El Manuscrito de mi madre aumentado con las comentarios, prólogo y epílogo. Alix de Lamartine
y morir a los tiernos frutos que Dios nos dejó madurar.—Aunque joven, ya en la tierra.—Vago errante y solitario.—Y al preguntarme yo mismo.—¿En dónde se encuentran los que adora mi corazón?—La mirada se inclina triste hacia la tierra.—La cuna está vacía.—El niño, arrebatado por la muerte, ha caído del seno de la cuna al frío lecho funeral.—Los muertos, envueltos en el polvo que les cubre, nos dirigen esta voz.—¿Los que gozáis de la vida, pensáis aún en nosotros?—¡Oh! muertos queridos.—¿Dónde estáis?—¿Acaso pobláis un astro fulgurante con luz más eterna que la nuestra?—¿Acaso vagáis entre el cielo y la tierra?—Allá donde os encontréis, ¿jamás podréis oír la dulce voz de vuestros deudos?—¿Habéis vosotros olvidado a los que dejasteis sumidos en la mayor tristeza?—¡Oh, no, Dios mío! si tu gloria.—Les ha borrado el recuerdo humano.—Quitadnos a nosotros la memoria.—Y nuestro llanto no correrá en vano.—En ti, Señor, sin duda está su espíritu.—Mas guarda en su recuerdo el lugar nuestro.—Ampárales, Señor, el don de tu clemencia es grande.—Si aquí pecaron, dales ¡oh, Dios! tu sublime perdón.—Ellos fueron, lo que nosotros somos ahora.—Polos, juguetes del viento.—Frágiles y débiles como la nada.—Si sus plantas resbalaron, y si han faltado por su boca al precepto de la ley.—Perdónalos, Juez Supremo.—Tu poder es grande.—A tu voz desaparecen las cosas todas de los hombres.—Si tocas la luz, tus dedos quedarán empañados.—Las columnas de la tierra y las del cielo tiemblan a tu voz.—Si dices a la inocencia:
«Sube a mi presencia y habla,» aparecerá velada por tus virtudes.—Mandas al sol que alumbre.—Y la luz constante luce.—Dices al tiempo que nazca.—Y dócil la eternidad arroja los siglos por miles.—Los mundos que tú repones se renuevan a tu vista.—Jamás separas del pasado el porvenir.—Las edades desiguales se igualan bajo tu mano.—Nunca tu voz pronuncia estas palabras:—«Ayer, hoy, mañana».—Padre de la Naturaleza.—Manantial de bondad.—Dios clemente y misericordioso.—Suprema virtud, ¡perdón! ¡perdón!
VIII
Cuando el día desciende, entro en mi casa a paso lento; me encierro en mi habitación, la más alta y abandonada de la casa, desde la cual se domina el viejo campanario de la aldea: desde allí se sienten muy bien los ecos de la campana y los silbidos del viento. Parece que la naturaleza y la religión se han puesto de acuerdo en día semejante para dirigir hacia los sepulcros el pensamiento de los vivos.
El infatigable campanero, asido a la cuerda de las campanas, no cesa de tocar desde el mediodía del primero de noviembre hasta el amanecer del siguiente. Aquel célebre clamoreo evoca en los corazones recuerdos de aquéllos sobre cuyos corruptos cuerpos ha resonado muchas veces el azadón del sepulturero. Aquella campana, recalentada por los incesantes golpes del badajo, parece que se agita por la fiebre, y que a cada paso ha de romperse torturada por tanto martilleo.
Tales fueron las impresiones que yo experimenté en día semejante y que me inspiraron las siguientes estrofas:
LA CAMPANA DE LA ALDEA
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¡Oh! Cuando toca la campana lentamente.—Esparciendo sobre el valle su voz parecida a un gemido.—Diríase que es la mano de un ángel quien la mueve.—Y que entre la brisa nocturna, derrama sobre la tierra cuanto en él hay de divino.
—Cuando huyen del campanario las negras golondrinas.—Porque el viento hace temblar sus nidos de barro.—Y buscan en los estanques el reposo apetecido.—Cuando la viuda de la aldea se arrodilla sobre los hilos que se desprenden de su rueca.—Pagando con el rezo su tributo a los muertos:
—Siento en mi pecho un canto sonoro, que no es del goce de la vida.—Ni es producido por los recuerdos de mi infancia.—Ni es de amores la primera alborada de la savia primaveral que rejuvenece el campo.—Cuando allá en la pradera.—Suenan las voces virginales que tornan con sus cántaros llenos de agua—Yo no sé lo que es, pero lloro.—Mi triste corazón canta al despertar con un melódico murmullo rociado de ambrosia o yo no sé de qué.—Siento cómo se lleva el invierno mis días felices.—Mezclados con la hojarasca muerta y con el eco sarcástico y burlón de la fama.—Flores tejidas en noche oscura, que jamás arraigan dentro del corazón, aunque exhalen bellísimo perfume—Tiernos capullos cuyas corolas se rompen entre los dedos emponzoñados de la envidia.—En este día, cuando la campana lanza sobre el valle su acento plañidero—Se siente un gemido triste y prolongado que sale del campanario—Es la voz de lo desconocido que llora al ver pasar dos féretros en dirección al cementerio.—De la noche a la aurora, ¡oh, campana! tú lloras con mis ojos y gimes con mi corazón.—Estos gemidos se repiten en el cielo, en el mar, en los aires,—Como si las estrellas llorasen por sus compañeras y los vientos por sus hijos. Desde aquel día que tus sones se juntaron con mi duelo—Creo que un ángel mueve tu badajo y conmueve al mismo tiempo mi alma.—El eco de tu bronce, antes de herir las fibras de mi corazón, ha estremecido las sepulturas donde descansa lo que fue.—Las piedras del campanario tienen gran parecido a las del sepulcro.
No os cause extrañeza si consagro un recuerdo.—Al misterioso sonido de este bronce.—Yo amo su voz precursora de la muerte.—Canta ¡oh! tú, fiel mensajero de la humana tristeza.—Que tus cantos presten vida a tus mármoles, lágrimas a los ojos, oración al descreído y a la muerte poesía.
Cuando yo muera y mis vecinos, después de haber dejado en el campo de la muerte el puñado de polvo que reste de mi cuerpo—No llores por mí; lanza a los horizontes tus alegres sonidos de los días de fiesta.—Quisiera que imitara tu voz de bronce el ruido alegre que produce al romperse la cadena del esclavo o el cerrojo de la cárcel cuando se abre para dar libertad al cautivo.
IX
La época en que el calendario señala el aniversario de los muertos está en consonancia con el duelo y horror de los sepulcros. La Naturaleza gime como los corazones, y los elementos al expirar el año parecen retorcerse entre las convulsiones de una agonía triste.
El prolongado equinoccio renovando durante la noche sus furiosos resoplidos parecidos por su regularidad a suspiros de muerte; las furiosas ráfagas de viento chocando contra los muros; los silbadores torbellinos llevándose consigo ¡Dios sabe dónde! nubes de hojarasca muerta, en medio de las cuales parece que se oyen como gritos de angustia; los graznidos siniestros de los cuervos despertados por el choque de las ramas que van rompiéndose, las bruscas sacudidas de la tempestad conmoviéndolo todo: aseméjanse, en verdad, a espíritus escapados de sus tumbas empujándose, chocando y gimiendo arremolinados por el viento.
¿Quién no ha creído oír muchas veces, entre los bramidos del huracán, voces que nos llaman por nuestros propios nombres? ¿cuántas veces las hemos oído llamar a las vidrieras y a las puertas como para hacerse abrir por la fuerza las habitaciones desiertas en las cuales vivieron sus almas en algún tiempo?
Yo gozo con semejante tumulto recogiéndome en el frío que en mí produce la calentura de la agitación, y medio tendido al calor del fuego del invierno, sobre las mismas losas abrillantadas por las pisadas de aquellos que están tendidos para siempre no lejos de mí, y abrazándome a propósito, durante esta noche de recuerdos, a cuanto me resta de sus vestigios venerados. Dieciocho pequeños volúmenes encuadernados en cartón de diversos colores están esparcidos junto a mí sobre la alfombra; tan pronto entreabro y leo aquel o el de más allá, reflexiono sobre las fechas del principio y el fin de cada uno sin cansarme de leer y releer, llorando o sonriendo tristemente.
Uno de ellos contiene El manuscrito de mi madre.
Mi madre, según tengo dicho en mis Confidencias, no escribía