El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
un fresco manantial que estaba próximo.
Pasado un rato, llegaron a una montaña a cuyos pies se extendía un valle cubierto de camellos, camellas, carneros, vacas y caballos; y más allá, en una tienda, estaban unos esclavos que iban armados.
Al verlos, Kanmakán dijo a Sabah:
"¡Quédate ahí! Voy a apoderarme yo solo de todo el rebaño y de esos esclavos". Y dichas estas palabras, puso al galope su corcel, como el rayo súbito de una nube que revienta y se arrojó sobre ellos, entonando este himno guerrero: ¡Somos de la raza de Omar Al-Nemán, de los hombres de grandes designios, de los héroes! ¡Somos señores que herimos en el corazón a las tribus hostiles cuando brilla el día del combate! ¡Protegemos a los débiles contra los poderosos! ¡Las cabezas de los vencidos nos sirven para adornar nuestras lanzas! ¡Guardad vuestras cabezas! ¡He aquí a los héroes, los de los grandes designios, los de la raza de Omar Al-Nemán!
Los esclavos, al verle, empezaron a dar grandes gritos, pidiendo socorro, creyendo que todos los árabes del desierto los atacaban de improviso. Entonces salieron de las tiendas tres guerreros, que eran los dueños de los rebaños; saltaron sobre sus caballos, y se precipitaron al encuentro de Kanmakán, gritando: "Es el ladrón del caballo Katul! ¡Ya es nuestro! ¡Sus al ladrón!"
Oídas estas palabras, Kanmakán les gritó:
"¡Efectivamerite, éste es el propio Katul, pero los ladrones sois vosotros, ¡oh hijos de zorra!"
Y se bajó hacia las orejas de Katul, hablándole para darle ánimos; y Katul brincó como un ogro sobre su presa. Y para Kanmakán la victoria fué un juego, pues al primer bote hundió la punta de su lanza en el vientre del primero que se presentó, y la hizo salir por el otro lado, con un riñón en el extremo. Después hizo sufrir la misma suerte a los otros dos jinetes. Y al otro lado de sus espaldas, un riñón adornaba la lanza perforadora.
Después se volvió hacia los esclavos. Pero cuando éstos vieron la suerte sufrida por sus amos, se precipitaron de bruces al suelo, pidiendo que los dejaran con vida. Y Kanmakán les dijo "¡Id, y sin perder tiempo, llevad por delante de mí ese rebaño, y conducidlo a tal sitio, en donde están mi tienda y mis esclavos!"
Y llevando por delante animales y esclavos, emprendió su camino, alcanzándolo prontamente Sabah, que, según la orden recibida, no se había movido durante el combate.
Y mientras caminaban de tal modo, llevando por delante esclavos y rebaño, vieron elevarse de pronto una polvareda, que al disiparse dejó aparecer a cien jinetes armados a la manera de los rumís de Constantinia.
Entonces Kanmakán dijo a Sabah: "¡Cuida de los rebaños y de los esclavos, y déjame habérmela contra esos descreídos!" Y el beduíno se retiró enseguida, detrás de una colina, sin ocuparse de otra cosa que de vigilar lo que le había encargado. Y Kanmakán se lanzó él solo al encuentro de los jinetes rumís, que le rodearon enseguida por todas partes.
Entonces su jefe, avanzando hacia él, dijo:
"¿Quién eres tú, ¡oh encantadora joven! que sabes regir tan diestramente un corcel de batalla, siendo tus ojos tan tiernos y tus mejillas tan lisas y floridas? ¡Acércate, que te bese los labios, y luego veremos! ¡Ven! ¡Te haré reina de todas las tierras por donde se pasean las tribus!"
Al oír estas palabras, Kanmakán sintió que una gran vergüenza se le subía a la cara, y exclamó: "¿Con quién crees que estás hablando, ¡oh perro, hijo de perra!? Si mis mejillas no tienen pelo, mi brazo, que vas a experimentar, te probará tu error, ¡oh ciego rumí que no sabes distinguir los guerreros de las muchachas!"
Entonces el jefe de los rumís se acercó a Kanmakán, y se cercioró de que en efecto, a pesar de la suavidad y blancura de su tez, y de lo aterciopelado de sus mejillas, vírgenes de vello, era, a juzgar por lo relampagueante de sus ojos, un guerrero difícil de dominar.
Y el jefe le preguntó a Kanmakán: "¿A quién pertenece ese rebaño? ¿Adónde vas tú tan lleno de insolencia y fanfarronería? ¡Ríndete a discreción, o eres muerto!" Y ordenó a uno de sus mejores jinetes que se acercase al joven y le hiciese prisionero. Pero apenas había llegado el jinete cerca de Kanmakán, cuando de un solo tajo de su alfanje le cortó en dos mitades el turbante, la cabeza y el cuerpo, así como la silla y el vientre del caballo. Después sufrieron igual suerte el segundo jinete que avanzó, y el tercero y el cuarto.
Al ver esto el jefe de los rumís ordenó a sus jinetes que se retirasen, y avanzando hacia Kanmakán, le dijo: "¡Tu juventud es muy bella, ¡oh guerrero! y tu valentía la iguala! Pues bien; yo soy Kahrudash, cuyo heroísmo es famoso en todo el país de los rumís, y te voy a otorgar la vida, precisamente por tu valor! ¡Retírate, pues, en paz, porque te perdono la muerte de mis hombres por tu belleza!" Pero Kanmakán le gritó:
"¡Poco me importa que seas Kahrudash! ¡Lo que me importa es que ceses en tu palabrería y vengas a probar la punta de mi lanza! ¡Y sabe también que ya que te llamas Kahrudash, yo soy Kanmakán benDaul-makán ben-Omar Al-Nemán!"
Entonces el rumí dijo: "¡Oh hijo de Daul'makán! ¡He conocido en las batallas la valentía de tu padre! ¡Y tú has sabido unir la fuerza de tu padre a una elegancia perfecta! ¡Retírate, pues, llevándote todo el botín! ¡Así lo quiero!" Pero Kanmakán le gritó: "¡No es mi costumbre, ¡oh rumí! hacer volver las riendas a mi caballo! ¡Guárdate!" dijo, y acarició a su caballo Katul, que comprendió el deseo de su amo, y se precipitó, bajando las orejas y levantando la cola. Y entonces lucharon los dos guerreros, y los caballos chocaron como dos carneros que se cornean o dos toros que se despanzurran. Y varios ataques terribles fueron infructuosos.
Después, súbitamente, Kahrudash con toda su fuerza dirigió la lanza contra el pecho de Kanmakán, pero éste, con una vuelta rápida de su caballo, supo evitarla a tiempo, y girando bruscamente, extendió el brazo, lanza en ristre. Y con aquel bote perforó el vientre del cristiano, haciendo que le saliera por la espalda el hierro chorreando. Y Kahrudash dejó para siempre de figurar entre el número de los guerreros descreídos.
Al ver esto, los jinetes de Kahrudash se confiaron a la rapidez de sus caballos, y desaparecieron en lontananza entre una nube de polvo que acabó por cubrirlos.
Entonces Kanmakán, limpiando su lanza, siguió su camino, haciendo seña a Sabah de que siguiera hacia adelante con el rebaño y los esclavos.
Y después de esta hazaña, Kanmakán encontró a una negra muy vieja, errante del desierto, que contaba de tribu en tribu historias y cuentos a la luz de las estrellas. Y Kanmakán, que había oído hablar de ella, le rogó que se detuviese para descansar en su tienda y le contara algo que le hiciera pasar el tiempo y le alegrase el espíritu ensanchándole el corazón. Y la vieja vagabunda contestó: "¡Con mucha amistad y con mucho respeto!" Después se sentó a su lado en la estera, y le refirió esta Historia del aficionado al haschisch:
"Sabe que la cosa más deliciosa que ha alegrado mis oídos, ¡oh mi joven señor! es esta historia que he llegado a saber de un haschash entre los haschaschín.
"Había un hombre que adoraba la carne de las vírgenes…"
En este momento de su narración,
Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente
PERO CUANDO LLEGO LA 142ª NOCHE
Ella dijo:
"Había un hombre que adoraba la carne de las vírgenes y que no pensaba en otra cosa.
De modo que como esa carne es de precio tan elevado, singularmente cuando es escogida y de encargo, y como no hay fortuna que pueda resistir indefinidamente unas aficiones tan costosas, el hombre consabido, que nunca se cansaba de ellas y se dejaba llevar de la intemperancia de sus deseos -porque solo el exceso es reprensible, acabó por arruinarse completamente.
"Un día en que vestido con un traje todo destrozado y descalzo iba por el zoco mendigando el pan para alimentarse, le entró un clavo en la planta del pie, y lo hizo sangrar abundantemente. Entonces se sentó en el suelo,