Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


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de partida, pero con un año más en el carnet de identidad, se me hizo muy cuesta arriba. Mi familia, amigos, compañeros de equipo, club y afición se volcaron conmigo apoyándome en aquel duro trago. Todos pensaban que lo dejaría. Todos menos yo.

      No me quería despedir así. Sentía que aún me quedaba algo que sacar de lo más recóndito de mi interior. No era una cuestión de demostrar nada a nadie, sino que deseaba volver a competir. No como quien desea adquirir algo material, sino más bien como quien lo necesita para su subsistencia. Así que me embarqué, contra viento y marea, en una nueva operación quirúrgica, más fisioterapia, mucho dolor y otra temporada en blanco.

      Llegó mi último año de contrato, el que, independientemente de lo que pasara, tenía decidido que iba a ser la temporada de mi adiós del fútbol en activo. La buena noticia es que la rodilla no me ha vuelto a fallar. La mala, que es lo único que no lo ha hecho. Mi cuerpo ha gritado basta y he encadenado todo tipo de lesiones, de tal modo que la liga ha finalizado sin ni siquiera tener la ocasión de vestirme de corto.

      La semana pasada recibí el alta médica tras recuperarme de la enésima rotura fibrilar; en esta ocasión, en el cuádriceps de mi pierna derecha. Hoy, a primera hora, he convocado una rueda de prensa para anunciar, de forma oficial, que la final de la Copa del Rey que se disputará mañana será mi último partido como futbolista.

      Ha sido muy emotiva. En un discurso plagado de pausas, en el que no he podido contener las lágrimas, he dado las gracias, desde lo más hondo de mi corazón, a mi mujer Cristina y a mi hijo Luka, por estar siempre a mi lado aguantando mis ausencias, mis tensas vísperas de partido y mi mal humor tras las derrotas; a mi difunto padre, por inocularme el veneno del fútbol desde bien pequeño; a mi madre, porque no hay nada más grande que el amor de una madre; a mis compañeros y excompañeros, muchos de ellos amigos, porque sin ellos nada habría sido lo mismo; a todos los entrenadores, preparadores físicos, miembros de los servicios médicos, presidentes, directores deportivos…, por confiar en mí; a los rivales, por forzarme a seguir mejorando; a los árbitros, por soportar mi fuerte carácter, y, por último, a todos y cada uno de los aficionados, por transmitirme tanto cariño en los buenos y, sobre todo, en los malos momentos.

      Me he levantado y, con los ojos aún encharcados, he abandonado la sala mientras a mi espalda oía una cerrada ovación.

      El día de hoy ha transcurrido con un pensamiento cíclico martilleándome una y otra vez. Nada me gustaría más que despedirme en el campo y levantar la copa como capitán, pero el de mañana no va a ser un partido homenaje, ya que hay un título muy importante en juego. El entrenador Norman alineará a los mejores y, siendo objetivos, yo no estoy entre ellos. He entrado en la convocatoria por ser quien soy. Llevo tres años sin jugar un solo partido, soy lento, no tengo ritmo de competición y me rompo con la misma facilidad que el cristal de Bohemia. No jugaré.

      Pese a tenerlo muy claro, no puedo conciliar el sueño. Una explosiva mezcla de nerviosismo, tristeza y presión me atenaza. Son las tres de la madrugada y decido dar un paseo por casa para intentar relajarme. Abro la puerta de la habitación de mi hijo Luka y distingo, entre la penumbra, pósteres, fotos, recortes y cromos míos cubriendo la práctica totalidad de las paredes. Tiene ocho años y soy un ídolo para él. Un ídolo caído, más bien. De un tiempo a esta parte, lo está pasando muy mal y eso es algo que nunca me perdonaré.

      Me acerco a su cama. Hace rato que debería estar dormido, pero su respiración le delata. Él tampoco puede dormir. Cuando estoy a punto de marcharme, tratando de cerrar la puerta con suavidad, le oigo preguntar:

      –¿Vas a jugar?

      Tras un incómodo silencio de unos segundos, le respondo escuetamente:

      –No lo sé.

      Entonces, se levanta de la cama, enciende la pequeña lámpara de flexo de la mesilla y me mira a los ojos mientras me dice:

      –Prométeme que marcarás un gol y ganaréis.

      Una de las máximas que sigo a rajatabla, tanto en la educación de mi hijo como en la vida misma, es no prometer jamás algo que no voy a poder cumplir, pero su mirada es tan intensa que tres palabras salen de mi boca sin haber pasado antes por mi cerebro.

      –Te lo prometo.

      Entrenador Norman: «El ataque gana partidos, la defensa campeonatos».

      88. Alicia. ¿Quién le pone el cascabel al gato?

      Me llamo Alicia y soy abogada, acabado en -a. No me gusta ni me acostumbro a que se me dirijan a mí como señor letrado. «¿Acaso le parezco un hombre?», suelo contestar. Tengo cuarenta y ocho años, y llevo más de veinte ejerciendo la abogacía en el turno de oficio. Defiendo a todo tipo de maleantes, ladronzuelos de poca monta, borrachos al volante (con y sin carnet de conducir), gente violenta que primero golpea y después pregunta, drogadictos capaces de cualquier cosa con tal de saciar el mono e incluso, muy de vez en cuando, violadores, pedófilos y asesinos.

      Tras leer la alineación de este equipo de ensueño formado por lo mejorcito de la sociedad, apuesto a que ahora me estáis juzgando por un delito que creo no haber cometido. ¿Por qué los defiendo? Podría alegar que se trata de un derecho fundamental y que cualquier persona debería poder contar con una defensa digna, pero a esa pregunta, que se presenta ante mí con demasiada frecuencia, suelo responder: «Porque alguien tiene que hacerlo».

      Antes de que os forméis una idea equivocada sobre mi trabajo, me gustaría echar por tierra algunos estereotipos sobre mi profesión que se han filtrado de forma sibilina en el conocimiento colectivo por culpa de Hollywood. Las series y películas norteamericanas sobre abogados son muy entretenidas, pero comparten ciertos clichés que distan mucho de lo que en realidad sucede en nuestros tribunales de justicia. Por ejemplo, en los juzgados españoles no hay que ponerse en pie cuando entramos en la sala ni se dice aquello de «Preside el honorable juez…». No se presta juramento con una mano en alto y la otra sobre una biblia, del mismo modo que no oiremos a nadie que jure decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

      Aquí, los acusados no se pueden acoger a la quinta enmienda con el objetivo de no presentar declaración e incluso pueden mentir sin que se los pueda condenar por perjurio. Abogados y fiscales tenemos prohibido pasear por la sala argumentando con teatralidad para tratar de convencer al jurado –en caso de que lo hubiera, porque no siempre lo hay–. Tampoco presionamos a los testigos como tantas veces hemos visto en el cine, con preguntas a voz en grito, como «¿Ordenó usted el código rojo?». No nos dedicamos a interrumpir constantemente con el tan manido «¡Protesto, señoría!» y el juez, que tampoco utiliza un mazo para poner orden en la sala, jamás nos llamará a su presencia para advertirnos que no continuemos por esa línea de interrogatorio.

      La gran mayoría de los abogados del celuloide son ricos; en ocasiones, muy ricos. Nada que ver con la realidad de esta profesión, donde los retrasos y los impagos están a la orden del día. En el turno de oficio, cobro por cada expediente unos honorarios de ciento treinta euros de media, insuficientes, a todas luces, para vivir en una ostentosa mansión como ocurre en el cine.

      Por último, pocas cosas hay tan efectivas en la ficción audiovisual y tan poco verosímiles en nuestros juzgados como esos testigos sorpresa que la defensa se saca de la manga en el último momento para dar un giro de ciento ochenta grados al juicio.

      Hoy he ganado sin trucos ni tratos.

      Defendía a un maltratador que, después de haber cumplido una condena de cuatro años por violencia de género, fue acusado de quebrantar la orden de alejamiento. El angelito llamó en repetidas ocasiones por WhatsApp con amenazas a su exmujer, con quien no tenía permitido comunicarse, y poco después se presentó en su domicilio llamando al telefonillo.

      He conseguido el veredicto de inocencia para mi cliente, gracias a una sentencia anterior del Tribunal Supremo que estableció que una captura de pantalla en la que se muestra un mensaje transmitido por redes sociales no tiene valor probatorio suficiente sin una prueba pericial, debido a la posibilidad de manipulación de esos archivos digitales. La fiscalía tampoco pudo aportar nada que corroborase que mi cliente había acudido a su domicilio, más allá


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