Yo fui la elegida. Begoña Ameztoy
–precisó.
Lo recogí casi con devoción. Lo abrí despacio y dejé discurrir unas páginas al azar. La letra de Herminio Etura era clara y regular, como si supiera que debía esforzarse en facilitar su lectura.
En casi todas las páginas aparecía una fecha en el margen superior izquierdo. Me detuve al azar en el 21 de marzo de 1902. Decía:
“La situación es insostenible. Han traído otro médico nuevo a la hacienda, pero Liu Xinjiang ha empeorado. Apenas pesa cuarenta kilos y deambula por las estancias como un fantasma. Yo acudo cada día a consolar a su madre, Tzu tzie, devota y fiel cristiana, que sufre en silencio terriblemente. Ella también sospecha que Manay está envenenando a su hijo como hizo con Xiaomei y el pequeño Kuan Yi, pero Xinjiang no quiere escucharla, está poseído por esa mujer. He prometido a Tzu Tzie que esta noche me acercaré hasta la casa con la excusa de visitar a Kumaki. Una de las sirvientas de Manay que también está bautizada en la fe cristiana”.
Tan absorta estaba en la lectura que no pude evitar un sobresalto al escuchar la voz del fraile.
–¿Qué le parece?
–¡Uf! Muy impactante. ¿No? Supongo que usted lo ha leído.
–Sí –dijo al tiempo que extendía el brazo obligándome a devolverle el manuscrito. Se lo entregué y volvió a dejarlo en la carpeta, colocando de nuevo sobre él las cuartillas y dibujos. Parecía satisfecho.
–¿Cuándo podré ver los documentos de Oteiza? –preguntó.
–Mañana mismo.
–Humm... –revisó una pequeña agenda junto al teléfono– precisamente mañana voy a visitar la Fundación Oteiza, en Pamplona.
–¡Ah!, sí, la conozco bien.
No iba a preguntarme por qué. Solo intentó disimular su suspicacia.
–Pero podemos encontrarnos por la tarde. Calculo que volveré, más o menos sobre las seis. Quedamos a mitad de camino, si le parece.
Busqué en mi bolso, saqué de la cartera una pequeña tarjeta de visita y se la tendí.
–Me parece perfecto. Llámeme cuando llegue y fijamos el lugar.
El acceso al santuario de Aránzazu discurre a través de una carretera estrecha llena de curvas. Pero esta circunstancia me resulta especialmente estimulante. Me obliga a estar alerta y pendiente del recorrido, me permite reflexionar en profundidad, me abstrae y me relaja.
Las citas y los compromisos se iban acumulando. Al igual que el hermano Araquistain, yo también tendría que perfilar una minuciosa agenda de trabajo. Cuando tuve el diario de Herminio Etura en mis manos, calculé que el texto no sobrepasaría las sesenta o setenta páginas. Pero no solo debería leerlas sino familiarizarme en manejarlas con la suficiente soltura como para cribar y elegir los episodios más descriptivos de la vida de Cecilio Asparren en la hacienda de Liu Xinjiang.
Creía tener muy claro que esta era la arteria más importante del cuerpo de la novela que estaba a punto de abordar. Sería un comienzo tan impactante como difícil, por el trabajo de investigación que requería un pasado y un mundo tan desconocidos para mí.
Todo ello, por supuesto, sin olvidar otro personaje no menos impactante en la historia de los hijos de Amets como fue Victoriana Lizarralde, conocida como Vicky, madre biológica de mi abuela Úrsula, a la que abandonó en un orfanato para vivir su historia de amor con el joyero Jacques Cartier en los escenarios más lujosos del mundo. Precisamente, solo las anotaciones que había realizado de mi reciente viaje a París con mi amigo Antoine, siguiendo los pasos de Victoriana, ocupaban ya más de treinta folios. Relatar que la tal Vicky, una mujer de la buena burguesía pamplonesa se quedara embarazada de mi abuela con dieciocho años, también resultaba una labor complicada. Sobre todo, por la falta de información. Sus descendientes se habían negado a proporcionarnos todo tipo de datos, una vez que comprendieron que las intenciones de nuestra familia eran las de llegar al fondo del asunto emocional, sentimental e incluso patrimonial. Digamos en su descargo que su distanciamiento y negativa a colaborar resultaba bastante comprensible.
Sin embargo, antes de que esta negativa se produjera, habíamos conseguido acumular documentación y fotografías suficientes como para iniciar cualquier reclamación legal.
Consulté la hora en el reloj del coche. Eran las tres en punto de la tarde. Qué extraño que no tuviera noticias de Antoine desde la tarde anterior. Ni un wasap ni una llamada perdida. Nunca se había demorado tanto en sus exquisitas atenciones conmigo.
No estaba enamorada de él, pero habíamos llegado a un interesante acuerdo: Estaríamos juntos mientras los dos nos sintiéramos satisfechos y mutuamente recompensados. Eso sí, sin obligaciones ni compromisos de ningún tipo.
Pero una cosa es el pensamiento teórico y otra muy distinta son las emociones y los sentimientos. Los dos procurábamos cumplir escrupulosamente las condiciones del pacto, pero conforme pasaba el tiempo, la falta de ilusión, el tedio y la sensación de vacío habían comenzado a hacer mella en mí.
Había transcurrido medio año desde que rompí mi relación con Miguel y aunque me esforzaba en decirlo, no era cierto que le hubiese olvidado. Desaparecí de su vida durante su estancia en el hospital sin ni siquiera despedirme de él. Me limité a saber que había salido de la gravedad y su curación estaba próxima. Entonces creía estar segura que no podía prometerle mi amor incondicional, que una vida a su lado nunca saciaría mis necesidades.
Tenía otras inquietudes, quizás deba decir, otras ambiciones. Por eso volví con Antoine, su compañía me garantizaba esa clase de vida que yo siempre había anhelado. Un hombre maduro, rico, muy bien relacionado y pendiente de mis caprichos y necesidades. Acepté viajar con él a París. Allí nos esperaba Graciela Sorel, la anciana aristócrata amiga de los joyeros Cartier, que, según aseguraban a Antoine todos sus contactos, era muy previsible que en su juventud hubiera conocido a mi bisabuela Vicky. Y así fue, pero lo que resultó más sorprendente, fue descubrir las “aficiones” que cultivaban la tal Vicky y su ociosa y adinerada troupe de amigos.
Al parecer Victoriana Lizarralde frecuentaba en París a un grupo esotérico con nombre propio, muy conocido en su época, que se reunía secretamente en un chateau de la Provenza, cercano a Saint Rèmy, para practicar todo tipo de rituales más o menos “mágicos”. El espiritismo y este tipo de veleidades fantasmales constituían un entretenimiento muy común en la época y una práctica compartida por una alta clase social aburrida y sin estímulos. Reconozco que ese dato fue el único detalle que consiguió despertar mi curiosidad.
El resto de aquella historia de pobres y ricos, orfandades ilustres y niños abandonados, no solo resultaba un melodrama del Novecento, sino que hería mi orgullo, me humillaba y me producía un rechazo absoluto.
Y, sin embargo, llegar a conocer el origen de nuestra estirpe, era el cometido más importante que mi núcleo familiar me había encomendado. El misterio que todos mis primos, con Marcos y Lorena a la cabeza, esperaban que yo resolviera. Por supuesto con la ayuda de los excelentes contactos de Antoine y mis artes mundanas y cosmopolitas.
Pero no podía engañarme a mí misma. Realmente, los Cartier me importaban una mierda. De los ilustres joyeros parisinos y de aquella rancia y estirada familia de la burguesía navarra –venida a menos– a la que pertenecía mi bisabuela, no quedaba ya nada que rascar. Y si hubiera habido algo, los parientes de Victoriana Lizarralde ya se habrían repartido el pastel. Los Asparren de Izarra siempre seríamos la cenicienta de un cuento de hadas. Afortunadamente para ellos, ni mis primos ni yo, estábamos dispuestos a gastarnos el dinero en cuentos de hadas.
Estaba llegando a Oñate con el retrato de Manay grabado en la retina. Aquella niña perversa me parecía la heroína maldita de una historia fascinante. Y a mí me gusta relatar historias fascinantes. Es verdad que siempre he sido algo morbosa y retorcida. Tal vez no más que el resto de los mortales, lo que ocurre es que, a pesar de los inconvenientes que esto acarrea, soy capaz de reconocer mis debilidades. Detrás de Manay, de Herminio Etura, de mi abuelo Graciano, de mi