Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


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como bien sabréis por las películas y series de abogados (esto sí coincide allí y aquí): «No se puede juzgar a una persona dos veces por el mismo delito». De todos modos, trataré de conseguir mi propia absolución sembrando en vosotros la semilla de la duda razonable.

      El mundo es ahora un poco peor que ayer, ya que he contribuido a que un maltratador reincidente vuelva a estar en la calle. Por otra parte, el mundo también es un poco mejor, ya que he puesto mi granito de arena para que el sistema judicial continúe funcionando correctamente.

      ¿Puede ser el mundo peor y mejor a la vez? La paradoja de Schrödinger plantea un sistema formado por una caja cerrada y opaca con un gato en su interior, una botella de gas venenoso y un dispositivo con una sola partícula radiactiva con una probabilidad del 50 % de desintegrarse en un tiempo dado, de manera que, si la partícula se desintegra, el veneno se libera y el gato muere. Al terminar el tiempo establecido, la probabilidad de que el dispositivo se haya activado y el gato esté muerto es del 50 %, mientras que la probabilidad de que el dispositivo no se haya activado y el gato esté vivo tiene el mismo valor. Según los principios de la mecánica cuántica, el gato está vivo y muerto a la vez. Solo si levantamos la caja para observar, podremos comprobar el estado del gato…, pero no seré yo quien lo haga. En mi caso, la curiosidad no mató al gato, ya que nunca pregunto a mis clientes si son culpables o inocentes. Porque no me dirían la verdad y porque, en el fondo, tampoco me interesa. Mi ingrata y poco reconocida labor es ofrecer, siempre y en cualquier circunstancia, la mejor de las defensas posibles.

      Existe otro felino que me interesa bastante más que el de Schrödinger: aquel que tenía atemorizados a toda una comunidad de ratones, incapaces de salir de la ratonera para conseguir comida debido a la inquietante presencia del malvado gato. Así que decidieron que sería una buena idea, para enterarse de cuándo se acercaba el minino, colocarle un cascabel. Pero… ¿quién le pone el cascabel al gato?

      Mientras vosotros, roedores temerosos, bajáis la cabeza esperando que otro se presente voluntario, soy yo la que da un paso al frente y, mirándole a los ojos al destino, afirmo con rotundidad:

      –Lo haré yo.

      (Se levanta la sesión).

      Entrenador Norman: «En todos los partidos hay imprevistos, pero, pase lo que pase, nunca bajéis los brazos».

      87. Diego. Blanca y radiante

      Enfundado en un elegante chaqué y más tenso que nervioso, voy saludando a los familiares y amigos que poco a poco van acercándose a la iglesia.

      Julia y yo nos conocimos en el instituto y, desde entonces, hemos permanecido juntos en una carrera libre de obstáculos, salvo por los pequeños desencuentros provocados por la convivencia. Ninguno de los dos somos cariñosos, románticos o de decirnos «Te quiero», pero, después de casi media vida compartiéndolo todo, nos conocemos tan bien que tengo muy claro que, mientras el cuerpo aguante, seremos inseparables compañeros de viaje.

      Si no nos decidimos a casarnos antes fue por pereza. Tanto la que va a ser mi esposa como su familia son creyentes, por lo que firmar un papel en el ayuntamiento y realizar después un pequeño convite junto a nuestros más allegados no entraba dentro de sus planes. La organización de una boda por todo lo alto para ciento sesenta invitados puede llegar a ser muy estresante. Lo sabíamos antes de comenzar con los preparativos y, meses después, se han cumplido todas nuestras expectativas.

      A las doce en punto entro a la iglesia agarrado del brazo de mi madre, mientras un cuarteto de cuerda interpreta la Marcha nupcial de Mendelssohn. De haber sido todo menos protocolario y encorsetado, me habría gustado que sonara La marcha imperial, de La guerra de las Galaxias, saga de la que soy fan desde niño. Pero viendo cómo iba creciendo la ceremonia en cuanto a solemnidad, no me atreví siquiera a plantearlo.

      Una vez dentro, saludo al cura y permanezco en pie mirando hacia la puerta por donde, de un momento a otro, aparecerá la novia. Blanca y radiante. Julia es puntual rozando lo obsesivo, pero, si hay un día en el que está bien visto llegar unos minutos tarde, es precisamente hoy. Veinte minutos después, comienzan las miradas entre todos los presentes, mientras unos y otros alzamos los hombros dando a entender que no sabemos nada. El murmullo en la iglesia va subiendo de volumen hasta el punto de que el cura tiene que dirigirse al micrófono para pedir un poco de silencio.

      Son las doce y treinta y cinco. Ha pasado algo. Abandono mi posición para hablar con la madre de Julia, pero ella tampoco entiende qué es lo que está sucediendo. Llamo por teléfono a su móvil, a casa y al hotel donde vamos a pasar la noche de bodas, pero no obtengo ninguna respuesta. Localizo el número de teléfono de la empresa que nos ha alquilado el Rolls-Royce que iba a llevarla a la iglesia. Desde la centralita, me dicen que el chófer ha ido a buscar a Julia y a su padre, a la dirección y la hora indicadas, pero allí no había nadie esperando.

      Empiezo a pensar que no va a venir. Ayer por la noche discutimos. Las ganas de que todo salga perfecto y algunos flecos aún por ultimar, unidos a dos caracteres fuertes, prendieron una mecha que al final quedó reducida a cenizas tras varios reproches y alguna que otra salida de tono. Esta mañana la he notado un poco fría y distante, pero lo he achacado al nerviosismo. Nos hemos despedido con un beso…, que solo espero que no sea el de Judas.

      A la una menos cuarto entra en la iglesia el padre de Julia y me lleva a un apartado para decirme, un tanto avergonzado, que hay que suspender la boda porque su hija no va a venir. También me entrega un sobre en el que hay una carta manuscrita que lo explica todo.

      La noticia comienza a correr como la pólvora. Las caras de asombro e incredulidad son el denominador común en muchos de los invitados, que no terminan de asimilar que deben marcharse a casa. Algunos miembros de la familia de Julia se acercan a mí para despedirse y darme unos ánimos que suenan a pésame. Otros directamente desaparecen. Mi familia y amigos también vienen a apoyarme en este duro momento. Estoy tratando de mantener la compostura mostrándome sereno, pero una risa nerviosa acompañada de un lacónico «Son cosas que pasan» no hacen otra cosa que demostrar que estoy a punto de venirme abajo y romper a llorar.

      Poco después, ya no aguanto más y salgo corriendo hacia el interior de la iglesia. Necesito estar solo y me encierro en la sacristía. Abro el sobre y comienzo a leer la carta:

      Hola, Diego:

      Antes de nada, te pido disculpas por haber permitido que hayamos llegado hasta este punto y no haberlo frenado antes. Me he visto en un callejón sin salida y no he tenido el coraje suficiente para, al menos, dar la cara. Entendería que no me perdonases.

      Todo esto me ha venido grande, la presión ha podido conmigo y las dudas me están carcomiendo. ¿Lo que sentimos es amor? ¿O es solo comodidad en la rutina? ¿Es esto lo que quiero para el resto de mi vida?

      Como química que soy, ya sabes que suelo llevar todo a mi terreno… Tú y yo somos dos reactivos acostumbrados a estar juntos, pero al añadir un tercer elemento, en este caso la boda, se ha producido una reacción química y los enlaces entre nuestros átomos se han roto (al menos los míos). Desconozco cómo se reorganizarán y si formarán nuevas sustancias diferentes a las iniciales, pero, ahora mismo, lo único que tengo claro es que necesito tiempo.

      Tiempo para respirar y para pensar. Tiempo para vivir sin ti. Tiempo para echarte de menos.

      Aunque no lo creas, te deseo lo mejor.

      Julia

      No sé desde cuándo, pero estoy llorando desconsoladamente. En ese momento, comienzan a aporrear la puerta.

      –¡Diego! ¿Te encuentras bien?

      Y entonces, empapado en sudor, abro los ojos. Han pasado cuatro años desde aquel fatídico día y aún sigo despertándome sobresaltado en mitad de la noche. Me quedé descompuesto… y sin novia, más hundido que tocado, y decir que lo pasé muy mal es quedarse corto. Los siguientes meses no fueron mejores, ya que, a través de amigos comunes, me enteré de que poco después Julia comenzó a salir con otro chico. El año pasado se casaron y ahora está embarazada.

      Con el tiempo he asimilado que nada perdí porque nada tenía. Solo se trataba de un trampantojo


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