Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo
por fin pude saldarla.
–¿Unos tipos peligrosos? Ahora a cualquiera le llaman peligroso. Parece que no hay droga y no hay dinero. ¿Entiendo, entonces, que vas a pagar por lo que has hecho con tu propia vida?
La pregunta quedó flotando en el aire el tiempo suficiente para que me diera cuenta de que estábamos en grave peligro.
–Averiguaré si los que me consiguieron la droga me han tendido una trampa. Os traeré más droga con la calidad habitual. Lo juro –gimoteó mi padre.
–Respuesta incorrecta. ¡Matadlo!
Nada más oír esas palabras, mi madre, que siempre fue una mujer valiente y decidida, salió de su escondite gritando:
–¡No le hagáis daño!
Mi padre fue corriendo a su encuentro, entrando en la habitación donde seguíamos agazapados. Desde el interior del armario vimos como, mientras mis padres se abrazaban, tres hombres también hicieron acto de presencia. Dos de ellos empuñaban sendos puñales, mientras que el tercero, que parecía estar al mando, se mantenía al margen. Con la misma voz grave que oímos antes, ordenó:
–¡Matadlos a los dos! ¡Ahora!
Mi padre murió sin poder siquiera oponer resistencia, puesto que el más alto de los secuaces le clavó el cuchillo en la yugular. Mi madre chilló con todas sus fuerzas, pero fue silenciada por el otro matón, que de un tajo le rebanó el cuello. Ver morir a mis padres en un intervalo tan corto de tiempo me hizo proferir un alarido de horror. Los tres intrusos dirigieron la mirada al armario donde nos encontrábamos. Grisha se giró hacia mí y, entre susurros, me dijo:
–Pase lo que pase, veas lo que veas, aguanta aquí escondido en silencio hasta que se hayan marchado. Sobrevive…, hazlo por nosotros.
No fui capaz de responderle, ya que estaba paralizado por el terror. A continuación, mi hermano abrió su puerta del armario y salió con las manos en alto.
El jefe, que aún no se había manchado de sangre, quiso aleccionar a sus subordinados.
–Esta profesión es dura. Aquí no tienen cabida los sentimientos. Este jovencito ahora parece inofensivo, pero dentro de unos años podría representar una amenaza para todos nosotros. Nunca hay que dejar cabos sueltos.
Cuando vi como extraía su puñal de la funda y, después de dar media vuelta, lo clavaba con ímpetu en el corazón de Grisha, cerré los ojos y me tapé los oídos con las manos. «Sobrevive, hazlo por nosotros». «Sobrevive, hazlo por nosotros». «Sobrevive, hazlo por nosotros». En mi mente se repetían, una y otra vez, las últimas palabras de mi hermano.
«Sobrevive, hazlo por nosotros». Con esa letanía en la cabeza, los segundos se convirtieron en minutos y los minutos en horas. Me encontraron tres días después, en la misma posición en la que estaba la noche en la que se cometieron los crímenes. Los vecinos de abajo dieron la voz de alarma al detectar fuertes olores en nuestro piso, y la policía me sacó del interior del mueble en un estado deplorable. Completamente deshidratado, me había hecho las necesidades encima y estaba en estado de choque. No sabía quién era ni dónde estaba, y tuvo que pasar un tiempo hasta que comencé a acordarme de todo.
En la actualidad, el único recuerdo que tengo de aquellas interminables horas encerrado es la sensación de que me dolía el cuerpo por permanecer tanto tiempo inmóvil, pero me dolía mucho más el alma. En aquel armario entró un niño y, tres días después, salió un adulto. Allí asesinaron a mi padre y a mi madre. Allí mi hermano sacrificó su vida por salvar la mía. Conseguí sobrevivir, pero allí perdí lo que más quería. Aquello supuso el final de mi mundo tal y como hasta entonces lo había conocido. El final de los días felices. El final de mi inocencia.
Las fases del duelo más frecuentes por las que pasa un ser humano tras la trágica experiencia de sufrir una pérdida personal importante son: la negación, la ira, la negociación con la realidad, la depresión y, por último, la aceptación. Quizá por lo traumático de la situación o porque era lo único que podía dar a mi vida algo de consuelo, dentro de mí solo tenía cabida un sentimiento: la venganza.
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