mujer, joven aún, tiene en sus manos un libro medio cerrado, que abre a menudo para leer un breve rato y volverlo a cerrar como si reflexionara lo leído. En la expresión de su fisonomía se observa que aquel libro ocupa su imaginación en las cosas eternas: la meditación piadosa hace bajar a ratos sus párpados, largos y casi transparentes, luego dirige hacia el cielo el globo pensativo de sus ojos. Su cara, un tanto ascética, está pálida; hay en ella las delicadas líneas de una perfecta hermosura moral.

      Mejor que un cuerpo es la envolvente de un alma; los trazos de una sonrisa tierna y graciosa moderan su austeridad hasta cuando ora. Su mirada, irradiación de celeste luz, se dirige hacia cuanto la rodea, y cuando la dirige hacia mí, se detiene y se enternece. Se comprende que es una madre contemplando la felicidad de su hijo.

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      Más abajo, sobre la hierba que ostenta hermosas manchas de sombra y de luz, una joven con cabellera rubia y ojos azules, de talle esbelto y flexible cual las que se mecen al rumor del Océano, dibuja en un libro que apoya en sus rodillas; reproduce una parte del paisaje que se ofrece a sus ojos, vivificado por hermosos tonos de sombra y de luz, por el humo de las cabañas, por el grupo de cabras que hay en lo alto de los riscos. A cada rasgo la distrae con sus gritos de alegría una hermosa niña de cuatro años. Esta criatura se deleita descubriendo y cogiendo para su madre un ranúnculo de botón de oro entre el musgo; viene luego a esparcir su cosecha a puñados sobre la hoja dibujada para recibir en recompensa un beso, y corriendo, vuelve a buscar flores entre la hierba, y cuando se arrodilla para coger una mariposa posada en una flor, ocultándose enteramente su cuerpo bajo el flotante velo de sus cabellos dorados por el sol, en su lugar, en vez de un cuerpo infantil, creeríamos que hay una madeja de seda puesta al sol como hacen las lavadoras de capullos.

      En la semioscuridad del fondo más espeso del encinar, un joven observa de lejos esta escena campestre de esparcimiento doméstico; con paso desigual va de una encina a la otra sin que el césped deje percibir el ruido de sus pasos; tiene en sus manos un libro en blanco deteniéndose a intervalos para borronear en él algunas líneas.

      Lo que yo escribí aquel día, helo aquí: ¡Dios mío, quién creyera que estos versos habían de trocarse tan pronto en lágrimas!

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      Mirad las hojas secas corriendo por el suelo.—Entre gemidos, por el valle las arrastra el viento.—La golondrina roza sus alas por el quieto pantano.—El niño de la cabaña, va cogiendo leña entre los brezos.—Ya no susurran las olas, que su encanto dieron al bosque.—Enmudeció el pajarillo entre las ramas secas.—¡Junto a la aurora, el ocaso!—El sol, que apenas despunta, brilla pálido un momento al concluir su carrera.—El carnero por las zarzas va dejando su hermoso vellón de lana que servirá de nido al jilguero.—La flauta pastoril ha enmudecido; desapareció su eco; cesó también el encanto de amor y de ventura.—La hoz cruel ya despojó la tierra de aquel verdor que


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