El Manuscrito de mi madre aumentado con las comentarios, prólogo y epílogo. Alix de Lamartine

El Manuscrito de mi madre aumentado con las comentarios, prólogo y epílogo - Alix de Lamartine


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joven: contaba treinta y ocho años. Pero para un hombre como él, que debía morir joven todavía de cuerpo y espíritu a los noventa años, con todos sus dientes, todos sus cabellos y en toda la varonil belleza de una vejez fuerte, treinta y ocho años representaban la flor de la existencia.

      Era de elevada estatura, porte militar, líneas varoniles y carácter severo. La altivez y la franqueza leíanse en su fisonomía a primera vista. No afectaba ingenuidad y gracia, y eso que poseía en su interior y en alto grado ambas cualidades. A pesar de su temperamento fogoso, parecía indiferente y frío en el exterior, creyendo, sin duda, que un hombre como él debía avergonzarse de manifestar demasiada sensibilidad. Dudo que hubiera otro hombre en el mundo que dudase más de sus virtudes y que envolviese con todo el pudor de una mujer las severas perfecciones de un héroe. Yo mismo tardé en conocerle muchos años.

      Le creía duro y áspero, cuando no era más que justo y rígido.

      Eran sus gustos sencillos e inocentes como su alma.

      Patriarca y militar: he aquí el hombre.

      La caza y el bosque, mientras permanecía en el campo; el resto del año, su regimiento, su caballo, sus armas, la ordenanza escrupulosamente observada y ennoblecida por el entusiasmo del soldado: éstas eran todas sus ocupaciones. Nada ambicionaba, y mostrábase cumplidamente satisfecho con su grado de capitán de caballería. La estimación de sus camaradas era lo único que, procurando conservarlo con delicadeza suma, encontraba digno de envidia, y su única ambición.

      Consideraba el honor de su regimiento como el suyo propio, y sabía de memoria los nombres de los oficiales y soldados de todos los escuadrones. Sin la menor ambición de fortuna ni de grados, cifraba todo su ideal en ser lo que era: un buen militar, teniendo el honor por alma y el servicio del rey por religión. Pasábase los seis meses del año de guarnición en una ciudad y los otros seis en su pequeña casa de campo, con su esposa y sus hijos. En una palabra, el hombre primitivo un tanto modificado por el militar; he aquí mi padre.

      La Revolución, las desgracias, los años y las ideas fueron modificando su manera de ser y se completaron en su vejez. Yo mismo puedo asegurar por mi parte haber visto cómo su espléndida y fácil naturaleza se desenvolvía después de los sesenta años de existencia. Parecíase a las encinas que vegetan y se rejuvenecen de continuo hasta el día en que el hacha del leñador rompe su tronco. A los ochenta años continuaba modificando sus ideas y buscando la perfección de ellas.

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      Y constante como era, logró vencer, en unión de mi madre (no sin tener que superar grandes obstáculos), todas las dificultades de la fortuna y las preocupaciones de familia que se interpusieron entre ambos. Casáronse en el tiempo en que la Revolución removió todas las edificaciones humanas y hasta la tierra en que se asentaban.

      La Asamblea constituyente había realizado su obra. Sabía por la fuerza de una razón sobrehumana, por decirlo así, los privilegios y preocupaciones sobre los cuales descansaba el antiguo orden social de Francia.

      Habían los tumultos populares removido ya, como remueven las olas los vientos precursores de los temporales, el palacio de Versalles, el fuerte de la Bastilla y el Municipio de París.

      Los primeros temblores que removieron los cimientos creíase que serían una ligera tempestad sin consecuencias.

      No existía escala para medir la altura a que debía alcanzar el desbordamiento de las nuevas ideas.

      Mi padre no había abandonado el servicio a pesar de su casamiento: él no veía en todo aquello más que la bandera que debía seguir, el rey a quien defender, algunos meses de lucha contra el desorden y algunas gotas de sangre que derramar en el cumplimiento de su deber.

      Los primeros relámpagos de una tempestad que debía sumergir un trono secular y conmover a Europa durante medio siglo a lo menos, se perdieron para mi madre y para él, entre las primeras alegrías de su amor y las perspectivas primeras de su felicidad.

      Yo recuerdo haber visto cierto día una rama de sauce desgajada del tronco por la tempestad de la noche, flotando a la mañana sobre las aguas desbordadas del Saone. Un ruiseñor hembra empollaba todavía en su nido flotante, mientras el macho revoloteaba sobre las aguas espumosas que pretendían tragarse aquella dulce mansión de amor.

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      Apenas hubieron probado el deseado bienestar, cuando les fue preciso interrumpirlo, separándose ¡quién sabe si para no volverse a ver! Llegó el momento de la emigración. En esta primera época, no fue la emigración lo que debía ser más tarde; un refugio contra las persecuciones o contra la muerte. Fue una especie de contagio que existía entre la nobleza francesa. El ejemplo dado por los nobles cundió y casi todos los regimientos perdieron sus oficiales. Necesitaban grande firmeza de carácter para resistir aquella epidemia que tomó el nombre de honor.

      Mi padre tuvo esta firmeza y no emigró.

      Solamente cuando se exigió a los oficiales del ejército un juramento que rechazaba su conciencia de servidores del rey, presentó su dimisión. Pero el 10 de Agosto se aproximaba, se le sentía venir.

      Sabíase de antemano que el fuerte de las Tullerías sería atacado, que los días del rey correrían peligro; que la Constitución de 1791, pacto provisional de conciliación lo que debía ser más tarde: un refugio contra las derribado o elevarse triunfante entre ríos de sangre. Los amigos que aún quedaban a la monarquía y los hombres personalmente unidos al rey, se contaron y unieron para ir a reformar la guardia constitucional de Luis XVI.

      Mi padre fue uno de estos hombres de corazón.

      Mi madre, que a la sazón me llevaba en su seno, no hizo el menor esfuerzo para detenerle. Aun en medio de sus lágrimas, no comprendió ella nunca la vida sin honor, ni vaciló un minuto entre el dolor y el deber.

      Mi padre partió sin esperanza, pero sin vacilar un momento. Combatió con la guardia constitucional y con los suizos para defender el castillo. Cuando Luis XVI abandonó el palacio, la lucha se convirtió en matanza. Mi padre fue herido de un tiro de fusil. Cuando a pesar de ello procuraba escaparse, fue detenido frente a los Inválidos al intentar atravesar el río. Conducido a Vaugirard se le encerró en una cueva por algunas horas. Después fue reclamado y salvado por el jardinero de un pariente suyo, quien, estando de oficial municipal de la Commune, le reconoció casualmente.

      Al escapar así de la muerte, volvió al lado de mi madre, encerrándose en la más profunda oscuridad del campo hasta el día que las persecuciones revolucionarias no permitieron a los partidarios del antiguo régimen otro asilo que la prisión o el patíbulo.

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      El pueblo fue una noche a arrancar de su hogar a mi abuelo, a pesar de sus ochenta y cuatro años, a mi abuela, casi tan anciana como él y enfermiza, a mis dos tíos y tres tías, religiosas que habían sido arrojadas ya de sus respectivos conventos.

      Colocaron a esta respetable familia dentro de un carro escoltado por gendarmes, y la condujeron en medio de un espantoso alboroto y de gritos de muerte hasta Autún. Había en este pueblo una inmensa cárcel destinada a encerrar todos los sospechosos de la provincia.

      Mi padre, por una excepción de la cual ignoro la causa, fue separado del resto de la familia y encerrado en la cárcel de Mâcón. Mi madre, que me amamantaba a la sazón, fue depositada sola en la casa de mi abuelo, bajo la salvaguardia de algunos soldados del ejército revolucionario. ¡Y aún causará asombro el que aquellos en quienes data la vida de estos siniestros días, hayan


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