Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy

Yo fui la elegida - Begoña Ameztoy


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que se refería al importe a pagar.

      –Cincuenta euros con cincuenta céntimos –precisó sin dejar de sonreír–. ¿Qué curiosa cantidad, verdad?

      Esta fue la señal definitiva. Pero si lo era para mí, también debería serlo para ella ¿o no? Recogí el carné y la Visa que me devolvía.

      –Sí, gracias, muy curiosa –respondí intentando pensar qué podía hacer para salir de dudas.

      Me tendió la cuenta y los vales que salían de la caja registradora.

      –Agur –dijo después por toda respuesta.

      Me resistía a marcharme de allí sin hacer una intentona por burda que fuera. De pronto escuché mi propia voz preguntando compulsivamente.

      –¿Y tú cómo te llamas?

      La cajera se volvió sorprendida.

      –¿Yo? Me llamo Argi.

      –¿Argi? –repetí extrañada.

      Se encogió de hombros.

      –Sí, Argi.

      –¡Ah!, claro... ¡Te llamas Luz! –exclamé enfática cerrando ya el círculo de las claves del misterio.

      –No me llamo Luz... me llamo Argi –insistió con gesto desconcertado.

      –Sí, sí, claro, en euskera, Argi y en castellano Luz.

      –¿Tú eres la periodista, verdad? –Intervino de pronto la señora que esperaba su turno detrás de mí.

      Esta vez la cajera me observó con curiosidad.

      –¿Eres periodista?

      –¡Sí! –prosiguió la señora–. Escribe en el periódico y sale en la televisión.

      Su sorpresa parecía real y significaba que la joven no me conocía ni al parecer tenía ningún interés especial en conocerme.

      –¿En qué televisión?

      –Pues mira he salido en casi todas.

      Su expresión era totalmente distinta. Me observaba con admiración.

      –¿Alguna vez has ido a Gran Hermano o a Supervivientes?

      –No, pero me lo han propuesto varias veces.

      –¡Jo!, tía.

      Mi cordialidad desapareció como por encanto al comprobar que era totalmente ajena a mis pesquisas. Introduje las bolsas en el carro. Las inteligencias cósmicas no podían haber seleccionado una intermediaria tan poco sutil. Se trataba de una falsa alarma. No tenía nada más que hacer allí.

      –Bueno, agur –saludé enfilando la salida.

      Caminé ensimismada en mis pensamientos. Salí a la calle. Hacía una temperatura deliciosa y el sol brillaba en el cielo. Tal vez al sentir su calor creí comprenderlo todo. Argi... ¡Luz! Lucía... ¡Lucía! Claro. Ella fue la última mensajera que llegó a mi vida y que me causó un impacto tan demoledor. Tal vez la verdadera Lucía adoptaba ahora una metamorfosis liberadora y su misión se renovaba en aquella joven cajera. Eso creí y estaba dispuesta a verificarlo (a veces las personas inteligentes son las que más estupideces cometen).

      Guardé la compra en la parte trasera del coche. Estaba dispuesta a volver a la caja esgrimiendo cualquier excusa. Tal vez este aparente enredo también era una prueba, es decir, la manera de demostrar la fe que tenía en “Ellos”.

      Avancé resueltamente como si me dirigiera hacia mi nuevo Destino. Era mediodía y había muy poca gente en el centro comercial. Y de nuevo una clave más. Al parecer, “casualmente”, Argi terminaba su turno y había colocado una cinta roja cerrando el acceso a su puesto.

      –Hola, Argi –dije en voz baja.

      –¡Ah! Hola ¿te has dejado algo?

      Me pareció una idea genial ¿qué podía haberme dejado? ¿Mi cartera, el bolso, las llaves?

      –Sí, creo que me he dejado por aquí las gafas de sol.

      Vi su mirada de asombro.

      –¿Las gafas de sol? Si las llevas en la cabeza.

      –¿Ah sí? Ja, ja, fíjate qué tontería...

      Señor, pensé, aparta de mí este cáliz. Aunque tal vez debía seguir intentándolo.

      Ella sonrió con el gesto torcido mientras pasaba un paño húmedo sobre la cinta mecánica.

      –¿Has terminado ya? –pregunté decidida a todo–. Si no tienes coche te puedo bajar al centro o a donde quieras –insistí sabiendo que pisaba un terreno resbaladizo.

      Ella se cuadró frente a mí.

      –Oye, de verdad, no sé de qué vas.

      Aún sigo recordando esta escena con sonrojo.

      –Entonces ¿tú no tienes nada qué decirme? –pregunté con expresión desesperada.

      La tal Argi estaba a punto de llamar al servicio de seguridad.

      –¿Yo, decirte? Lo único que te voy a decir es que no voy de ese rollo, tía...

      –¿Nada más?

      –Pues sí, que de bollera nada y que te pires ¿no?

      Me aparté de la caja moviendo enérgicamente la cabeza.

      –En absoluto es lo que te imaginas –después giré en redondo y caminé otra vez hacia la salida.

      La rabia y la frustración se agolpaban en mi garganta. ¡Seré imbécil!, me repetía. Va a ser la última vez que haga un ridículo de este calibre. Esperaré que los hechos se produzcan, y si no se producen, mejor. No tengo ninguna necesidad de ser una protegida ni de salvar a mi abuela, a mi bisabuela y a todo su puto árbol familiar. Que se lo monten ellas como puedan y que cada palo que aguante su vela.

      No conocía bien Oñate. Di varias vueltas por el centro del pueblo y al final encontré una pequeña plaza circular justo enfrente de un estrecho callejón. Salí afuera y miré alrededor buscando una cafetería o un simple bar por humilde que fuera. Pero no había ningún bar ni gente por la calle. Seguía haciendo un calor inusual para primeros de junio. Consulté mi reloj. Recuerdo perfectamente la hora. Eran las tres y cuarto de la tarde. Claro, pensé todo el mundo estará echando la siesta con las persianas bajadas. Euskadi tropical. Necesitaba una cerveza bien fría. Buscaría el centro del pueblo, no podía estar muy lejos.

      De pronto, el viento movió a mi espalda una ráfaga de aire fresco. Tanto, que a pesar de los veintiocho grados y el sol cayendo a plomo, sentí un ligero escalofrío. Miré hacia atrás, la corriente venía del callejón. ¿Qué estaba ocurriendo? Sería absurdo decir que algo me arrastraba hacia aquel lugar, pero lo cierto era que me fui acercando como un autómata. Estaba a punto de atravesar el umbral y adentrarme en él, cuando escuché sus risas. Eran voces y risas de niños que jugaban. Suaves bisbiseos como si hablasen de mí a escondidas.

      No pude evitarlo. Entré en el callejón y observé el lugar con una sensación extraña, como de inquietud.

      –¡Holaaa! –grité.

      En aquel instante se hizo el silencio.

      –No os veo ¿dónde estáis? –pregunté de nuevo.

      Al momento volvieron los bisbiseos y las risas suaves.

      –Hemen nago... ¡Aquí estamos! –dijeron voces distintas.

      –¡Hola...! Soy Maravi...

      –Ya lo sabemos, eres la hija de la Brígida del caserío Irureta.

      Por un momento temí ser presa de una alucinación, o de un espejismo. Aquellos niños o lo que fueran, me conocían.

      –¿Quiénes


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