Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy
cruzó las manos sobre el pecho.
–Jangoikoa, Jesus, Ama ni!!!
Mi madre subió el tono de voz.
–¡A lo mejor a quien le tienes que apretar las tuercas es a Genaro!
Jacinta se revolvió como si le hubiera picado una serpiente.
–¡No señor, hace mucho que no apuesta en el frontón!
–¡Pues yo no tengo esas noticias!
Jacinta no respondió. Volvió a entrelazar las manos cabeceando despacio como si recitara una extraña letanía.
Después de un silencio tenso, mi madre dulcificó su actitud.
–¡Somos siete hermanos, Jacinta! Y unos pueden más que otros. Yo no te pido que me devuelvas esas cinco mil pesetas, sabes que te estoy agradecida, pero no he podido conseguir más. Pídele a Salomé, ella te puede dejar y cuando terminen las obras, poco a poco le vais pagando.
Jacinta no parecía escuchar, cabeceaba sin descanso.
–¡Cinco mil pesetas! –repetía– ¡Jesssúúússs! Nora goaz horrekin!
Claro, no iban a ningún sitio. Al final las cinco mil pesetas se quemaron dentro de la maleta de mi madre. Entonces comprendí la razón de su mirada. No era despótica ni distante. Era doblemente desesperada y angustiosa. Por su hermana Jacinta y por la pérdida de aquel dinero que tanto necesitábamos. Se lo preguntaría esa noche cuando fuéramos a dormir.
A pesar de lo alejada que estaba la campa en la que me encontraba, el olor a humo lo invadía todo. Miré de nuevo hacia el punto más distante que abarcaban mis ojos. Las primeras casas del pueblo de al lado, parecían más próximas de lo que en realidad estaban. Como la inmensa mole del monte Berian, tan lejos también y tan cerca. Suspiré enredada en mis temores y ensoñaciones, cuando me envolvió de pronto aquella brisa suave, no era fría, sin embargo, me hizo estremecer. Miré hacia atrás y entonces escuché sus voces. Decían mi nombre completo, muy suave como si lo tarareasen “Maaa-raaaa-viiii-llaasss”.
Me puse en pie de un salto mirando a mi alrededor. No había nadie... ¿Quién me llamaba?
Y otra vez, y otra... Fueron tres veces “Maaa-raaa-viiii-llaassss”.
–¿Quién es? ¿Quién me llama?
Pero nadie respondió. No tuve el impulso de huir, necesitaba saber lo que estaba ocurriendo. Recorrí el seto sintiendo los arañazos de las zarzas en la palma de mi mano. Entonces descubrí que entre los arbustos había un vacío, un orificio por el que se podía penetrar. ¿Pero a dónde? Lo inspeccioné despacio con la misma sensación de automatismo que muchos años después volví a sentir en aquel callejón de Oñate después de mi entrevista con Demetrio Araquistain.
Me agaché para atravesar el seto. Cuando me incorporé y levanté la mirada, lo que no pude ver fue lo más desconcertante. Era como si flotara en el vacío. Sin que nadie me lo dijera y sin que jamás hubiera oído hablar de conceptos tan elevados como el tiempo y el espacio, con ocho años comprendí que me encontraba en un lugar en el que no existía nada... Sé que es difícil explicar que “La Nada” existe y es un lugar fuera del tiempo y del espacio, pero es así.
La respuesta más inmediata llegó a la vez que la paz y la tranquilidad a mi ánimo. Mi respiración se ralentizó. Estaba dentro de un sueño. Pues solamente dentro de un sueño se puede vivir en el presente, en el pasado y en el futuro, incluso todo al mismo tiempo. Solo dentro de un sueño podemos respirar a través de branquias como los peces, o volar como las aves. Nos limitamos a decir que es un sueño, sin embargo, ese momento para el durmiente es tan real, tan angustioso o tan feliz como el que vive despierto.
–¡Hoolaaa! –¿Quiénes sois? –pregunté.
Estaba dispuesta a esperar su respuesta todo el tiempo que fuera necesario.
–No nos conoces. Ez, ez gaituzu ezagutzen –dijeron de pronto dos voces distintas.
Escuché paralizada, temiendo que cualquier movimiento pudiera modificar aquel fascinante escenario en el que me encontraba.
–Quiero veros.
–No puedes.
–¿Por qué no puedo?
–Porque aún no hemos nacido.
–Bueno, este nació y se murió –corrigió la segunda voz.
–¿Quién es este?
Eran voces armoniosas con una sonoridad cantarina.
–Un hermano tuyo que nació y se murió. Bai hori da. Nació y se murió. Jaio eta hil egin zen –repitieron como un latiguillo monocorde–. Dile quién eres –añadió la voz que parecía de más autoridad.
–Sí, dile cómo te llamas –insistió otra voz distinta.
–No puede decir cómo se llama porque se murió enseguida. No tiene nombre. Ez du izenik –respondió de nuevo la primera.
–Mentira –yo no tengo hermanos– protesté muy alterada.
–Tu madre no te lo ha dicho, pero tu hermano se murió.
No podía ser cierto ¿por qué mi madre no iba a decirme que tuve un hermano que había muerto?
–También sabemos lo que ha hecho tu tía Jacinta.
–¿Qué ha hecho? –pregunté sin disimular mi asombro.
–Ha quemado el caserío –respondió una voz musical desconocida hasta entonces.
–Bai. Jazintak erre du. Sí, Jacinta ha sido. Aún no ha venido, pero todos los muertos pasan por aquí –exclamaron dos voces al unísono.
–Y algunos se quedan para siempre –intervino de nuevo la voz de más autoridad.
–Sobre todo los que se han muerto como ella.
Calculé que había cuatro voces distintas, pero era imposible distinguir de dónde llegaban. Parecía que estuvieran en torno a mí, rodeándome.
–¿Por qué lo sabéis?
–Porque nosotros lo vemos todo, pero desde un sitio que tú no conoces y al que no puedes venir.
–¿O quieres venir? –esta vez era la voz de un niño muy pequeño, le costaba esfuerzo pronunciar las palabras.
–Si quieres te decimos cómo puedes venir –respondieron todas las voces a la vez–. Nahi izanez gero, esango dizugu nola etor zaitezkeen –repitieron a coro.
Entonces les creí. Creí que era cierto lo que decían y comprendí que me ocurría todo aquello porque yo era una niña especial y tendrían que pasarme esas cosas y otras y tendría que aprender a vivir con ellas. Fue entonces cuando sentí un miedo irracional. ¿Dónde querían llevarme? ¿Qué iban a hacer conmigo? Apreté los ojos y los puños con fuerza “tengo que salir de aquí, tengo que salir de aquí”.
Busqué a tientas, desesperadamente, el orificio por el que había penetrado en aquel lugar. Cuando abrí los ojos de nuevo, me vi fuera del seto y ya era de noche. Había entrado a media tarde y por la oscuridad del cielo debían ser más de las diez. Sin embargo, estaba segura de haber permanecido apenas unos minutos en aquel lugar. ¿Cuánto tiempo había transcurrido en realidad?
Se oían ladridos de perros y una voz fuerte y angustiada gritó muy cerca de mí.
–Aurkitu dute Jainkoari esker! ¡Aquí está, aquí está!
Todo el pueblo estaba buscándome. Vi llegar a mi madre, despeinada con gesto extraviado y los ojos arrasados en lágrimas. Se abalanzó sobre mí para abrazarme.
–Jainkoari esker! Mi querida hija. ¡Gracias a Dios! –repetía entre sollozos.
Yo intenté decirle todo lo que me había ocurrido en aquel lugar, hablarle de las voces de