Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


Скачать книгу

      76. Mónica. Encerra2

      Le ha matado. Lo ha hecho como quien se toma un vaso de agua. Con una gélida naturalidad que asusta. Hace tan solo unos minutos, el camarero estaba vivo sirviendo consumiciones a la clientela y ajeno a la emboscada que le estaba a punto de tender su futuro más inmediato. Ahora, su difunto cuerpo reposa frío e inerte sobre un gran charco de sangre.

      Se cumple una vez más la teoría del caos o, más en concreto, el efecto mariposa: «El aleteo de una mariposa puede provocar un huracán en otra parte del mundo». El camarero ha muerto por estar en el lugar equivocado y en el momento más inoportuno, ya que esta no era su guerra. Venían a por mí. Si hubiera regresado de Alemania unos días más tarde, si hoy hubiese decidido no ir a nadar y acercarme después por aquí o, incluso, si él mismo hubiera entregado la nota con mi teléfono al chico en el momento en que se la di, quizá ninguno de los dos habríamos entrado en la cafetería buscándonos mutuamente, lo que implicaría que él aún seguiría trabajando detrás de la barra. Pequeñas variaciones en las condiciones iniciales pueden desencadenar grandes diferencias en el futuro.

      Aún sigo dándole vueltas en mi cabeza a lo que acaba de ocurrirle al camarero, cuando su asesino se dirige a nosotros manteniendo en todo momento la calma:

      –El plan inicial que teníamos previsto ha variado un poco, ya que el disparo va a atraer la atención de los curiosos y quién sabe si también de la policía. Debemos irnos ya. –Su voz monótona me hiela la sangre–. ¡Eh, tú, héroe enamorado! También vendrás con nosotros, como querías. Has visto demasiado y no quiero más sorpresas.

      El chico de los jueves hace un gesto de aprobación con la cabeza mientras se duele llevándose la mano a la boca. El secuestrador prosigue con su plan de huida.

      –Ahora vamos a salir de la cafetería a la carrera hasta llegar a la furgoneta negra que está aparcada enfrente. Si os separáis de mí, gritáis pidiendo ayuda o realizáis cualquier movimiento que me resulte sospechoso, os pegaré un tiro a cada uno. Me da lo mismo matar a uno que a tres. ¡En marcha!

      Tras subir la persiana, avanzamos hasta montar en la parte trasera de una furgoneta que nos está esperando con el motor arrancado. Durante el corto trayecto busco con la mirada a varios viandantes, que nos observaban con gestos de extrañeza, pero mantengo la cabeza fría y la cautela impide que cometa una locura.

      Cuando tan solo llevamos unos minutos en ruta, el secuestrador comienza a registrarnos a fondo, metiendo todas nuestras pertenencias ­–cartera, llaves, reloj, móvil…– en una bolsa que entrega al conductor. Tras una parada técnica, en la que arroja su contenido a un contenedor de basura, reanudamos la marcha.

      El chófer conduce con rapidez y un tenso silencio preside el habitáculo interior del vehículo. Nuestro secuestrador sigue apuntándonos con su pistola, que aún desprende un ligero olor a pólvora. Estoy aterrorizada y confundida. ¿Por qué a mí? No comprendo quién puede estar detrás de este secuestro, porque mi familia no es rica y tampoco creo tener enemigos íntimos capaces de hacer algo así.

      Lo desesperado de la situación ha hecho que me olvide por un rato de la buena impresión que me estaba causando el chico de los jueves, ya que, en la breve conversación que hemos podido mantener, me ha resultado simpático e inteligente. El valeroso gesto de pedir acompañarme le ha causado la pérdida de varios dientes, pero también se ha ganado un pedacito de mi maltrecho corazón.

      Nos acaban de vendar los ojos para que no veamos a dónde nos dirigimos. Estamos acostumbrados a utilizar los cinco sentidos, por lo que, al privarnos de uno, el temor y la incertidumbre se acrecientan. ¿Qué van a hacer conmigo? ¿Se habrán puesto ya en contacto con mi madre? ¿Van a pedir un rescate? ¿Mi integridad física está en peligro? Demasiadas preguntas para tan pocas respuestas.

      Media hora después, la furgoneta se detiene y se abre la puerta lateral.

      –Ya hemos llegado. Os voy a quitar la venda. Seguidme –nos dice esa voz pausada tan característica de quien tiene todo bajo control.

      Nos encontramos en el interior de una gran nave industrial aparentemente abandonada. Ha sido reformada para albergar, al fondo, una serie de casetas prefabricadas individuales, que pronto tendrán nuevos inquilinos. Hay nueve en total, agrupadas de tres en tres. La zona frontal de cada una tiene una puerta de acceso y un pequeño ventanuco, de unos treinta por cincuenta centímetros, que supongo que servirá para entregarnos las bandejas de comida, si es que tienen intención de alimentarnos.

      –Adelante –comenta como si se tratara del trabajador de una inmobiliaria que pretende enseñarnos un piso.

      Me hace entrar en la caseta que está más a la izquierda. Por dentro, solo consta de tres elementos: un catre con su correspondiente colchón, sábana y manta; un retrete, y un lavabo. Detrás del pequeño camastro veo que también hay un cubo de plástico que contiene productos para la higiene personal y una toalla. La celda es pequeña, pero al menos podré descansar y asearme con cierta dignidad.

      –No es el Hotel Ritz pero tampoco es un zulo maloliente. Disfruta de la estancia –dice mientras cierra la puerta con llave.

      ¿Cuánto tiempo estaré aquí? Tiempo, tiempo, tiempo… Si hay algo que necesito, por encima de cualquier otra cosa, es precisamente eso, tiempo, y parece que voy a desperdiciar bastante encerrada en este cubículo. Sin salud y sin libertad, las opciones para ser feliz se me están reduciendo de forma drástica, pero no sucumbo al desaliento.

      Al oír el ruido del motor, me asomo por el ventanuco que da al exterior para comprobar que la furgoneta se ha vuelto a poner en marcha con sus dos pasajeros dentro. Acaban de cruzar el portón de la nave y han desaparecido de mi campo de visión mientras dejan una estela de polvo a su paso. A simple vista, no parece haber nadie que se haya quedado vigilando las celdas, pero carezco de información veraz en ese sentido.

      El silencio lo rompe una voz que me resulta conocida:

      –¿Mónica?

      –Sí, estoy aquí –contesto.

      –Antes no me he presentado como es debido. Me llamo Álvaro y creo que voy a ser tu vecino los próximos días. Disculpa que no me acerque para darte dos besos.

      Entrenador Norman: «Ser valiente no significa no tener miedo. Ser valiente significa avanzar a pesar de sentirlo. ¡Así que no temáis y sed valientes!».

      75. Víctor. Jaque al rey

      Estoy frente a la casa donde comenzó todo. Ha transcurrido mucho tiempo, pero aún recuerdo cada detalle de lo que aconteció aquella noche. Me he pasado la vida delinquiendo y realizando acciones éticamente reprobables, pero también soy el padre de una chica de veintiún años a la que no conozco, pero de la que me siento muy orgulloso. De todo lo que he hecho en la vida, ella es lo único bueno en lo que de algún modo he tenido algo que ver. En su día, quise hacerme cargo y asumir mi responsabilidad en lo que a la paternidad se refiere, pero su madre prefirió que me quedara al margen y que no interfiriera para nada en su crecimiento.

      Hasta ahora he cumplido con su deseo al pie de la letra, pero llevo dos años siguiendo en las redes sociales la evolución de la enfermedad de Mónica y, al leer que el tratamiento de Alemania no funcionó y que volvían a necesitar dinero, no aguanté más y di un golpe de timón a mi vida. Ahora navego sin rumbo entre el oleaje. Robando a La Organización, asumía que me estaba poniendo en grave peligro, pero no esperaba que también pudiera afectar de alguna manera a terceras personas.

      Antes de invadir el despacho del Gran Jefe para robarle, estaba tranquilo porque, salvo Alicia, nadie más sabía que soy el padre de Mónica. Pero, de algún modo que escapa de mi comprensión, han debido de rastrear los últimos movimientos de mis cuentas bancarias y han llegado hasta ella. Los tentáculos de La Organización son muy largos y enseguida han averiguado que se trata de mi hija. Imagino que el Gran Jefe también sabe que ya no poseo su dinero y por eso, en vez de darme veinticuatro horas para recuperarlo y entregárselo, me ha alargado el plazo a una semana con el objetivo de que el millón y medio de euros vuelva todo junto a su caja fuerte.

      Debo


Скачать книгу