Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy
malentendidos, limar asperezas o abrazar a aquellos de los que no pudieron despedirse. No hay ningún dramatismo en sus apariciones. La mayoría de los difuntos conserva un sentido práctico de la vida y procuran dar buenos consejos.
Otra cosa distinta es que se manifiesten durante la vigilia, como Catalina, la cuidadora de la ermita, o mi abuela Úrsula al pie de mi cama en una habitación del Palace, reconozco que para eso no estaba preparada.
Yo no me fío de mi abuela Úrsula. En vida siempre fue muy déspota y muy egoísta y no creo que después de muerta haya cambiado. No me daba consejos, ni malos ni buenos. Y eso que, según aseguraban mis primos, yo era su favorita. Tanto lo decían, que al final llegué a creérmelo. Pensaba entonces, equivocadamente, que la razón de su cariño se debía a que nací en la misma fecha que su hija Maravillas, mi tía, de quien tomé el nombre –nombre que detesto–. Pero ni siquiera esta circunstancia que ella propició –pues a pesar del disgusto y la oposición de mi madre, consiguió ser mi madrina de bautismo– nunca me dedicó muestras especiales de afecto. A mi abuela Úrsula lo único que le importaba en la vida eran sus tres hijos subnormales. Casiano, Bibiano y Maravillas.
Ahora que se ha abierto en mi cerebro el chakra de los recuerdos –eso era lo que decía mi amiga Olga–, la historia de los hijos de Amets está a punto de comenzar. Entre los pliegues y circunvalaciones de mi memoria profunda hay innumerables experiencias que me retrotraen a un pasado y a una infancia de la que siempre he intentado huir, pero que, en este momento de mi vida, es necesario que afronte con esa facultad “meta sensorial” que se me atribuye, incluida Maritxu Guller, y de la sin embargo yo, a pesar de todos los vaticinios, confieso no estar en absoluto segura ni convencida.
De la confusa historia de mi bisabuelo Cecilio Asparren, que emigró a Filipinas en busca de fortuna, y a quién a su regreso, llamaron el Moro, he rescatado la figura de Manay, la niña prostituta que conoció en un burdel de Manila. Por extraño que parezca, ella es el oscuro origen de mi linaje, pues la desgracia que deparó a Cecilio Asparren al contagiarle la sífilis, fue tan fatal como determinante. Mi bisabuelo, pobre, enfermo y estéril a causa de la enfermedad volvió a España y ya en su Navarra natal se casó con Teodora Aranzabal, una mujer entrada en años, beata y apocada, que decidida a tomar los hábitos, no fue aceptada en el convento a causa de su mala salud. El casamiento se llevó a cabo para que Cecilio pudiera adoptar a mi abuelo Graciano, a quien también llamaron el Moro. Esta fue la penitencia que el fraile dominico vasco Herminio Etura impuso a mi bisabuelo al conocer su pecado. Cecilio cumplió su promesa, y junto a Teodora levantaron en Izarra la casa de Amets donde malvivieron y murieron sus descendientes.
Demetrio Araquistain me tendió un papel grueso forrado de plástico amarilleado por los años.
–Esta es Manay –dijo con un gesto oblicuo en los labios– la niña prostituta que Cecilio Asparren conoció en Filipinas.
Me apresuré a recogerlo.
–¡No sabía que existieran fotos suyas! –pero rectifiqué al instante. Lo que tenía entre las manos no era una foto, sino un retrato, un delicado y meticuloso dibujo al carbón levemente coloreado.
–¡Ah! ¡Es un dibujo! –exclamé sorprendida.
El fraile suspiró ordenando el contenido de la carpeta.
–Sí. Lo hizo el hermano Etura...
–No sé si el parecido le hace justicia, pero la técnica y el acabado son excelentes.
El retrato mostraba a Manay de cuerpo entero. Permanecía de pie con expresión solemne al lado de un mueble de caoba con cantos dorados. Como si en aquel instante pudiera ser consciente que posaba para la posteridad. Los pies descalzos, los brazos desnudos, extendiendo las manos abiertas en el aire, detenidas en un movimiento lleno de elegancia y sensualidad. Una leve sonrisa precisaba la belleza de unos pómulos tersos y redondeados que conferían a su gesto un rasgo de orgullo. Era indudable que se sabía hermosa. Llevaba el pelo recogido en un peinado cuajado de abalorios que desvirtuaban la inocente expresión de su rostro. Destilaba una sensualidad aniñada y andrógina, desprovista de lascivia. Su cuerpo delgado permanecía oculto bajo una falda floreada y los infinitos pliegues de una banda multicolor cruzaban su pecho adolescente.
–Parece que lleva un traje tradicional –comenté con aparente indiferencia.
–Es posible. Lo consulté en su momento. Podría ser kalinga, una tribu de la zona montañosa de la isla de Luzón.
–Era muy guapa ¿qué edad podía tener aquí?
–No lo específica, pero mire al dorso del dibujo.
Volví el papel. Había una nota escrita con tinta azul. A pesar de que los perfiles de las letras estaban desdibujados, se leía con facilidad. Decía así: “Quince de mayo de mil novecientos uno. A la muerte de Xiaomei, Manay llega a la ‘casa grande’ convertida en la primera concubina de Liu Xinjiang”.
–Supongo que esta anotación es de Herminio Etura.
–Sí.
Suspiré como queriendo apartar un recuerdo desagradable. Uno de los pocos relatos que mi abuelo Graciano escuchó de boca de su padre, fue la muerte de Zipas, el cortador de cabezas, como le llamaban en la hacienda. Manay lo degolló en el burdel al que solía acudir, aprovechando una de las borracheras del matarife.
–Le confieso que me impresionó mucho conocer su historia. Es increíble que alguien aparentemente tan frágil pudiera cometer tales atrocidades.
Demetrio Araquistain comenzó a frotarse las manos blancas y gordezuelas, parecía deseoso de entrar en materia.
–¿Y cómo han sabido ustedes todo esto?
Negué con rotundidad.
–No crea que estamos tan informados. Lo poco que sabemos es por la gente de Izarra. Según dicen, Cecilio Asparren no se relacionaba con nadie. Fue Herminio Etura quien relató sus andanzas cuando volvió a España. En cuanto a mi abuela Úrsula, probablemente las conocía, pero jamás se molestó en contarlas. Lo que sí sabemos es que Cecilio Asparren se quedó estéril por la sífilis y adoptó como hijo a mi abuelo Graciano. Suponemos que contrajo la enfermedad por... –me detuve intentando encontrar las palabras adecuadas.
–Sí, ya le entiendo –respondió satisfecho, pensando que mi visita solo pretendía saciar una curiosidad inofensiva y pueril.
Le agradecí que me ahorrara los detalles.
–Fueron los viejos de Izarra quienes me hablaron de Manay, pero no creí que todo lo que contaban pudiera ser cierto. Me sigue pareciendo demasiado novelesco.
El fraile adoptó una actitud displicente.
–¿No dicen que la realidad supera a la ficción?
Resultaba un comentario estúpido y simplón, pero asentí como si lo compartiera. Necesitaba ganarme la simpatía y la confianza de aquel hombre que no parecía dispuesto a ocultar lo incómoda que le resultaba mi presencia.
–Sí, tiene razón... Pero, es incomprensible que el hermano Etura pudiera llegar a conocer aspectos y detalles de Manay tan íntimos y personales.
Demetrio Araquistain escuchaba con gesto indiferente como si no fuera la primera vez que le planteaban aquella incógnita.
–Todos nos lo hemos preguntado alguna vez.
–¿Y no han llegado a ninguna conclusión?
Me pareció que por un instante nos miramos fijamente a los ojos.
–No –dijo al fin recogiendo el dibujo que le tendía.
Estaba mintiendo y lo sabíamos los dos. Tenía que jugármelo todo a una carta.
–Perdone, pero no le creo.
Entonces su gesto cambió. Comenzó a observarme de una manera diferente. No iba a soportar la impertinencia de una intrusa. Bastante había hecho con recibirme. A pesar de todo mantuvo la calma.
–¿Me