Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


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nunca vuelva a pasar tan cerca.

      »Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Las mismas que van a separar a vencedores y vencidos. Dentro de dos horas, podemos estar llorando en el suelo de impotencia o recogiendo la copa en el palco de honor. El resultado final no depende directamente de nuestro desempeño, ya que existen otros factores que también pueden influir, pero, si somos capaces de ofrecer nuestra mejor versión, si peleamos cada balón dividido como si nuestra vida estuviera en juego, si damos cada pase convencidos de que es la mejor opción, si disparamos a puerta con la confianza de que va a ser gol…, estaremos inclinando poco a poco la balanza para que al final se termine decantando hacia nuestro lado. Dicen que unos días se gana y otros se aprende, ¡pero hoy no queremos aprender nada!

      »Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Las mismas que lo hacían cuando, siendo unos niños, comenzasteis a dar patadas al balón. Entonces os imaginabais disputando finales en grandes estadios y ante miles de espectadores. ¡Ese sueño recurrente de vuestra infancia es hoy! ¡Ese sueño es ahora! ¡Soñad despiertos! ¡Pero no despertéis hasta estar seguros de haberos dejado el alma ahí fuera! Disfrutadlo. Os quiero a todos.

      Cuando el entrenador Norman finaliza, rompemos en aplausos y gritos de ánimo mientras nos dirigimos hacia el túnel de acceso al terreno de juego.

      Espoleados por el discurso, estamos disputando una excelente primera media hora, en la que nuestro rival apenas ha sido capaz de dar cuatro pases seguidos, mientras que nosotros ya hemos dispuesto de hasta tres ocasiones claras de gol.

      En el minuto 34, tras una buena jugada colectiva, inauguramos el marcador mediante un potente cabezazo. Se suceden los abrazos y la explosión de alegría es tremenda, pero aún queda mucho partido por delante y lo último que debemos hacer es caer en la relajación.

      Ver los partidos desde el banquillo siempre me ha puesto más nervioso que jugarlos. Sé que soy uno de los focos de atención de la final, por lo que intento transmitir tranquilidad, pero la procesión va por dentro. A escasos metros de nosotros, el cuarto árbitro levanta el cartel de un minuto de descuento. Cuando parecía que ya no había tiempo para más, nos sorprende un balón en profundidad y nuestro portero no tiene más remedio que salir fuera del área llevándose al delantero por delante.

      Tarjeta roja.

      Las miradas se dirigen al portero suplente, que, de inmediato, se levanta para realizar primero unas carreras y luego unos estiramientos. Nada más producirse el obligado cambio, el portero coloca la barrera para el libre directo. Si la expulsión ha sido un mazazo, ver como el balón entra por la escuadra es como una puñalada al corazón. El árbitro decreta el final de la primera parte y, cabizbajos, enfilamos el camino a los vestuarios.

      El entrenador Norman toma la palabra. Cuando él habla, todos escuchamos.

      –En esta ocasión seré breve. Tras un magnífico primer tiempo, hemos cometido un despiste defensivo que nos ha condenado al uno a uno y, lo que es peor, a contar con un hombre menos a partir de ahora. No os diré aquello de «Si luchas, puedes perder; si no luchas, estás perdido», porque, además de una obviedad, os conozco bien y sé que tengo a diez gladiadores dispuestos para la más grande de las batallas. Prefiero la frase: «Lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad». Tenéis cuarenta y cinco minutos para ser eternos. ¡Aprovechadlos bien!

      Ya estamos en el minuto 60. A pesar de la inferioridad numérica y de que estamos consiguiendo mantener el empate, las sensaciones no son buenas. Nos dominan y, a base de acumular efectivos atrás, somos capaces de defendernos con cierta solvencia, pero estamos muy encerrados y nos cuesta demasiado pasar de medio campo. Me mandan salir a calentar. El público de esa zona, que pertenece a nuestra hinchada, se vuelve completamente loco al verme trotar por la banda, y no tarda mucho en entonarse, en gran parte del estadio, el cántico que me ha perseguido desde que inicié mi carrera como goleador: «¡Maaaaaarco, Maaaaaarco!». La adrenalina se me dispara. Llevo tres años esperando este momento. Es una lástima que mis opciones de jugar sean tan remotas. El partido requiere de un elevadísimo despliegue físico, que es la antítesis de lo que yo podría ofrecer al equipo.

      En el minuto 77 se produce el desastre. Peinan hacia atrás un centro lateral y su media punta remata a placer en el segundo palo. Ellos lo celebran con júbilo, mientras que nosotros, desolados y sin apenas combustible en el depósito, nos animamos unos a otros para tratar de levantar nuestra alicaída moral.

      Aún no he digerido el gol en contra cuando veo al entrenador Norman haciéndome gestos ostensibles con las manos para que me acerque hasta él.

      –¿Estás preparado para jugar?

      Noto como el corazón se me sale del pecho.

      –No puedes imaginar cuánto.

      Entrenador Norman: «Es mejor probar suerte y chutar desde fuera del área que dar un mal pase».

      83. Mónica. ¡Llámame!

      No pretendo aburrir con tecnicismos médicos, así que solo os contaré que hace tres años, cuando tenía dieciocho, me diagnosticaron una rarísima afección que solo padecen una de cada cien mil personas y que a día de hoy no tiene cura. Los médicos me dieron una esperanza de vida cercana a los cinco años. Suelo decir, para desdramatizar, que tengo un corazón con una capacidad de amar demasiado grande.

      Hace dos años nos informaron de que en un hospital de Múnich se había iniciado un programa, basado en una nueva medicación, para tratar de curar cardiopatías como la mía. El desembolso económico necesario era muy elevado, por lo que mi madre buscó ayudas en distintas fundaciones y abrió una cuenta corriente para que todo aquel que quisiera ayudarnos pudiera hacerlo. Conseguimos el dinero, mi madre pidió la excedencia y nos mudamos a Alemania.

      Los primeros meses fueron muy ilusionantes. No sabíamos cómo iba a reaccionar mi corazón a la medicación y, pese a que nos avisaron de que era un proceso largo y complicado, la esperanza siempre te hace agarrarte a cualquier posibilidad de cura, por pequeña que sea. Como, de momento, mi enfermedad sigue siendo asintomática, el proceso de tomar los fármacos y pasar a observación siempre era el mismo y, con el paso del tiempo, fue haciéndose cada vez más tedioso. Un año después de habernos cambiado de residencia, mi madre tuvo que regresar para comenzar a trabajar de nuevo, ya que se nos estaba acabando el dinero. Yo continué con el tratamiento en Múnich, pero el hecho de pasar tantos días sola, siendo el tiempo un bien tan preciado para mí, estaba minándome la moral.

      El punto de no retorno en el que decidimos que lo mejor era que volviese a casa sucedió hace un par de semanas, cuando los médicos me informaron, tras uno de los habituales controles analíticos, de que, aunque durante unos cuantos meses habían conseguido frenar levemente el desarrollo de mi enfermedad, el avance ahora volvía a ser implacable y no acertaban a ralentizarla de nuevo.

      Mientras estábamos en Alemania, nos enteramos de que un hospital de Boston había llevado a cabo un doble trasplante de corazón y médula ósea, lo cual, combinado con un nuevo fármaco aún en fase de experimentación, podría ser la solución a mi afección.

      Ahora mismo no tenemos fondos suficientes para poner rumbo a la costa este de Estados Unidos, así que hemos dejado Boston en la recámara y, de momento, estoy readaptándome a lo que eran mis antiguas rutinas y horarios. Hoy, como solía hacer cada jueves, he ido a la piscina a nadar, y ahora me dirijo a la cafetería de enfrente para tomar un zumo de naranja.

      Allí comenzó todo. Me solía sentar a leer durante media hora y, concentrada en el libro, no ponía demasiada atención al entorno, hasta que un día me percaté de que un chico me miraba. No era una mirada de deseo, sino más bien una mirada limpia que me transmitía mucha ternura. Un chico, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni rubio ni moreno, ni gordo ni flaco, en el que no me habría fijado en otra circunstancia, empezó a atraerme solo porque noté con claridad que yo le gustaba.

      Pasaron las semanas y ya ni siquiera era capaz de leer dos páginas seguidas. Como estaba más pendiente de él que de la trama, decidí dejar el libro en casa. Nos gustábamos. Mi sexto sentido no me suele fallar en estos temas, pero no me decidía a dar el paso de acercarme


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