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que este, en donde la transgresión es infinitamente menor. ¿Qué se puede concluir si no es que la transgresión no puede, por sí sola, definir ni cuantificar el erotismo? Por otro lado, muchas transgresiones no tienen nada de erótico […] y muchas de nuestras noches más eróticas no tienen nada que ver con el asesinato, es obvio, pero tampoco, ni siquiera en la fantasía, con la violación, la violencia o cualquier transgresión extrema. Bataille, como Sade, se equivoca: la transgresión, si bien forma parte del erotismo, no sabría agotar ni su contenido ni sus encantos. Necesariamente, allí, hay otra cosa. (235)

      Esta cosa es, ya lo hemos visto, otra definición del erotismo, afirmativa, apta para captar la naturaleza del goce, de la dicha y de la novela del encanto: gozar del deseo. Esta definición podría, también, vencer el poder simbólico (Bourdieu), disfrutado durante tanto tiempo por tantos partidarios de la negación, de la negatividad, por razones históricas susceptibles de ser analizadas, en cada caso.

      1 Julia Kristeva teoriza, con algo de confusión (¿o de arrepentimiento?), ese paso del concepto de texto, lingüístico formal, al concepto de experiencia, impresionista, en su curso de 1994, publicado en 1996 con el título Sentido y sin sentido de la revuelta. Literatura y psicoanálisis. Kristeva dice: “Se trata de introducir otra apuesta de este curso. Una apuesta que consiste en superar la noción de texto, en cuya elaboración contribuí con tantos otros y que se transformó en una suerte de dogma en las mejores universidades francesas, sin hablar de los Estados Unidos y de otras más exóticas todavía. Trataré de introducir, en su lugar, la noción de experiencia que incluye el principio de placer, así como el de re-nacimiento del sentido para el otro” ([1996] 1998, 15; mi traducción).

      2 Propongo aquí distinguir entre ideología (burguesa), en su sentido tradicional de falsa conciencia, y axiología, en el sentido sugerido por Mijaíl Bajtín (Valentín Volóshinov) en El marxismo y la filosofía del lenguaje de 1929 (1992), puesto que, para Bajtín, la dimensión ideológica (axiológica) es un sesgo inevitable de todo acto de lenguaje, de todo signo. En el primer capítulo titulado “El estudio de las ideologías y la filosofía del lenguaje”, los autores —así como Bajtín (Pável Medvédev) en El método formal en los estudios literarios. Introducción crítica a una poética sociológica ([1928] 2002)— subrayan cómo “todo lo ideológico posee una significación sígnica” (1992, 33) y viceversa, por supuesto. Pero si todo signo es ideológico, ninguno lo es, en el sentido que tiene la falsa conciencia, puesto que no puede haber una conciencia cierta, es decir, libre de ideología. Se ve así claramente que para no tener que limpiar siempre la palabra ideología de sus connotaciones negativas, polémicas, es prudente seleccionar una palabra más neutra, como axiología.

      3 La palabra femenil, así como se dice varonil, connota la posición propia de una mujer que vive lucidamente su condición; aunque, por supuesto, las connotaciones de varonil suelen ser bien diferentes: el mito las informa en gran medida.

      4 Soy plenamente consciente del hecho de que mi tesis entra en contradicción con la del filósofo e historiador René Girard, en su famosa obra de 1961, Mentira romántica, verdad novelesca. Aunque esta obra me parece convincente en muchos aspectos, no estoy convencida de la oposición radical establecida por Girard: no creo que la posición romántica, históricamente, pueda ser calificada de mentirosa. Cada momento histórico tiene su lucidez posible (Goldmann, que sigue a Marx, diría su conciencia posible, Zugerechte Bewusstsein, en alemán). Para valorar un momento histórico, hay que reconocer los límites de esta lucidez; es decir, reconocer qué cambios pueden producirse en la conciencia de los sujetos que existen en él, sin que estos modifiquen sus características esenciales. Para Girard, el Romanticismo produce obras ilusorias en la medida que estas solo se ocupan del deseo espontáneo y original; obras que al obviar el objeto que media en la producción del deseo, mistifican su verdad. En definitiva, Girard considera que el Romanticismo “no es un movimiento literario, sino una manera de engañar —y de autoengañarse—” (Pouliquen 1985, 23). Este juicio demuestra su falta de perspectiva histórica, en la medida en que omite la relevancia que tenían la vida interior, la subjetividad, la imaginación y la fantasía en el modo de expresión romántico. Además, “desde el punto de vista de la teoría literaria, su modo de oponer directamente, situándolos en un mismo plano, una forma, un género literario, la novela, y un lenguaje literario, el romanticismo, parece definitivamente incorrecto” (ibíd.).

      II. LA NECESIDAD DE UNA ESCUCHA PSICOANALÍTICA DEL TEXTO LITERARIO

      La escucha psicoanalítica fue concebida por Freud como la manera particular de percibir los múltiples niveles y matices del mensaje (parcialmente inconsciente) de un paciente. Aquí sugiero, con otros críticos, que los textos literarios, como el mensaje de un paciente en la práctica psicoanalítica, pueden ser descifrados, no solo en su dimensión personal, propia al escritor, sino también en sus dimensiones axiológica, social e histórica. Por eso, este capítulo tiene como objeto mostrarle al lector lo que una escucha (que no es una lectura o que, de serlo, sería una lectura flotante) inspirada en la escucha psicoanalítica, atenta al tejido, al cruce de superficies textuales (que definen el texto literario, según el teórico ruso Bajtín), y que no se dirige por una simple línea (el hilo de Ariadna), aporta a la comprensión de un texto.

      En su “Comentario del Seminario X, ‘La angustia’” de Lacan, Diana Rabinovich ([1993] 2009, 9-36) menciona, después de señalar la influencia de muchos críticos y analistas, la suma importancia que tuvo Hegel sobre Lacan, “el Hegel de La fenomenología del espíritu, tal como es leído por Kojève” (11). En realidad, su propio análisis de psicoanalista clínico no me parece realmente central aquí para reflexionar sobre mi tema, el cual es la necesidad de conectar el saber psicoanalítico con la escucha-lectura del texto literario. Sin embargo, me inspiraré en este aparte para señalar cómo el psicoanálisis lacaniano comporta una concepción del hombre, central en el siglo XX, que, aún en sus versiones menos directamente humanistas, permite entender la ontología y el origen de muy diversas novelas desde el siglo XVII y conectar sus aportes con una tendencia crítica, muy diferente, en los estudios literarios; tendencia que, durante décadas, no solo fue opuesta, sino “enemiga”1 del psicoanálisis: la sociología de la literatura (y, en este caso, la sociología de la novela).

      La mención del texto de Rabinovich aquí será solo el pretexto para proponer una conexión necesaria entre los estudios de estética literaria y el psicoanálisis (lacaniano u otro). Empezaré con uno de los aportes de Lacan, no señalado todavía, a mi saber, a los estudios literarios: a través de una inspiración común en ambas disciplinas (Hegel), Lacan formuló su famosísima definición del deseo como ‘deseo del otro’, a la vez que no fue ajeno (no he analizado a través de qué caminos) al famoso estudio marxista de la reificación (la cosificación) hecho por Lukács en Historia y conciencia de clase ([1924] 1960). Lacan, veremos cómo, confirma, en el nivel del deseo individual, la idea central de mediación inevitable para entender la economía y el hombre, así como las producciones culturales de la modernidad capitalista. Fue Lucien Goldmann, pensador de inspiración marxista, quien en Para una sociología de la novela (1964) señaló, con gozo, la coincidencia de la idea esencial de mediación en los análisis de René Girard —filósofo conservador, metafísico y de derechas— y en el suyo propio, a pesar de lo opuesto de sus posiciones políticas. Pero antes de llegar a este punto, quisiera hacer algunas precisiones con relación al concepto de deseo en psicoanálisis.

      Laplanche y Pontalis ([1968] 1981) subrayan que la teoría de Freud es una concepción del hombre y que en esta concepción la noción de deseo es fundamental y muy compleja (de esta resultan las dificultades de traducción: la palabra deseo evoca más bien un movimiento de concupiscencia o de codicia, que en alemán, la lengua materna de Freud, se expresa más por las palabras Begierde o Lust que por la palabra Wunsch). Para los autores, el análisis del deseo (inconsciente) es esencial como uno de los polos de un conflicto defensivo impulsado tanto por la conciencia moral (el superyó) como por el polo del deseo.

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