El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

El libro de las mil noches y una noche - Anonimo


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día en que ganaréis el paraíso! ¡Porque el paraíso no se gana más que a la sombra de los alfanjes!"

      Entonces se precipitaron como leones, y aquel día no fué para los cristianos el día de la vejez, pues fueron segados sin haber tenido tiempo para verse encanecer el pelo.

      Pero las hazañas realizadas por Scharkán en aquella batalla superaban a toda expresión. Y mientras destrozaba todo lo que se le ponía por delante. Daul'makán mandó izar el pabellón verde, y quiso lanzarse también a la pelea. Pero Scharkán se acercó velozmente a él, y le dijo: "¡Oh hermano mío! no debes exponerte a los azares de la lucha, pues eres necesario para el gobierno de tu imperio. Así es que desde ahora no me separaré de ti, y me batiré a tu lado defendiéndote contra todos los ataques".

      Y los guerreros musulmanes mandados por el visir y el gran chambelán se desplegaron en semicírculo al ver la señal convenida, y cortaron al ejército cristiano toda probabilidad de salvarse embarcándose en sus naves. De modo que la lucha trabada en tales condiciones no podía ser dudosa. Y los cristianos fueron terriblemente exterminados por los musulmanes, kurdos, persos, turcos y árabes. Y fueron poquísimos los que pudieron escapar. Pues ciento veinte mil de aquellos cerdos encontraron la muerte, y los otros lograron escapar en dirección a Constantinia.

      Esto en cuanto a los griegos del rey Hardobios.

      Pero en lo que se refiere a los del rey Afridonios, que se habían retirado a las alturas seguros del exterminio de los musulmanes, ¡cuál no sería su dolor al ver la fuga de sus compañeros!

      Aquel día, además de la victoria, los creyentes ganaron una enorme cantidad de botín. Se apoderaron de todos los navíos, excepto veinte que pudieron volver a Constantinia para anunciar el desastre.

      Además cogieron todas las riquezas y todos los objetos de valor acumulados en aquellas naves; cincuenta mil caballos con sus jaeces; las tiendas, víveres, armas y una cantidad incalculable de cosas que no podría expresarse en guarismos. Así es que su alegría fué inmensa, y dieron las gracias a Alah por aquella victoria y por aquel botín. ¡Esto en cuanto a los musulmanes!

      En cuanto a los fugitivos, acabaron por llegar a Constantinia con el alma atormentada por el cuervo de los desastres. Y la ciudad quedó sumida en la aflicción, y en todos los edificios y en las iglesias se pusieron colgaduras de luto. La población se sublevó, formando grupos y lanzando gritos sediciosos. Aumentó aquella desesperación al ver que sólo regresaban veinte naves y veinte mil hombre de todo el ejército.

      Entonces la población acusó de traidores a sus reyes. Y la confusión del rey Afridonios fué tan grande, y tal su terror, que la nariz se le alargó hasta los pies, y el saco del estómago se le volvió…

      En este momento de su narración,

      Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

       PERO CUANDO LLEGO LA 93° NOCHE

      Ella dijo:

      La nariz se le alargó hasta los pies, y el saco del estómago se le volvió del revés, y el intestino se le aflojó, y el contenido se le salió. Entonces mandó llamar a la Madre de todas las Calamidades para pedirle consejo acerca de lo que le quedaba que hacer. Y la vieja llegó en seguida.

      Y la Madre de todas las Calamidades, causa real de todas estas desdichas, era una vieja horrorosa, astuta, hecha de maldiciones; su boca era un basurero; sus ojos legañosos; su cara negra como la noche; sarnoso su cuerpo, su cabellera una suciedad; su espalda encorvada y su piel todo arrugas. Una plaga entre las peores plagas, y una víbora entre las víboras más venenosas.

      Y esta vieja horrible pasaba la mayor parte del tiempo en el palacio del rey Hardobios, a causa del gran número de esclavos jóvenes que allí había, tanto varones como hembras.

      Obligaba a los esclavos a cabalgarla; y le gustaba también cabalgar a las esclavas; pues prefería a todo lo del mundo el cosquilleo de aquellas vírgenes y el roce de su cuerpo juvenil con el suyo.

      Era extraordinariamente experta en este arte del cosquilleo. Sabía chuparles como un vampiro las partes delicadas, y titilarles agradablemente los pezones. Y para hacerlas llegar al último espasmo, les estrujaba la vulva con azafrán preparado, lo cual las arrojaba en sus brazos muertas de voluptuosidad. Así es que había enseñado su arte a todas las esclavas del palacio, y en otros tiempos a las doncellas de Abriza, pero no había logrado conquistar a la esbelta Grano de Coral, y también habían fracasado todos sus artificios con la arrogante Abriza, que la odiaba por la fetidez de su aliento, por el olor a orines fermentados que brotaba de sus sobacos y de sus ingles, por el pútrido desprendimiento de sus numerosos pedos, más hediondos que el ajo podrido, y por la rugosidad de su piel, peluda cual la del erizo, y más dura que las fibras de la palmera. Pues bien se le podían aplicar estas palabras del poeta: !Nunca la esencia de rosas con que se humedece la piel, apagará la pestilencia de sus pedos silenciosos!.

      Pero hay que decir que la Madre de todas las Calamidades era generosísima con todas las esclavas que se dejaban conquistar por ella, así como era muy rencorosa con las que se le resistían. Y por haberla rechazado odiaba tanto a Abriza aquella vieja.

      Cuando la Madre de todas las Calamidades entró en el aposento del rey Afridonios, éste se levantó en honor suyo, y lo mismo hizo el rey Hardobios. Y dijo la vieja:

      "¡Oh rey! ahora tenemos que dar de lado a todo ese incienso fecal y a todas las bendiciones patriarcales, que no han hecho más que atraer la desgracia sobre nuestras cabezas. Y pensemos más bien en obrar a la luz de la verdadera sabiduría. He aquí cómo ha de ser esto: los musulmanes se encaminan a marchas forzadas para sitiar nuestra ciudad, y hay que enviar heraldos por todo el imperio invitando a los habitantes a que se reúnan en Constantinia y nos ayuden a rechazar el asalto de los sitiadores. ¡Y que lo soldados de todas las guarniciones se apresuren a venir a encerrarse en estos muros, ya que el peligro es apremiante!

      "En cuanto a mí, ¡oh rey! déjame obrar, y pronto la fama hará llegar hasta ti el resultado de mis artificios y el éxito de mis fechorías contra los musulmanes. En este momento me voy de Constantinia. ¡Y que el Cristo, hijo de Mariam, te tenga en su guarda!"

      El rey Afridonios se apresuró a seguir los consejos de la Madre de todas las Calamidades, que, como había dicho, salió de Constantinia.

      Ahora bien; he aquí la estratagema imaginada por aquella vieja tan astuta: salió de la ciudad con cincuenta de los mejores guerreros, que conocían la lengua árabe, y su primera diligencia fué disfrazarlos de mercaderes musulmanes. Llevó consigo cien mulos cargados de telas preciosas, sedas de Antioquía y Damasco, rasos de reflejos metálicos, brocados preciosos, y muchas otras cosas regias. Y había cuidado de obtener del rey Afridonios una carta a manera de salvoconducto, que decía lo siguiente:

      "Los mercaderes tal y cual son comerciantes musulmanes de Damasco, extraños a nuestro país y a nuestra religión cristiana, pero como han comerciado en nuestro país, y el comercio constituye la prosperidad de una nación y su riqueza, y como no son hombres de guerra, sino hombres pacíficos, les damos este salvoconducto para que nadie los perjudique en su persona ni en sus intereses, y no se les reclame diezmo alguno, ni derecho de entrada ni salida por sus mercancías".

      Y cuando los cincuenta guerreros se hubieron vestido de mercaderes, la pérfida vieja se disfrazó de asceta musulmán, poniéndose un gran ropón de lana blanca; se frotó la frente con un ungüento prepa rado por ella, que le daba un brillo y una radiación de santidad, y después hizo que le ataran los pies de modo que las cuerdas le entraran en la carne hasta hacerle sangre, y dejasen huellas indelebles. Entonces dijo a sus soldados:

      "Ahora tenéis que darme de latigazos, de modo que me queden cicatrices imborrables en mi cuerpo. Y no tengáis ningún escrúpulo, pues la necesidad tiene sus leyes. Y me pondréis en un cajón semejante a esos cajones de mercancías, y lo colocaréis sobre un mulo. Inmediatamente os pondréis en marcha, hasta que lleguemos al campamento de los musulmanes, cuyo jefe es Scharkán. A cuantos quieran cerraros el camino, les mostraréis la carta del rey Afridonios, que os presenta como mercaderes de Damasco,


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