El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
todo esto os podrá hablar mejor que nosotros el santo asceta dentro de unos instantes".
Entonces los mercaderes se apresuraron a descargar el mulo, abrieron el cajón, y presentaron al santo asceta ante los dos hermanos. Y apareció tan negro como una cañafístula, por lo mucho que había enflaquecido y se había arrugado, y llevaba en la piel las cicatrices de los latigazos, que parecían huellas de cadenas hundidas en la carne. Al verlo (¡en realidad era la vieja Madre de todas las Calamidades!), los dos hermanos se convencieron de que tenían delante al más santo de los ascetas, sobre todo cuando vieron que su frente brillaba como el sol, gracias al ungüento misterioso con que se había untado la piel. Y adelantaron hacia la vieja maldita, y le besaron fervorosamente las manos y los pies, pidiéndole su bendición, y hasta se pusieron a sollozar, por lo mucho que les conmovían los padecimientos sufridos por la que creían que era un santo asceta. Entonces la Madre de todas las Calamidades les hizo seña de que se levantaran, y les dijo: "¡Cesad de llorar, y oíd mis palabras!" Los dos hermanos obedecieron en seguida, y ella dijo:
"Sabed que en lo que se refiere a mi persona, me someto a la voluntad del Señor, puesto que los males que me envía no son más que pruebas a que someto mi paciencia y mi humildad. ¡Sea bendito y glorificado!
Porque el que no sabe soportar las pruebas del Muy Bueno, no llegará nunca a gustar las delicias del Paraíso. Y si ahora me alegro de verme libre, no es porque se hayan acabado mis sufrimientos, sino por verme junto a mis hermanos los musulmanes y porque confío en morir entre los guerreros que luchan por la causa del Islam. ¡Y los creyentes que sucumben en la guerra santa no mueren, pues su alma es inmortal!"
Entonces los dos hermanos volvieron a besarle las manos fervorosamente, y quisieron ordenar que le dieran de comer, pero ella se negó. Y les dijo: "Estoy ayunando desde hace quince años. Ahora que Alah me ha otorgado tantas mercedes, no he de ser tan impío que corte mi ayuno y mi abstinencia, pero acaso al ponerse el sol tome un bocado".
Al oír esto ya no insistieron más, pero al anochecer mandaron preparar manjares y se los llevaron personalmente, pero la maldita se negó otra vez, diciendo: "¡No es hora de comer, sino de rezar al Muy Poderoso!" Y en seguida hizo como que rezaba en medio del mihrab. Y así estuvo orando toda la noche, y lo mismo las dos siguientes. Entonces los dos hermanos sintieron hacia ella una gran veneración, y seguían creyéndola un hombre, tomándola por un santo asceta. Y le dieron una tienda magnífica para ella sola, con servidores especiales y cocineros. Y al tercer día, como insistiera en no probar alimento, fueron personalmente los dos hermanos a servirla, y mandaron traer cuantas cosas agradables podían desear la vista y el alma.
Pero la vieja maldita no quiso tocar nada, y sólo comió un pedazo de pan y un poco de sal. Así es que el respeto de los dos hermanos se acrecentó hasta el límite del respeto, y Scharkán dijo a Daul'makán:
"¡Este hombre ha renunciado a todos los goces del mundo! ¡Si la guerra no me obligase a combatir a los descreídos, me consagraría por completo a su devoción y le seguiría toda mi vida para atraerme sus bendiciones! Pero vamos a rogarle que nos diga algo, pues mañana tenemos que marchar contra Constantinia, y será una buena acción para aprovecharnos de sus palabras". Entonces el gran visir Dandán dijo:
"También quisiera oír a ese santo asceta y rogarle que rece por mí, a fin de que pueda encontrar la muerte en la guerra santa y presentarme al Señor, pues estoy ya cansado de esta vida.
Y los tres se dirigieron hacia la tienda en que estaba la Madre de todas las Calamidades. Y la hallaron sumida en el éxtasis de la oración. Entonces esperaron a que terminase. Pero como después de tres horas de espera, y a pesar de las lágrimas y de los sollozos que les arrancaba su admiración, ella seguía arrodillada y no les hacía el menor caso, se adelantaron humildemente y besaron el suelo. Entonces ella se levantó, les deseó la paz, y les dijo:
"¿Qué venís a hacer aquí a esta hora?" Y ellos contestaron: "¡Oh santo asceta entre los ascetas! hace ya varias horas que estamos aquí. ¿Es posible que no hayas oído nuestro llanto?" Ella repuso: "¡El que se encuentra en presencia de Alah, no puede oír ni puede ver lo que pasa en este mundo miserable!"
Y ellos dijeron: "Venimos, ¡oh santo asceta! a pedirte tu bendición antes del gran combate, y quisiéramos oír de tus labios el relato de tu cautiverio entre los descreídos, a los cuales exterminaremos completamente mañana con la ayuda de Alah". Entonces la maldita vieja contestó: "¡Por Alah! ¡Si no fuerais los jefes de los creyentes, nunca os contaría lo que voy a contaros! Porque las consecuencias de ello con la ayuda de Alah, serán muy ventajosas para vosotros. ¡Escuchad, pues!"
HISTORIA DEL MONASTERIO
"Sabed que he permanecido mucho tiempo en los Santos Lugares, en compañía de hombres piadosos e ilustres, y vivía muy modestamente, sometiéndome a ellos, pues Alah el Altísimo me ha concedido el don de la humildad y la renunciación. Y hasta pensaba pasar el resto de mis días de la misma manera entre la tranquilidad y el cumplimiento de los deberes piadosos y la paz de una vida sin incidentes. Pero no contaba con el Destino.
"Una noche llegué a orillas del mar, que hasta entonces no había visto nunca, y sentí una fuerza irresistible que me impulsaba a andar por encima del agua. Me lancé a ello resueltamente, y con gran asombro mío me sostenía sobre el agua, sin hundirme y sin mojarme siquiera los pies desnudos. Y así estuve paseando por el mar, durante largo rato, después de lo cual me volví a la orilla.
Entonces, maravillado de aquel don sobrenatural que poseía sin saberlo, me enorgullecí, y pensé: "¿Quién como yo puede andar por encima del agua? Apenas había formulado este pensamiento, Alah me castigó por mi orgullo, poniendo en mi corazón la afición a viajar. Y dejé los Santos Lugares. Y desde entonces vagué de aquí para allá, por toda la superficie de la tierra.
"Y hete aquí que un día en que viajaba por el país de los rumís, cumpliendo rigurosamente los deberes de nuestra santa religión, llegué a una alta montaña, en cuya cumbre hay un monasterio cristiano, que estaba bajo la guardia de un monje. Había yo conocido a este monje en los Santos Lugares, y se llamaba Matruna. Así es que apenas me hubo visto, acudió respetuosamente a mi encuentro, y me invitó a descansar. Pero el miserable maquinaba mi perdición, pues cuando entré en el monasterio me hizo seguir una larga galería, al final de la cual se abría una puerta en la oscuridad. Y de pronto me empujó al fondo de aquella oscuridad, tiró de la puerta y me encerró. Y me dejó allí cuarenta días sin darme de comer ni beber, queriendo matarme de hambre, por odio a mi religión.
"Mientras tanto llegó al monasterio de visita extraordinaria el general de los monjes que, según costumbre, iba acompañado de un séquito de diez monjes muy jóvenes y muy lindos, y de una muchacha tan hermosa como los diez monjes. Y esta muchacha iba vestida con un hábito de monje que le apretaba la cintura y hacía resaltar sus caderas y sus pechos. Sólo Alah sabe los horrores que perpetraba aquel jefe de monjes con aquella muchacha, que se llamaba Tamacil, y con sus compañeros los monjes jóvenes.
"El monje Matruna contó a su jefe mi encarcelamiento y mi tortura de cuarenta días de hambre. Y el jefe de los monjes, que se llama Dequianos, le mandó que abriera la puerta y que sacara mis huesos para tirarlos.
Y decía: "¡Ese musulmán debe estar hecho a estas horas un esqueleto tan descarnado, que ni siquiera las aves de rapiña se querrán acercar a él!"
Entonces Matruna y los demás monjes abrieron la puerta, y me encontraron de rodillas, en actitud de rezar. Y al verme, el fraile Matruna exclamó: "¡Ah, qué maldito brujo! ¡Rompámosle los huesos!" Y todos se me echaron encima a palos y latigazos, de tal manera, que creí perecer. Y entonces comprendí que Alah me hacía sufrir aquellas pruebas para castigarme por mi vanidad pasada, pues me había hinchado de orgullo al ver que andaba sobre el agua, cuando no era más que un instrumento en manos del Altísimo.
"El caso es que cuando el monje Matruna y los otros jóvenes, hijos de perra, me hubieron puesto en aquel estado, me encadenaron y me volvieron a arrojar al subterráneo oscuro. Y allí habría muerto de hambre, si Alah no hubiera querido tocar en el corazón a la joven Tamacil, que vino secretamente a darme un pan de cebada y un cántaro