Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


Скачать книгу
No creo en las eternas promesas incumplidas. No creo en esas relaciones cuyas fachadas parecen un anuncio perpetuo de San Valentín, pero cuyos cimientos están en ruinas. Y pese a no creer en nada de eso, pienso que me equivoqué con esta pareja. Desconozco cuánto les durará el enamoramiento, porque ese estado siempre termina llegando a su fin, pero en sus miradas veo esa chispa fugaz y efímera de quien nada desea más que estar juntos. Pese a todo, el amor para siempre no existe. Una pompa de jabón se desplaza por el aire durante un espacio de tiempo, pero al final termina explotando y desapareciendo de forma ineludible, dejando tan solo unas pequeñas gotas de líquido en el suelo como único recuerdo de lo que antes fue.

      Dos pasos. Ahora o nunca. Un paso más y podré alcanzarle de lleno. Un golpe demasiado violento podría incluso terminar con su vida. No podría soportar ese cargo de conciencia. Tan solo quiero dejarle aturdido o semiinconsciente para hacerme con su pistola y recuperar el control de la situación. No me puedo permitir hacer el más mínimo ruido. Debo ser silencioso como una sombra; y mis pisadas, tan precisas como un rayo láser. Un pequeño traspié o el leve sonido provocado por el roce del tejido de mis pantalones al moverse podría dar al traste con todo y desencadenar un abrupto final no deseado.

      Un paso. Hace unos segundos estaba a nueve pasos de distancia. Atravesarlos ha sido más complicado y agotador de lo que pensaba, pero ya he llegado a una meta que, hasta ahora, parecía inalcanzable. No hay tiempo ni margen para dudas. Levanto la mano derecha y, cuando me dispongo a descargar la botella, el chico que tengo de frente, temeroso de recibir una lluvia de cristales, cierra ligeramente los párpados de forma instintiva, lo que pone en alerta a nuestro secuestrador, que, en centésimas de segundo, consigue retirar la pistola de la cabeza del joven para girar sobre sí mismo y dispararme en el pecho.

      Con la botella aún en alto, veo a cámara lenta como el cañón me apunta y oigo el estruendo causado por la detonación del arma de fuego. Mi último pensamiento es sobre lo paradójico de la situación… Nací llorando mientras los demás eran felices y, ahora que voy a morir, muchos derramarán lágrimas por mi pérdida, mientras que yo abandonaré este mundo con la satisfacción de haber hecho lo que me pedía el corazón. Caigo desplomado y todo se vuelve negro. Muy negro.

      Entrenador Norman: «El bien común siempre debe prevalecer sobre el interés individual. ¡Equipo, equipo, equipo!».

      77. Marco. Un buen líder

      El balón por fin sale fuera de banda y se produce el cambio. En el momento en que piso el césped, el estadio se viene abajo y el griterío es ensordecedor. Realizo un esprint de treinta metros para posicionarme en campo de ataque y mi cuerpo responde bien. He sufrido un calvario de lesiones que ha durado tres temporadas completas, en las que he tenido que luchar mucho para volver a vivir un momento como este, por lo que me digo a mí mismo: «Disfruta al máximo cada segundo porque ya no habrá más».

      Por primera vez soy consciente de que todo esto se acaba de verdad y de que lo voy a echar muchísimo de menos.

      Perdemos 2-1 y solo restan diez minutos para que se produzca el final del partido. Pese a que contamos con un jugador menos y estamos mucho más castigados físicamente, a raíz de encajar el segundo gol hemos estirado líneas y volvemos a tener la posesión del esférico. En mi primer contacto con el balón, controlo de espaldas, intento girarme y recibo una patada en el tobillo. El golpe duele. Cuando se enfríe, seguro que tendré molestias, pero ahora me levanto con rapidez para evitar que la asistencia médica entre en el terreno de juego y se pierda más tiempo. Corre el minuto 83 y ellos acaban de tener una gran oportunidad para cerrar el partido. Hemos perdido el balón y han salido al contraataque llegando en superioridad de cuatro contra dos, pero no han acertado con el último pase y nuestro portero ha podido desbaratar el peligro.

      A continuación, tiro dos desmarques en diagonal, pero o no me ven o no me la pasan. Al tercero, en cambio, sí que lo hacen, pero la mayor punta de velocidad de su central me deja en evidencia. Pese a haber salido de refresco, demuestro ser mucho más lento que él. Hemos empezado a colgar balones al área, síntoma de que el tiempo reglamentario está llegando a su fin. Un rechace desencadena, con algo de fortuna, que la pelota caiga a mis pies sobre el pico del área grande. Siempre he poseído un gran disparo lejano, por lo que armo la pierna para chutar, pero, en el último momento, veo que tengo a dos contrarios encima y recorto hacia la izquierda. Me he creado hueco para avanzar y doy un toque hacia delante penetrando en el interior del área.

      Desde que era pequeño, crecí obsesionado con tener dos piernas iguales. No me valía eso que se suele decir de la buena y la menos buena, ya que jamás me perdonaría disponer de una ocasión clara para marcar con la zurda y desaprovecharla solo por no haber entrenado lo suficiente con esa pierna. Ahora voy a chutar durísimo con la izquierda, una de mis dos piernas buenas.

      Otra característica de mi juego –de la que me siento orgulloso– es que no soy el típico delantero egoísta que solo busca incrementar su cifra de goles. En cada situación, trato siempre de escoger la mejor opción para el equipo. Elegir bien es fundamental: saber cuándo pasar, cuándo chutar o cuándo buscar un regate más. Os he dicho que voy a disparar porque eso es lo que iba a hacer, pero de nuevo, in extremis, mi visión periférica me indica que tengo un compañero desmarcado en el segundo palo.

      Luka, la promesa de marcar hoy va a tener que esperar… Decido pasar el balón y lo sigo atentamente con la mirada. La asistencia es perfecta y el remate es aún mejor.

      ¡Goooool!

      Todos mis compañeros, que saben por todo lo que he pasado, vienen a felicitarme y me sepultan en una montonera de abrazos. Mientras regreso al trote hacia nuestro campo para que el juego pueda reanudarse, observo que el 2-2 ha subido en el marcador y que ya estamos en el minuto 89.

      Pese a que el entrenador Norman se desgañita en la banda gritando que no nos atrincheremos en nuestra área, el subconsciente colectivo provoca que, tras el empate, volvamos a sufrir un asedio. Los cuatro minutos de descuento creo que se nos van a hacer muy largos, por lo que nuestro principal objetivo es llegar a la prórroga para reponer unas muy castigadas fuerzas gracias al breve descanso. El dibujo táctico que ahora presentamos es evidente: estamos defendiendo con ocho jugadores atrás, mientras que solo yo permanezco en punta corriendo detrás de los pases largos.

      Ellos van con casi todos sus hombres arriba, pero nuestra defensa consigue despejar mediante un balón bombeado, que me llega como caído del cielo. Lo bajo con un magnífico control orientado, que me permite zafarme del marcaje del último defensor y quedarme solo por completo. La única pega es que aún tengo mucho campo por delante. Nada menos que cuarenta y cinco metros hasta la portería. Pongo la directa con esa verticalidad que me caracterizaba en mis tiempos de gloria, pero siento como si avanzase con el freno de mano echado. El público ruge siguiendo mi carrera, y ese bullicio me impide advertir la presencia de perseguidores. No los oigo, pero sé que están cada vez más cerca. Acabo de entrar en el área y el portero sale a tapar ángulos. Pienso en hacer una vaselina y sobrepasarle por encima, pero llego muy forzado y no sé si voy a ser capaz de precisar con un toque tan sutil. Regatearle no es una opción porque estoy fundido. Lo mejor va a ser chutar buscando la cepa del poste, pero una rauda mirada hacia atrás me permite comprobar que, tal y como suponía, tengo a su lateral pegado a mi espalda.

      Luka, la promesa de marcar hoy va a tener que esperar… Decido frenar en seco con el balón pegado a los pies y caigo arrollado por el empuje del defensa que no puede detenerse a tiempo. El árbitro no lo duda y pita penalti.

      Contengo la euforia que se ha desatado a mi alrededor, calmando como buenamente puedo todas las celebraciones anticipadas. Nuestro lanzador habitual de penaltis lleva convertidos diez de los últimos once que ha tirado y tiene el balón en las manos. Pero, en vez de dirigirse hacia el punto fatídico, se acerca hasta mi posición y me ofrece el esférico extendiendo los brazos hacia mí. Tomo la pelota entre los dedos y le digo:

      –Muchas gracias.

      –Capi, lo vas a meter –me anima conteniendo la emoción.

      El equipo confía en mí a ciegas y un buen líder siempre ha de asumir la responsabilidad sin temor a las consecuencias.

      –Lo


Скачать книгу