Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy
de hombre que me llegaba hasta los pies y me llevaron a la cama.
–No quiero quedarme sola, amá –supliqué a mi madre que se arreglaba el pelo reflejada en el cristal de la ventana. Habían ocurrido demasiados acontecimientos aquel día. Tenía el rostro demudado.
–No te preocupes voy a cenar algo con la tía Francisca y vuelvo enseguida.
–Tengo algo que decirte –insistí.
Se sentó en la cama a mi lado y me acarició la mejilla.
–¿Qué pasa, bihotza?
–No sé, pero he hablado con unos niños en un sitio muy raro que me han dicho que tuve un hermanito y se murió y que el caserío lo ha quemado la tía Jacinta.
No pareció sorprenderse, pero tampoco esperaba que hiciera lo que hizo. Respiró hondo y cogió con fuerza mi cara entre sus manos.
–Escúchame bien –dijo con los labios apretados–. No quiero que te pase lo mismo que a mí. ¿Me has oído? ¿Me entiendes?
Yo apenas podía mover la cabeza.
–Sí –balbucí.
–No me importa a quién has visto ni lo que te han dicho. Olvídate de todo. Para siempre. Nunca más recuerdes lo que ha ocurrido hoy. Nunca más –repitió. Se levantó, apagó la luz y se marchó.
Me cubrí con las sábanas hasta los ojos. Era una noche calurosa de verano. Por la ventana abierta penetraba el olor a humo y se oía un lejano concierto de cigarras. Sé que mi madre volvió enseguida para acostarse a mi lado. Medio dormida la vi quitarse la ropa y enseguida sentí su cálido abrazo.
–Ya estás aquí, amá –susurré.
–Bai, bihotza, venga a dormir... ondo lo egin.
Si esperas hasta el final, es probable que la vida te conceda una segunda oportunidad. Pero mi tía Jacinta prefirió no arriesgarse por si la segunda oportunidad era aún peor que la primera. Sus restos carbonizados aparecieron entre los escombros. Imposible reconocer su identidad. Tal vez esa fue su verdadera intención al elegir aquella forma de morir. Odiaba el rostro deforme que el espejo le devolvía. Por eso decidió tomarse la justicia por su mano. Creía que ya nada podía esperar de la vida ni de nadie. No la juzgo, pero mi madre no merecía el desprecio que demostró por aquellas cinco mil pesetas que tanta falta nos hacían.
Mi segunda oportunidad tardó más de treinta años en producirse. Este es el único inconveniente. Para “Ellos” no existe el tiempo ni el espacio. Por eso nunca tienen prisa.
Las voces infantiles que me hablaron de niña eran las mismas que acababa de escuchar en un callejón perdido de Oñate. Solo se disiparon en el momento en el que sentí un punzante dolor en el corazón.
En el frío todo duerme. El calor despierta al frío, pero duele. Lo mismo que duele una pierna dormida y agarrotada cuando despierta. Mi memoria revivió aquel episodio de infancia en toda su magnitud. Mi mente lo había borrado premeditadamente. Pero todo lo espectral desaparece cuando la mente reconoce, comprende y asume.
Volví al coche, desistí de buscar un bar para tomar una cerveza, se me había pasado hasta la sed. Estaba tan desubicada que me costó encontrar la salida del pueblo. Cuando por fin enfilé la autopista, respiré. No puse música en el trayecto, cosa extraña. Necesitaba el silencio para profundizar en tantas y tan variadas emociones y en aceptar las que aún estarían por venir.
Bajaría a comer un plato combinado al Orly y después haría las fotocopias de los manuscritos de Oteiza. No me importaba entregar los originales a Demetrio Araquistain. Me seguía pareciendo un buen negocio canjearlas por el dossier de Herminio Etura. Estaba deseando conocer a Manay y empezar a escribir su historia.
Fui directa al último cajón de mi viejo secreter de madera de olivo inglés. Era algo incómodo pero valioso. Me había acompañado en todos mis traslados y le tenía cariño. Allí estaba la carpeta negra con una enorme pegatina blanca con su nombre en varios colores “O T E I Z A”. La abrí para cerciorarme de que todo estaba en orden. Lo primero que apareció ante mis ojos fue aquella carta de amoroso desamor. Me parecía escuchar su voz profunda y rota: “Mi querida y circular amiga, no encontraré las palabras para expresar el malestar de no querer verte...”.
Sonreí satisfecha. Joder, el fraile Araquistain, qué potra conseguir esos manuscritos a tan bajo precio. Él nunca podría rentabilizar el dossier de Manay, sin embargo, aquellos documentos de puño y letra de Jorge Oteiza tenían un gran valor, económico y sentimental. Se podía dar con un canto en los dientes. O pedrada en un ojo, que solía decir Miguel.
¡Miguel! Sonreí al recordarle y evoqué su sonrisa con una cierta melancolía. Creí que no le echaría de menos, pero había vuelto a equivocarme. Demasiadas cosas me recordaban a él. Si al menos pudiera saber cuándo le dieron de alta en el hospital y si había vuelto a su trabajo. Tal vez dejó la comisaría y aceptó ejercer de abogado como le habían propuesto. Lo cierto era que nunca puse tanto empeño en amar a un hombre como lo intenté con él. Quise utilizarle para encauzar definitivamente mi vida. Pero es un error depositar tanta responsabilidad en “el otro”. Cada cual, primero debe encauzarse a sí mismo y solo cuando eres autosuficiente, estarás preparado para emparejarte. Así el amor sería duradero. Pero el amor, como otras tantas emociones humanas, es, sobre todo, utilitarista. Decimos que amamos, pero es solo por interés. No amamos, amar es otra cosa. Decimos “te quiero” y es lo correcto, porque solo sabemos querer y queremos porque necesitamos a esa persona, porque nos gusta, nos apetece, nos conviene o nos interesa. Interés puro y duro que se enmascara y se oculta en eso que llaman “enamoramiento”.
En varias ocasiones llamé al inspector Arroiz para preguntar por la recuperación de Miguel, en ningún caso respondió a mis llamadas. Intenté enviarle mensajes, pero me había bloqueado en su wasap.
Iba a cerrar la carpeta y a colocarla en su lugar, cuando llamaron al timbre de la puerta. Instantes después sonaron unos rítmicos golpecitos. Solo Cloti, mi vecina, llamaba así.
A pesar de todo antes de abrir tuve la precaución de preguntar.
–¿Es usted, Cloti?
–Sí... hola Mara, te he oído llegar.
Traía un sobre en la mano.
–¿Es para mí?
La sonrisa se borró de su rostro.
–Sí, es del juzgado. Lo siento, yo no quería cogerlo, pero me ha dicho el chico que si no lo cogía te citarían por el boletín oficial y que era mucho mejor que lo cogiese. Yo también he tenido que firmar en un cuaderno que traía.
Parecía agobiada. Era una mujer mayor. Seguro que le había dado muchas vueltas a la parrafada que acababa de pronunciar.
Tenía aspecto de ser una desagradable sorpresa. No esperaba nada del juzgado. Miré el sobre timbrado con los oportunos garabatos de bolígrafo, la rúbrica sin duda del agente que lo había entregado.
–No se preocupe.
–¿Será muy grave?
La miré con simpatía. Cloti necesitaba saber de qué se trataba. Probablemente ella no había recibido una carta del juzgado en toda su larga vida. No podía dejarla a medias.
–Lo vamos a ver ahora mismo –dije rasgando el sobre. Saqué una cuartilla doblada y resoplé mientras leía ávidamente su contenido. La sección Segunda de la Audiencia Provincial de San Sebastián me citaba como testigo en la querella criminal presentada por D. Miguel Villalba Garrido contra D. Carlos Olaizola Sagües y dos intervinientes más.
–¿Qué? –preguntó con los ojos muy abiertos.
–¡Qué putada! –dije.
–¡Por Dios! No me asustes ¿qué es?
Chasqué la lengua realmente contrariada.
–¡Uf...! Lo que menos me esperaba, Cloti.