Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy

Yo fui la elegida - Begoña Ameztoy


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a coro otras voces.

      –¿Pero por qué no puedo veros?

      –Porque aún no hemos nacido.

      –Bai, hori da –dijeron de nuevo entre risas.

      Todo estaba a punto de producirse. Sentí un fuerte dolor en el corazón. Como si de pronto una garra, una mano, una fuerza invisible lo aprisionase. Casi no podía respirar.

      –¿No te acuerdas de nosotros? Estuvimos contigo cuando se quemó el caserío de tu tía...

      ¿Qué era aquello? ¿Otro sueño fantasmal? No, no era un sueño, era un recuerdo que llegaba hasta mí desde un lugar muy remoto. Poco a poco, conforme se abría paso en mi memoria, el dolor en el corazón iba remitiendo.

      Las certezas se agolpaban en mi mente. Comprendí que estaba a punto de conocer un episodio importante de aquella infancia que hacía muchos años decidí olvidar para siempre.

      Tendría unos siete u ocho años y mi abuela Úrsula me llevaba de la mano. Me habían puesto la ropa de los domingos porque íbamos a recoger a mi madre que llegaba en La Estellesa. Petra, la vecina, nos advirtió que ya habían visto el autobús desde la ventana coger la curva de Susarreta y eso quería decir que llegábamos tarde.

      –Adi, korrika egin! –me apremiaba.

      Ninguna de las calles de Izarra estaba asfaltada. El suelo que pisábamos era una amalgama pastosa de barro y excrementos de animales. El archivo profundo de la memoria es de una perfección y una exactitud milimétrica. Soy capaz de recrear la visión de mis zapatitos blancos sorteando a cada paso las enormes cagadas de las vacas. Unas secas y endurecidas y sobre ellas otras más frescas y resbaladizas.

      –Kontuz, Maravi, a ver dónde metes el pie, que luego va a decir tu madre que te llevo sucia.

      –Mi amá no dice eso y además no le importa porque si voy sucia me quiere igual –contesté resoplando por la caminata.

      De las pocas veces que se reía mi abuela, casi siempre era conmigo. Yo lo sabía por eso me esmeraba en resultar ingeniosa y amena.

      –Madarikatua! ¡Eres un demonio! ¿A quién te pareces, eh? –decía a menudo.

      –Pues no sé, siempre dices que me parezco a ti –respondía yo invariablemente. Entonces ella me cogía por los hombros y me zarandeaba cariñosamente. Mi abuela Úrsula no sabía besar.

      –Vamos –dijo viendo ya a mi madre que nos saludaba a los lejos.

      Entonces la escuché murmurar en voz baja frases en vasco imposibles de entender.

      –¿Qué dices, amoña?

      –Nada que te importe –respondió tirando de mi mano.

      Pero yo sabía que ellas no se querían.

      –Estás hablando de mi madre.

      –Ni? Zure amarena?, qué mentirosa eres. Igual que tu tía Maravillas.

      –¿Pero no dices que soy igual que tú?

      Los tres meses de verano los pasaba en Izarra. Excepto alguna semana que me llevaban a Goñi, el pueblo de mi madre. Precisamente ella venía para quedarse conmigo unos días en casa de su hermana Jacinta.

      Al encontrarnos recibí una catarata de abrazos y besos.

      –Bihotza! ¿Qué ganas tenía de verte? ¿Qué tal te has portado?

      Mi abuela asistía a la escena muy erguida.

      –De todo ha habido –dijo moviendo la cabeza.

      Mi madre se volvió para saludarla.

      –¿Ah sí? Zer moduz, Úrsula?

      –Ondo, esan beharko da...

      –Os he traído unas tabletas de chocolate... y... el sostén que me pidió Maravillas.

      –Sí, no sé por qué le ha dado ahora por llevar sostén. ¿Cuánto te ha costado?

      –No, nada, es un regalo.

      Úrsula se encogió de hombros.

      –Eskerrik asko, pues.

      Recuerdo que entonces no estaba muy segura de lo que era un sostén.

      –¿El sostén es eso donde se meten las tetas?

      –Mi madre rio con ganas.

      –Bai, cariño.

      –Pues a la tía Maravillas no le van a caber.

      Nuestro vecino Beltza nos iba a llevar a Goñi en su furgoneta, pero al final, no sé por qué, llegamos montadas en el camión del pescatero.

      Jacinta, la hermana mayor de mi madre vivía con su marido Genaro Zaldua en el caserío Irureta. Pero aquel viejo caserón de madera que ella había heredado por la ley navarra del mayorazgo, se caía a pedazos. Así que el resto de los hermanos acordaron aportar una cantidad, al menos para apuntalarlo y reformarlo parcialmente e impedir que se derrumbara.

      –Que aguante al menos mientras viva Jacinta –decidieron en una secreta reunión familiar.

      No parecía ir para largo a la vista de todos los achaques que padecía. Según un conocido curandero de Pamplona, la predisposición genética de mi tía Jacinta unida a una menopausia precoz, le había provocado una epilepsia que, a pesar de la medicación, se manifestaba ya con bastante regularidad. Lo más llamativo era el modo en que los ataques se anunciaban. De pronto se quedaba inmóvil y pensativa y al instante brotaba de su garganta una especie de carcajada aguda y chirriante. Después perdía el conocimiento en medio de convulsiones.

      Fue a raíz de caer sobre las brasas del fuego bajo cuando Genaro, su marido, junto con el resto de los hermanos, acometieron las obras de reforma del caserío para instalar una cocina de gas.

      De aquel accidente nefasto le quedaron a Jacinta graves secuelas. Al final fue necesario recortar parte del cuero cabelludo, de la piel del rostro y de los brazos. Después de varias operaciones, le había desaparecido medio labio superior y parte de la nariz. Lo que quedaba del rostro era de una blancura transparente, una superficie tensa y tirante como la piel de un tambor a punto de desgarrarse. Aquella insólita ausencia de arrugas le hacían parecer una horrible niña vieja. Recuerdo el miedo que me inspiraba cada vez que fijaba en mí su mirada.

      Aquella primera noche dormí abrazada a mi madre.

      –¿Amá, por qué la tía Jacinta tiene esa cara?

      –Porque se le quemó, bihotza. La pobre ha sufrido mucho.

      Pero la desgracia final de su vida ocurrió al día siguiente de nuestra llegada a Goñi. Mi madre y yo estábamos invitadas a disfrutar de una merienda-cena en casa de otra hermana suya que vivía en la parte baja del pueblo. El despliegue fue extraordinario, morcillas, tripochas, higadillos, jamón, queso, vino a destajo y pacharán para los dulces.

      –¡Pero esto es un banquete, Francisca!

      –Para una vez al año que venís, Brígida –dijo dirigiéndose a mi madre–. Mira Maravi qué mayor está.

      Desde niña sentía una repugnancia terrible por aquellas vísceras malolientes. Apenas comí un trozo de queso sobre una rodaja de pan.

      Pero ellas, mi madre, mis tías Francisca y Salomé, así como el resto de vecinas y comadres, devoraron en un tiempo récord con gran apetito y excelente humor todas las vituallas. De aquella exhibición gastronómica-porcina no quedaron ni las raspas.

      Parecían eufóricas. Se quitaban la palabra unas a otras. No paraban de hablar y de reírse. No podía ser de otra manera después de las tres botellas vacías que había sobre la mesa.

      Recuerdo que cada poco tiempo tiraba de la manga de mi madre para hacerme notar.

      –¿Qué quieres? – me preguntaba sin ocultar su fastidio.

      –Venga,


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