Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy

Yo fui la elegida - Begoña Ameztoy


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¿Cuándo viene tu prima Geli a Izarra?

      –En agosto –respondí cariacontecida.

      –Pues aguanta, que agosto llega enseguida... ¡Sigue lo que estabas contando, Brigida!

      Mi madre me acarició la mejilla y prosiguió encantada su relato.

      Yo ya me conocía la historia. La había escuchado docenas de veces en las situaciones más inverosímiles. Gregorio el padre de mi madre que era albañil y alcohólico, abría una zanja en el cementerio para enterrar a un vecino, cuando sufrió un infarto y cayó, precisamente en el agujero que había terminado de cavar. Al parecer también ese día estaba borracho.

      –¡Mira, bien contento que se fue al otro barrio! ¡Ya me gustaría a mí! –gritó una vieja gorda con la cara muy roja.

      –¡Pobre Gregorio, poco bien que le vendría el agujero que había hecho, seguro que diría ¡pues ya que me he tomado el trabajo, lo aprovecho yo! –apostillo otra que rebañaba su taza con deleite.

      De pronto, por encima de la risotada general, se escuchó algo parecido a una sirena. Era un sonido urgente, una alarma intermitente y desafinada.

      Después de unos instantes de desconcierto, mi madre se puso en pie como catapultada por una fuerza desconocida.

      –¡¿Fuego?! Herrian sua dago!

      Entre gritos, exclamaciones y ruidos de sillas que caían al suelo, salimos de la casa en desbandada. Fuera, un humo denso y espeso se extendía por todos los rincones. La humareda más negra provenía de las casas de arriba. Estoy segura que mi madre lo comprendió antes que nadie. Corrió en dirección al monte sin mirar atrás. Yo apenas podía seguirla.

      –¡Amá, espérame! –gritaba, pero no parecía escucharme.

      Llegó antes que nosotras. Era nuestra casa la que estaba ardiendo. Enormes lenguas de fuego, amarillas y naranjas ascendían por las ventanas de las habitaciones hacia el tejado, reventando los cristales y devorando sin compasión todo lo que encontraban a su paso. Era un espectáculo dantesco y fascinante al mismo tiempo.

      –¡¡¡Jacinta!!! ¡¡¡Jacinta!!! –llamaba mi madre a gritos–. ¡¡Está dentro!! ¡¡Está dentro!! ¡¡Sacadla, por favor!! Mesedez! –gemía sin consuelo.

      Ella era la única que lo sabía con certeza. Por eso lloraba con desesperación y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás cubriéndose la cara con las manos. Los vecinos también lo sospechaban. Jacinta rara vez salía de casa. No tenía hijos. Era una mujer solitaria y depresiva que vivía aislada del resto del mundo. El caserío Irureta, situado paradójicamente muy cerca de un viejo depósito de agua en desuso, era la última casa antes de iniciar la subida al monte Beriain.

      Todo el pueblo acudió al lugar formando una cadena de hombres, mujeres y niños que lanzaban cubos de agua, manejaban extintores caseros o golpeaban frenéticamente las llamas más pequeñas con mantas humedecidas. Pero todos los esfuerzos fueron inútiles. La desgracia se consumó con una rapidez inaudita. ¡Qué fácil resulta destruir lo construido! A pesar de los esfuerzos y la eficacia de los vecinos, del caserío Irureta solo quedaron cuatro muros mordidos por el fuego y un montón de escombros humeantes.

      Nadie se atrevió a entrar para buscar a Jacinta. En pocos minutos las llamas habían alcanzado tal fuerza y virulencia que hubiera resultado suicida intentar rescatarla. Al día siguiente se esperaba la llegada de un Juez de Pamplona que certificara la muerte y se procediera al levantamiento del cadáver. Mi madre y yo lo dimos todo por perdido. No teníamos más ropa que la que llevábamos puesta. Ni siquiera habíamos deshecho las maletas. Aquella noche, triste y sombría, la pasaríamos en casa de mi tía Francisca.

      Genaro Zaldua, el ya viudo de mi tía Jacinta acababa de entrar en la cocina lívido y demudado. Se sentó junto a mi madre y comenzó a llorar silenciosamente. No se escuchaba su llanto, solo se percibía el rítmico movimiento de su pecho.

      –Es una desgracia terrible, Genaro, mi pobre hermana... morir así, después de lo que ha sufrido en la vida –dijo mi madre dando rienda suelta a sus lágrimas.

      Después de un largo silencio, en el que nadie habló, Genaro, salió por fin de su letargo.

      –No la creí... No la creí capaz –murmuró entre nuevos suspiros.

      Todos se volvieron hacia él, pero recuerdo perfectamente la mirada de mi madre.

      –¿Qué quieres decir?

      Genaro levantó la cabeza, tenía los ojos enrojecidos.

      –Estaba desesperada y me dijo que iba a prender fuego a la casa.

      –Horrek ezin du izan! ¡Mentira! Estás loco... –gritó Francisca.

      Mi madre posó con fuerza la mano sobre el brazo de su cuñado.

      –¿Por qué? ¿Por qué estaba desesperada Jacinta?

      –¡Por el dinero! –exclamó Genaro levantando violentamente el puño en el aire.

      Mi tía Francisca se acercó sin poder contener su rabia.

      –¿Dinero? ¿Qué dinero? ¡Será el que no le traías tú a casa... o el que te gastas por ahí!

      –Ixo! –gritó Genaro enfrentándose a ella–. ¡Qué sabrás tú... si no haces otra cosa que hablar mal de la gente y poner guerra en las casas!

      Francisca movió la cabeza enérgicamente.

      –¡Sinvergüenza! Lotsagabe! –dijo entre dientes.

      Genaro se levantó con el gesto desencajado.

      –¡Cuidadito con lo que dices!

      Había más gente en la cocina que yo no conocía. Todos comenzaron a hablar a la vez. Era una sensación extraña y asfixiante. Me acerqué a mi madre buscando su protección, pero ella me apartó.

      –¡Vete a la calle! –dijo indicándome la puerta de salida–. ¡No te quedes aquí!

      Yo la miré sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo.

      –¡No has oído...! ¡Vete!

      Salí a la calle y eché a correr sin saber muy bien hacia dónde. Nunca había visto aquella mirada en los ojos de mi madre, ni siquiera cuando me reñía o me castigaba. Su expresión era totalmente desconocida para mí.

      Cuando al final me detuve, estaba ya fuera del pueblo. Sin darme cuenta había llegado a una campa grande llena de arbustos donde algunas veces solíamos ir a coger moras.

      Me senté sobre una piedra rectangular que aún conservaba el calor del sol. A pesar del olor a humo que se extendía por los alrededores, era un precioso atardecer de julio. “Pronto será agosto y ya quedan pocos días para que venga Geli al pueblo”, pensé. Era terrible lo que había ocurrido y sentía pena por la muerte de mi tía Jacinta, pero más pena me daban mis vestidos quemados y Bemba, una muñeca negra que dejé sentada sobre la cama apoyada en la almohada.

      Pensé de nuevo en la dureza de la mirada de mi madre y fue entonces cuando recordé aquella conversación con su hermana Jacinta a nuestra llegada al caserío. Estábamos en la eskaratza. Ni siquiera habíamos entrado en la cocina. Mi tía me observó sin demasiado interés.

      –Cuánto ha crecido la chica –dijo.

      Al besarme sentí la repugnante humedad de sus labios mutilados. Giré la cabeza con disimulo para pasarme la mano por la mejilla.

      –Sí, está muy maja... ¿Qué tal vosotros?

      Jacinta se encogió de hombros.

      –Bueno, mal... ya sabes... –esperó unos segundos para añadir–. ¿Cuánto has traído?

      Mi madre agachó la cabeza.

      –Cinco mil pesetas.

      Jacinta desorbitó los ojos en un gesto de estupor que distorsionó aún


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