Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy
muy bien lo que buscaba, pero sin buscarlo, lo encontré. Era exactamente lo que necesitaba. Colocado en el lugar más visible del anaquel central aparecía una cuidada edición en tapas de piel del Quousque Tandem. El título escrito en relieve ocupaba la mitad de la portada, debajo, en caracteres más pequeños, el nombre de su autor, Jorge Oteiza.
–¡Cuántos y qué agradables recuerdos me trae este libro! –intenté sonreír para diluir la tensión que flotaba en el aire.
Pero no respondió. Fue hacia su mesa, guardó el dibujo de Manay en la carpeta y la cerró. Después consultó su reloj con una evidente intención de librarse de mi presencia.
–Le he contado todo lo que sé de este asunto.
Moví la cabeza de un lado a otro.
–No puedo irme así.
–¿Qué quiere decir?
Hablábamos en voz baja como si temiéramos que alguien pudiera escucharnos.
–Créame que no es un capricho. Al contrario. Para nuestra familia es vital conocer la verdadera historia de Cecilio Asparren.
El fraile abrió los brazos en el vacío como si quisiera eximirse de cualquier responsabilidad. Aquellos hechos no eran de su incumbencia. Había aceptado recibirme obligado por las circunstancias y estaba decidido a terminar con aquel trámite lo antes posible.
–Es todo lo que puedo hacer por usted.
–¿Y no habría en el convento alguna persona capaz de ayudarme? –provoqué un silencio antes de añadir–. Estoy dispuesta a negociar.
La sorpresa apareció en su rostro, pero de inmediato la hizo desaparecer. No entendió mi oferta o no la quiso entender. No parecía interesado en ninguna clase de negociación.
–El convento de Lecároz ya no existe. Lo han derribado.
–¿Dónde están ahora el resto de los curas?
–Frailes –corrigió con gesto despectivo.
–Perdón, frailes quería decir.
Tamborileaba los dedos con impaciencia sobre la mesa de madera.
–No creo que nadie pueda ayudarla... Incluso desconozco el destino que han tenido los hermanos que se quedaron en el convento hasta el final. Algunos han regresado a Manila siguiendo los pasos del fundador... Y otros... No lo sé.
–¿Y usted piensa quedarse?
No iba a darme por vencida. Si había llegado hasta allí no era para abandonar la escena ante el primer obstáculo.
Demetrio Araquistain pareció asumir que estaba dispuesta a todo.
–No sé a dónde quiere llegar. Ese es un tema personal que me afecta solo a mí.
–Se equivoca, ya se lo he dicho. También afecta a mi familia.
Me observó detenidamente poniendo en acción toda su perspicacia. Iba a responderme, pero no le permití intervenir.
–Nos afecta, porque tengo entendido que es usted el único depositario de unos documentos que resuelven el enigma relativo a la filiación de mi abuelo y que darían respuesta a cuestiones muy importantes para nosotros –me detuve antes de añadir–. ¿Quién se los entregó a usted?
El fraile palideció intentando contener su desagrado. Nunca hubiera imaginado que me atreviera a tanto, por eso tardó unos segundos en reaccionar.
–No tengo por qué darle esa información.
–Está bien –imposté un gesto indiferente–. Entonces se lo preguntaré al Superior General de la Orden. Él conoce la historia y está dispuesto a colaborar con nosotros.
–Acuda usted a quien quiera –respondió con un inocultable temblor en los labios.
En ningún caso pensaba darme por vencida, pero supuse que a él menos que a nadie le interesaba que el asunto anduviera en boca de todos. Aquella historia gracias a la eficaz intervención de mi primo Marcos y otros familiares, había llegado hasta el obispado de Pamplona, y fue el propio obispo quien puso en antecedentes de las circunstancias de Cecilio Asparren y de mi abuelo Graciano al Prior de los Dominicos solicitando su ayuda. Le miré de nuevo –de acuerdo– dije con falsa resignación. Fue entonces al ver su creciente desasosiego, cuando comprendí la verdad. Estaba segura que en aquella carpeta había mucho más que un retrato de Manay o unos documentos inconexos y aislados de las vicisitudes del padre de mi abuelo en Manila. Demetrio Araquistain tenía algo más importante en su poder: Aquel diario escrito por el propio Herminio Etura del que hablaban los viejos del pueblo y que fue también el causante de su desgracia. De la suya y de la de todos quienes se cruzaban en el camino de aquella mujer. Era como si el mero hecho de pronunciar el nombre de Manay fuera capaz de desencadenar una energía extraña y fatal.
–De acuerdo –repetí–. Hablaré con el abogado que está llevando el caso, él sabrá a quién dirigirse–. Gracias por todo.
Comencé a caminar hacia la puerta cuando escuché su voz.
–¡Espere!
Me volví intentando disimular una sonrisa de alivio.
–¿Sí? ¡Dígame!
Había ocultado las manos dentro de los innumerables pliegues de su impoluto hábito.
–¿A qué se refería cuando ha dicho que estaba dispuesta a negociar?
Era más de lo que esperaba. Me acerqué despacio hasta su mesa.
–Tendría que extenderme un poco... pero me ha parecido que tenía usted prisa.
Se encogió de hombros.
–Sí, tengo que atender mi agenda de trabajo, pero puedo hacer una excepción –me indicó frente a él una silla oscura de respaldo alto.
Tomamos asiento a la vez.
–Gracias, Demetrio –le llamé por su nombre buscando su complicidad–. Procuraré ser clara y concisa. He sabido que es usted un gran admirador de Jorge Oteiza, por eso le he mencionado el Quousque Tandem.
El fraile no esperaba un comentario de esa naturaleza, ni escuchar una referencia tan ajena a la cuestión que nos ocupaba. Esta vez abrió los ojos sin poder disimular su asombro. Así que aproveché para añadir:
–... Y yo puedo serle de mucha utilidad.
Se dejó caer sobre el respaldo del sillón para observarme con detenimiento.
–¿Quién le ha dicho que soy admirador de Oteiza y cómo cree que puede ayudarme?
Cada vez estaba más convencida que llegaríamos a un acuerdo sin demasiadas complicaciones.
–Lo sé y sé también que está usted alojado en el santuario de Aránzazu temporalmente para estudiar el Friso de los apóstoles. ¿Quién me lo ha dicho? Es lo de menos. ¿Y cómo puedo ayudarle? De muchas maneras –miré hacia la ventana como si necesitara ordenar mis pensamientos. La belleza salvaje de los montes de Oñate se recortaba en la lejanía. El Santuario de Aránzazu, está rodeado por un paisaje tan agreste como singular–. Tengo cartas y manuscritos personales de Oteiza –añadí enumerando con los dedos– dibujos, cintas grabadas, proyectos que iba a desarrollar... Incluso poemas y relatos que yo le dediqué. Forjamos una gran amistad, a raíz de una entrevista que le hice para mi periódico.
Demetrio Araquistaín apenas parpadeaba sumido en un asombro creciente.
–Y algo más –continué–. Si lo prefiere, incluso puedo ofrecerle a cambio una pequeña escultura suya.
No sé el tiempo que tardó en reaccionar. Al fin tomó aire ruidosamente.
–No entiendo absolutamente nada. ¿A cambio de qué me ofrece usted todo eso?
–Ya se lo he dicho. –Señalé con indiferencia la carpeta sobre la mesa