Las aristas de la muerte. Aitor Castrillo

Las aristas de la muerte - Aitor Castrillo


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causado extrañeza.

      –¿Por qué dices «Podríamos»?

      –Es una larga historia con final incierto; quizá te la cuente en otro momento. ¿Tú también estudias?

      Tras tomar nota mental para indagar sobre eso en el futuro, he contestado:

      –Terminé el año pasado Matemáticas y ahora soy profesor.

      –¿Y eres feliz?

      Reconozco que la pregunta me ha pillado desprevenido.

      –Sí. ¿Acaso no te lo parezco?

      –Pensaba que, al ser matemático, igual tenías demasiados problemas –ha afirmado, traviesa, arrugando la nariz de forma divertida.

      –Uffff…, ese chiste ha sido muy malo –le he dicho tras una sonora carcajada.

      –Lo sé, pero me ha gustado mucho que dijeras que eres feliz –me ha respondido abriendo mucho esos dos faros verdes que tiene por ojos.

      –Mi felicidad ha crecido de modo exponencial los últimos minutos.

      –No está bien generar demasiadas expectativas, así que te insto a que rebajes el crecimiento de tu felicidad de exponencial a aritmético –me ha replicado con tono de marisabidilla.

      –¿Has dicho «te insto»? ¿Te gustan las matemáticas?

      –No especialmente, pero algo de lo aprendido siempre queda. Y sí…, he dicho «te insto». Me gusta hablar bien. Te insto a ti también a expresarte con propiedad.

      –Estudiaré con detenimiento tu instancia. ¿Y tú? ¿Eres feliz? –le he preguntado.

      –Sí. Más feliz que ayer pero menos que mañana…, si es que hay un mañana –ha afirmado agachando la cabeza y desprendiendo una casi imperceptible aura de tristeza.

      El supuesto con el que ha cerrado la frase me ha descolocado y me gustaría que lo aclarase.

      –¿Y por qué no iba a haberlo?

      En ese preciso momento, como si hubiese estado escuchando nuestra conversación, un señor de mediana edad, bien vestido y con un revólver en la mano, ha levantado la voz y ha dicho:

      –Por favor, os ruego un poco de atención. Mónica, encantado de conocerte.

      Debería haber sentido pánico, ya que nunca había visto a nadie desenfundando una pistola en mi presencia, pero mi cabeza estaba en otro sitio.Ella se llama Mónica. Podría haberse llamado de cualquier otro modo, que me habría dado lo mismo, pero se llama Mónica y tenemos una muy buena complicidad.

      El tipo del revólver interrumpe de pronto mis pensamientos.

      –Mónica, vas a venir conmigo y te vas a subir en la furgoneta que está aparcada frente a la cafetería, pero antes vas a quitarte la ropa y te pondrás la que contiene esa bolsa –ordena señalando la que antes ha dejado bajo la barra–. Coge la bolsa y comienza a desvestirte.

      Mónica se queda bloqueada y en un primer momento no reacciona, pero luego, percatándose de lo delicada que es su situación, empieza a desabrocharse los botones de su camisa roja. También se quita los zapatos y el pantalón. Ahora se encuentra a mi lado en ropa interior, mientras busca, dentro de la bolsa, lo que ha de ponerse. No quiero perderla de nuevo. No puedo soportarlo más y un grito rotundo e imperativo me sale de la garganta.

      –¡Si vas a llevártela, tendrás que llevarme a mí también!

      Apenas consigo terminar la frase, siento como la culata de la pistola me impacta contra la boca con mucha violencia. A pesar de un intenso dolor, del sabor metálico de la sangre y de un ligero mareo, noto la fría punta del revólver en la sien, y oigo una voz tranquila y serena que me dice:

      –Héroe, una jodida palabra más, tan solo una, y te mando al otro barrio. Y tú, Mónica, ¿qué haces tumbada en el suelo? Levántate y vístete de una puta vez.

      En ese momento, moviendo la lengua en el interior de la boca, noto que me faltan varios dientes, que habían salido despedidos ante el tremendo impacto. Se me han quitado las ganas de hablar de nuevo, pero tengo que hacer algo. Somos dos rehenes…, rehenes del amor. Vaya donde vaya, tengo claro que quiero estar con ella.

      Mientras me exprimo el cerebro en busca de alguna solución, veo que, debido a la distracción generada por el golpe, el tipo de la pistola ha dado la espalda al camarero. El mismo que no quiso entregarme la nota que podría haberme ahorrado tanto sufrimiento se acerca ahora hasta nosotros, poco a poco y sigilosamente. Con el dedo índice en los labios, me pide que guarde silencio y no revele su posición. En la otra mano lleva una botella de ginebra, destinada a estrellarse en el cráneo de nuestro secuestrador.

      Entrenador Norman: «No tengáis miedo a meter la pierna. Quiero que lo deis todo en el campo. ¡Sangrad sudor! ¡Sudad sangre!».

      78. Diego. Nueve pasos

      Nueve pasos, apenas seis metros. Esa es la distancia que me separa de mi objetivo: un trayecto tan corto y a la vez tan largo. No sé por qué lo estoy haciendo. No sé por qué me dirijo a estamparle una botella en la cabeza a un hombre que tiene una pistola y que le acaba de dar un escalofriante golpe al chico enamorado que viene cada jueves a esperar a su hasta hoy ausente damisela. No sé por qué estoy arriesgándolo todo, cuando podría sobrevivir sin hacer absolutamente nada.

      Ocho pasos. Quizá lo esté haciendo porque siempre he sido un espectador pasivo de mi propia vida. Un protagonista indirecto de la mayoría de cosas que me suceden. Un actor secundario incapaz de generar tramas que susciten interés. Un figurante sin texto. Un extra que se deja llevar y hace siempre lo que toca. Pero acabo de decir basta. He obedecido bajo coacción y le he ayudado a vaciar la cafetería, pero, ahora que me ha perdido de vista durante unos segundos, tengo una oportunidad de ser valiente y tomar las riendas de mi destino.

      Siete pasos. Haciendo un paralelismo con el universo de Star Wars, me identifico con el personaje de Anakin Skywalker. El día que me dejaron plantado en mi propia boda supuso un viaje sin retorno hacia el reverso tenebroso de la fuerza. Mi carácter se avinagró y me convertí en una especie de Darth Vader venido a menos. He ejercido de villano desde entonces, pero, aunque no estemos en la Estrella de la Muerte ni esté empuñando un sable láser, si consigo reducir a nuestro particular emperador Palpatine, obtendré la redención que necesito y una paz interior que desde hace mucho tiempo me es esquiva.

      Seis pasos. El chico, que sigue teniendo la punta de la pistola en la cabeza, está buscando con la mirada sus dientes perdidos en el suelo. Acaba de percatarse de que estoy avanzando hacia ellos. Mediante gestos, le digo que permanezca en silencio y no me delate. Si nuestro captor se gira en este momento y me ve dirigirme hacia él con una botella en la mano, es muy probable que me dispare. Con suerte, la bala perforaría una parte no vital de mi cuerpo; con menos fortuna, el tiro sería mortal y podrían escribir en mi lápida: «Diego, casi tan valiente como estúpido».

      Cinco pasos. Esta travesía hacia lo desconocido quizá también me podría servir para olvidar para siempre a Julia. Ella prefirió tomar otro camino y me dejó abandonado en la cuneta, pero algo de ella aún permanece en mí. Cuatro años después, ella sigue siendo una espina punzante que me atraviesa la garganta y cuyo pinchazo siento cada vez que trago saliva. Su recuerdo es un fantasma omnipresente que todo lo tiñe de amargura. Por más que busco la manera de arrinconarla en el cajón de los objetos perdidos, Julia siempre vuelve a mí. Disfrazada de anécdota. Camuflada en una canción. Oculta bajo la manta de lo cotidiano.

      Cuatro pasos. Ya he recorrido más de la mitad del camino. El tipo de la pistola observa a la chica con detenimiento mientras esta se pone la ropa. La botella que llevo en la mano derecha cada vez me resulta más pesada. Tengo dudas de si, llegado el momento, seré capaz de utilizarla, porque, salvando las peleas de niños en el colegio, nunca he agredido a nadie. Pero ya no hay vuelta atrás. No hay forma de detener la bola de nieve que desciende por la ladera y que no hace sino aumentar de tamaño, provocando que también se incremente su velocidad. Cuando llegue hasta su espalda tendré que elegir: pegar


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