Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


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entablar una conversación, pero tomé el camino que habría tomado una adolescente con poco cerebro. Escribí una nota en la que ponía un escueto «Mañana me marcho a vivir al extranjero y estaré un largo tiempo fuera. Si te apetece…, ¡llámame!». Junto a mi teléfono, estuve a punto de dibujar un corazón, pero al final consideré que no procedía. Cuando fui a pagar mi consumición, le entregué la nota doblada al camarero, y le pedí, por favor, que, cuando me fuera, se la entregara al chico de la mesa de al lado. Me dijo que así lo haría, por lo que, como tantas otras veces, abandoné la cafetería sin decir nada.

      Estuve toda la tarde pendiente del móvil. Cada vez que sonaba para indicarme que había recibido un mensaje, lo consultaba ansiosa esperando que fuera él. Al día siguiente cogimos el avión. Tras aterrizar tuve el pálpito de que, cuando volviera a habilitar el wifi, tendría una llamada perdida o algún wasap suyo, pero tampoco hubo suerte.

      Después de varios días sin saber nada de él, confié en que el jueves llamaría a nuestra hora habitual de vernos. Me quedé a solas en la habitación del hospital, y estuve de tres a tres y media de la tarde mirando el móvil mientras deseaba con todas mis fuerzas que sonase. Pero nunca sonó.

      Soy una romántica, pero la vida no es un cuento de hadas y mi príncipe azul no había querido enfrentarse al dragón ni subir a mi torre a rescatarme. Pasaron los meses y me centré en mi recuperación, pero, cada jueves al mediodía, mi frágil corazón me recordaba que él no había llamado.

      Estoy cruzando el semáforo y me dispongo a entrar al sitio que durante tantos jueves fue mágico para mí. Mentiría si dijese que estoy tranquila, ya que, aunque es improbable que él siga acudiendo allí, la posibilidad de su presencia tampoco sería tan descabellada.

      Mis ojos se han encontrado con los suyos nada más abrir la puerta.

      En ese instante, he sentido como si se congelara el tiempo, como si la Tierra dejara de girar y un observador superior a todos y a todo pulsase el botón de pausa en su mando a distancia. Con la sensación de moverme a cámara lenta y con cierta dificultad, me he sentado en la mesa de al lado y he hecho como si estuviera consultando ese móvil que nunca sonó. Cuando levanto la vista, él está de pie, justo delante de mí, preguntándome con una voz que hasta ahora desconocía:

      –¿Me puedo sentar contigo?

      Entrenador Norman: «El rival nos presionará y sufriremos marcajes muy pegajosos, pero es importante mantener siempre la cabeza fría».

      82. Diego. Encantado de conocerte

      Son tantas las anécdotas que he vivido desde que trabajo como camarero que podría estar hablando durante horas sobre ellas. Una de las más reseñables es, sin duda, la de los dos tortolitos que coincidían cada jueves y se miraban el uno al otro sin dirigirse la palabra.

      Podría haberle entregado la nota tal y como ella me pidió, pero mi curiosidad me llevó a leer el texto que había escrito. Decía que se mudaba al extranjero y que iba a estar mucho tiempo fuera. También incluía su número de teléfono y un ridículo «¡Llámame!».

      Rompí la nota y la tiré a la basura. Os estaréis preguntando por qué me tomé una licencia que no me correspondía, y, en cierto modo, tenéis razón, pero sentí que ese chico iba a pasarlo muy mal con la separación, la distancia… Sufrí en mis propias carnes un desengaño amoroso muy fuerte cuando me dejaron plantado en el altar, y eso no se lo deseo a nadie. Pensaba que, pasados unos días, el chaval la olvidaría y que, en el fondo, le estaba haciendo un favor ahorrándole un disgusto. El problema es que ha seguido viniendo todos los jueves, tan puntual como un reloj suizo.

      Unos meses después de que ella se marchara, el chico se acercó a la barra para preguntarme por la chica que se solía sentar en la mesa de al lado, describiéndomela a la perfección. Quería saber si quizá había dejado de venir los jueves a las tres para empezar a hacerlo en otro momento. Dudé si contarle la verdad. De hecho, cada vez que le veía aparecer en la cafetería tenía remordimientos de conciencia por haber actuado como lo hice, pero la nota ya no existía y, como es lógico, no recordaba el número de teléfono. Confesarlo todo solo habría provocado su ira y que aumentase su dolor, así que le dije que sí me acordaba de la chica, pero que no había vuelto a verla desde entonces.

      Han pasado casi dos años y, como cada jueves, el chico está sentado observando quién entra y quién sale del local; solo que, en esta ocasión, ella también acaba de hacer acto de presencia. Tras unos segundos de indecisión, él se ha acercado hasta su mesa y ella ha accedido a que se siente.

      Al poco de comenzar a charlar, ambos se han vuelto hacia mí con el ceño fruncido. Me imagino que acaba de salir a relucir el tema de la nota. Cuando me dispongo a ir a disculparme con alguna excusa inventada, un cliente que llevaba un buen rato sentado en un taburete de la barra se pone en pie para decirme:

      –Escúchame con atención y no hagas ningún movimiento extraño. Tengo una pistola apuntándote que asoma en el bolsillo de mi chaqueta. –Confirmo echando un vistazo que lo que dice es cierto–. Esto no es ningún atraco y nadie tiene por qué salir herido si haces lo que a continuación te voy a decir. Mueve la cabeza afirmativamente si me estás entendiendo.

      Pese a haber quedado paralizado por el miedo, consigo mover la cabeza en señal de asentimiento.

      –He comprobado que estás tú solo haciéndote cargo de la cafetería. Quiero que te acerques uno por uno a los clientes para invitarlos, con amabilidad, a abandonar el establecimiento. Alegarás que un familiar ha sufrido un accidente de tráfico y tienes que ir al hospital. Harás eso con todos, excepto con la chica de la camisa roja y su amigo. Para evitarte la tentación de hablar más de la cuenta o pedir ayuda, yo te acompañaré. Cuando solo quedemos dentro de la cafetería la parejita, tú y yo, bajarás la persiana exterior de la puerta y esperarás nuevas instrucciones. Ahora vamos a comenzar a desalojar esto, empezando por el cuarteto de jubilados del fondo. Recuerda que debes sonar convincente. Que te vean alterado puede entrar dentro de lo normal dadas las circunstancias, pero no quiero que te salgas ni una coma del guion si no quieres provocar un baño de sangre.

      Por el relajado tono de voz que utiliza y su actitud, algo me dice que el hombre que tengo delante es de esos que cumplen sus amenazas y a los que no les tiembla la mano a la hora de apretar el gatillo. Me dirijo hasta el grupo situado en la última mesa, trago saliva y les cuento, como buenamente puedo, la historia del accidente y que, por tanto, debo proceder al cierre.

      –Esperemos que no sea nada y se quede todo en un susto –comenta el más mayor, mientras se levanta de la silla.

      Antes de pasar a la mesa siguiente, el hombre del revólver, que ha permanecido en todo momento a mi lado, me susurra un escueto «Bien», que no sé si me tranquiliza o me perturba más aún.

      Repetimos la misma operación con otras tres mesas y luego nos acercamos a la barra, donde dos mujeres hablan despreocupadas entre ellas. Nadie me pone ninguna pega para pagar sus consumiciones y abandonar el local. Nuestra última parada es Tomás, un cliente habitual, al que conozco desde hace tiempo, por lo que tiene confianza suficiente conmigo como para preguntarme:

      –Diego, lo siento. Si no es indiscreción…, ¿cómo ha ocurrido? ¿Y a quién?

      –Mi primo ha sufrido un accidente de coche y está grave en el hospital. Aún no sabemos mucho más; por eso tengo que cerrar –balbuceo con cara de «No sigas preguntando».

      –Ojalá se recupere, Diego. Me debes una caña, que esta la tengo sin empezar.

      –Gracias, Tomás. Eso está hecho.

      Cuando nos quedamos los cuatro solos, y siguiendo las instrucciones recibidas con anterioridad, bajo la persiana metálica para impedir que nadie más pueda acceder a la cafetería. En ese momento, mi amenazador acompañante saca el arma de su bolsillo.

      –Por favor, os ruego un poco de atención –exclama alzando la voz, lo cual consigue que al instante nuestras seis pupilas se claven en su pistola–. Mónica, encantado de conocerte.

      Entrenador Norman: «Encajar un gol a las primeras


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