Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


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Me gusta reírme de mí misma.

      93. Me gustan las metáforas.

      94. Me gusta susurrar palabras bonitas al oído.

      95. Me gusta recordar el pasado, vivir el presente y desear el futuro.

      96. Me gustan el «Sí se puede» y el «No me rendiré».

      97. Me gusta reír de pena y llorar de alegría.

      98. Me gusta pensar que cada día es un regalo.

      99. Me gusta la gente que no me mira con lástima, pese a que tengo una enfermedad incurable.

      100. Me gusta vivir.

      Entrenador Norman: «Cuando no tengáis la posesión del balón, solo hay una forma de volver a pasar al ataque: robar».

      85. Víctor. Una tarea imposible

      Desde que trabajo para La Organización, esta es la segunda vez que voy a entrar al despacho del Gran Jefe. Un gorila con cara de pocos amigos, que va armado hasta los dientes, me acaba de cachear de forma exhaustiva. Ahora, estoy esperando en una sala anexa.

      La Organización se dedica a obtener beneficio a través de todo tipo de acciones ilegales. Su estructura piramidal es similar a los rangos en los que están distribuidas las familias de la mafia.

      En la Cosa Nostra, las familias las dirige el don, su mano derecha es el sottocapo y su asesor es el consigliere. Los caporegimi mandan sobre los capodecini, quienes dirigen grupos de diez soldados, que son los matones encargados del trabajo sucio, como vender droga, cobrar dinero o matar. Por último, los asociados son los aspirantes a convertirse en soldados.

      La Organización, en cambio, la dirige con mano de hierro el Gran Jefe. Los llamados segundos, que curiosamente son tres, ejercen de consejeros. Los elegidos son un grupo de seis personas que controlan cada una de las ramas que sustentan la inagotable fuente de ingresos de La Organización: fraude, robo, drogas, apuestas, extorsión y operaciones especiales. Cada elegido tiene bajo su tutela a varios mandos, que, a su vez, cuentan con un grupo de obreros a su disposición.

      Mientras hay quien tiene talento para la música, para la ciencia, para el deporte o para el liderazgo, yo nací con un talento innato para robar. Huérfano de padre y madre, crecí en un hogar de acogida, donde trataron, sin conseguirlo, de que no me separara del buen camino. Comencé robando comida, pero era algo tan sencillo que enseguida busqué nuevos retos. Aún era un adolescente cuando ya era capaz de sustraer dinero y joyas de decenas de formas distintas.

      A los veintitrés años, el robo de un coche de alta gama salió mal –errores de juventud– y estuve a punto de dar con los huesos en la cárcel. Me embargaron todos los bienes que entonces poseía y, gracias a la pericia de mi defensa, me libré de pasar una buena temporada entre rejas. Tuve que volver a empezar de cero, pero mi facilidad para el latrocinio llegó a los oídos de La Organización, que me ofreció un puesto remunerado como obrero. Desde entonces, para ir ascendiendo, he tenido que hacer cosas de las que no estoy para nada orgulloso.

      Ahora, a mis cuarenta y cuatro años, soy uno de los mandos más veteranos de La Organización, pero nunca he tenido la oportunidad de hablar con el Gran Jefe. Los niveles de jerarquía son independientes, de tal modo que los obreros solo tienen contacto con su mando y con otros obreros como ellos, mientras que los mandos solo nos relacionamos hacia arriba con nuestro elegido; de ahí lo extraordinario de la reunión que voy a mantener con el Gran Jefe dentro de unos minutos.

      Estoy nervioso. Mis siempre ágiles manos permanecen ahora sudorosas y agarrotadas en mis bolsillos. El miedo es el principal método que tiene el Gran Jefe para controlar a los suyos.

      Hace unos años un topo de la policía consiguió infiltrarse de incógnito en La Organización, pese a las violentas pruebas de ingreso que siempre incluyen la realización de algún delito de sangre. Poco después comenzamos a sufrir redadas en ciertos lugares que hasta entonces eran secretos. El Gran Jefe reunió un domingo a sus nueve hombres de confianza (los tres segundos y los seis elegidos) y los emplazó a volver a reunirse al día siguiente. Les dijo que investigaran, interrogaran o torturaran si fuese necesario, pero que, por cada día que pasase sin que localizaran al topo, iba a matar a uno de ellos al azar. El Gran Jefe juró que, si alguno de los nueve no se presentaba, lo perseguiría hasta el mismísimo infierno.

      El lunes, acudieron todos a la cita, pero nadie pudo dar un nombre. El Gran Jefe desenfundó su pistola y disparó a quemarropa a uno de sus segundos. El martes, a pesar de los esfuerzos ímprobos de los ocho supervivientes, tampoco dieron con el topo. El Gran Jefe asesinó a sangre fría al elegido encargado de las operaciones de droga. El miércoles, unas horas antes de la convocatoria, el Gran Jefe recibió en sus dependencias una caja que contenía la cabeza del topo, que terminó confesando después de que le hubieran cortado tres dedos de una mano. El Gran Jefe sustituyó a sus dos hombres caídos y bonificó con una generosa paga a todos los que habían perdido alguna parte del cuerpo sin tener que ver con el topo.

      El gorila me invita a pasar. Detrás de una amplia mesa me encuentro a un hombre de unos cincuenta y cinco años, de complexión atlética y con una mirada que transmite violencia y peligro a partes iguales. Me ordena que tome asiento y con una voz áspera me dice:

      –Supongo que tu tiempo es tan valioso como el mío, así que iré al grano. Esta pasada madrugada alguien ha entrado en este despacho y ha conseguido encontrar la caja fuerte que estaba oculta. Pese a ser una de las más seguras del mundo, la ha abierto y se ha llevado un millón y medio de euros en efectivo. Estoy convencido de que ha sido un hombre relacionado con La Organización, alguien que conoce de primera mano la Sede, puesto que ninguna de las entradas ha sido forzada y los cuatro vigilantes nocturnos han sido inducidos al sueño con un potente somnífero. Dado que tu fama te precede y eres mi hombre más apto en lo que a robos se refiere, te encomiendo la tarea de dar con el ladrón. Quiero ser claro en este punto para que luego no haya equívocos. No te estoy pidiendo que lo busques. Te estoy exigiendo que lo encuentres. Mañana, a esta misma hora, quiero el nombre del ladrón. Si no me lo traes, mejor no vengas. ¿Ha quedado claro?

      –Muy claro –respondo a media voz.

      Abandono la Sede caminando con lentitud. Intento que no se note, pero estoy abatido. El Gran Jefe acaba de encomendarme una tarea imposible y, dentro de veinticuatro horas, es muy probable que esté muerto.

      Hace un rato, os he dicho: «Desde que trabajo para La Organización, esta es la segunda vez que voy a entrar al despacho del Gran Jefe». La primera fue precisamente anoche…, para robarle.

      Entrenador Norman: «Escuchadme con el corazón».

      84. Marco. Cuatro líneas blancas

      Quedan tan solo unos minutos para que comience la final y, pese a que, como era de esperar, no voy a salir en el once inicial, ya siento el hormigueo de las grandes citas. He decidido que voy a saborear cada momento, por lo que entrar en el vestuario por última vez antes de un partido oficial me produce una sensación de incomodidad, que se mezcla con una nostalgia anticipada.

      Los aspectos tácticos han sido repasados hasta la saciedad, por lo que el entrenador Norman tratará de motivarnos para que salgamos concentrados desde el arranque del encuentro. Cuando tiene toda nuestra atención, comienza:

      –Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Lo que dentro de un rato seáis capaces de hacer dentro de esas cuatro líneas, lo recordaréis siempre. Ganaréis o perderéis, pero jamás negociaréis con el esfuerzo. Quiero hasta vuestra última gota de sudor. Quiero ver cómo os vaciáis en el campo. Quiero que, cuando el árbitro pite el final, tengáis la sensación de haber dado mucho más que el máximo.

      »Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Lo habéis sacrificado todo por estar aquí y tener la oportunidad de pisar hoy el rectángulo de juego. Tenéis millones en vuestra cuenta bancaria, pero ni siquiera con ellos podéis recuperar todo el tiempo que habéis invertido en aprender, en mejorar y en entrenar hasta la extenuación. Habéis apostado fuerte por este deporte, dedicándole muchos años de vuestra vida. Hoy es el día de recoger la


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