La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen
de mecanismo de defensa en contra de la proverbial “maldad del mundo”: el amor. André Comte-Sponville (2012) —en el aparte titulado “El amor y Dios” de su conclusión a la primera parte del libro, titulada “El amor”—, a pesar de declararse ateo, ve necesario dedicar dos páginas de su reflexión a la cercanía entre el amor y Dios, para concluir que
el amor […] no es Dios. Pero que lo hayan divinizado en la mayoría de las civilizaciones hasta hacer de Él el Dios único, en la nuestra, dice algo importante: que el amor es seguramente lo que, en el hombre, se parece más a Dios, lo que nos dio, tal vez, la idea de Dios y, para los ateos, lo que remplaza a Dios. (146; mi traducción)
Después de indicar otros límites que considera no pertinentes (el panteísmo, una religión, un humanismo), Comte-Sponville cierra este aparte retomando los tres elementos esenciales de la polisemia de la palabra amor en griego, sobre las cuales se centra el primer ensayo de su compilación:
Se trata de amar el amor, lo que no es sino un primer paso (amare amabam, nondum amabam [quería amar, aunque no amaba todavía], decía bellamente san Agustín), y luego de amar realmente: no se trata de gozar (eros), de regocijarse (philia) o de desprenderse (ágape). No se trata sino de amar y ser libre. (146)
Inmediatamente, Comte-Sponville se hace la pregunta que le han planteado con frecuencia: “¿De dónde viene el amor si no viene de Dios?” (146). Su respuesta es la siguiente:
Viene del sexo y de las mujeres. Viene del sexo (Freud: todo amor es sexual) pero sin reducirse a eso. Es lo que Freud llama la sublimación […]. Es porque el deseo se enfrenta a la prohibición, especialmente bajo la forma de la prohibición del incesto, que aquel se sublima, como dice Freud, en amor. Si no hubiera en nosotros esta pulsión sexual, si no hubiera en nosotros el deseo, no habría nunca amor. (107)
Entonces, el amor viene de la tensión conyugada del deseo, perteneciente al orden de la naturaleza y, por lo tanto, al orden universal, que se confronta a la ley de una cultura particular. A mí, sin embargo, el análisis de Comte-Sponville en este punto me parece incompleto, puesto que, en efecto, está comprobado que la ley de la prohibición del incesto existe en todas las culturas (para garantizar la exogamia, genética y económicamente ventajosa).
En todo caso, casi todos amamos el amor porque lo hemos “mamado” con la leche de la madre o su sustituto, lo que explica que el amor sea el valor supremo —como dice la canción de Edith Piaf, “sans amour on n’est rien du tout” (sin amor no somos nada)—. Pero la prohibición es también implacable: la frustración, la falta es insalvable. Freud afirma que el amor primigenio, el amor materno, está definitivamente en el pasado. Debemos, entonces, aprender a amar en otro lado, de otra manera.
Dice Julia Kristeva (1996) que se debe aceptar el duelo, la renuncia a ese amor primigenio, dador de vida, como una liberación que nos abre al ancho mundo:
Asumir el fracaso, levantar cabeza, abrir nuevas vías —eterno deslizamiento, salubre metonimia— y, siempre, alejándose del hogar natal, rehacer sin cesar, con nuevos objetos y signos insólitos, esta apuesta de amar-matar, que nos vuelve autónomos, culpables y pensantes. ¿Felices? En todo caso enamorados. (140; mi traducción)
Esta cita de Julia Kristeva es absolutamente extraordinaria y subraya no solo la necesidad de desprenderse del primer objeto de amor, la madre, sino la ambivalencia esencial de la afectividad humana, cuya aceptación significa la posibilidad del pensamiento, así como de la autonomía. El precio por pagar es la culpabilidad, que es inevitable. Vemos claramente indicada en el texto de Kristeva esa ambigüedad esencial del encanto. Entendemos también que la tentación de levantar barreras para proteger el tesoro es grande. La sabiduría popular dice: “Para vivir felices, vivamos ocultos”.
El encanto como posición caracteriza, en todo caso, una franja importante de la axiología2 de la narrativa burguesa en Europa en los siglos XVIII y XIX, durante el periodo máximo de la expansión burguesa, marcada entonces tanto por la ambivalencia como por una afirmación tan rotunda como prosaica: “Debemos cultivar nuestro jardín”, conclusión de Voltaire en su novela, escrita entre 1759 y 1760, Candide o el optimismo.
Solo quisiera dar tres ejemplos esenciales de esta axiología burguesa central: la novela de Voltaire, Candide, que acabo de mencionar, con su moraleja cultivemos nuestro jardín (¿moraleja cándida, también, si viene de un cortesano?, las contradicciones y las ambivalencias abundan en nuestra problemática, como ya lo vimos); la novela Middlemarch (escrita entre 1871 y 1872), de George Eliot, y, para terminar, en este capítulo, El tiempo recobrado, de Marcel Proust.
Middlemarch, de George Eliot: novela femenil y del encanto
La novela de George Eliot es, para nosotros, excepcionalmente interesante y se acompaña de un comentario de la autora que puede constituir la definición de un segundo tipo de encanto, después del encanto de Candide y antes del encanto de El tiempo recobrado. Permítanme, entonces, en primer lugar, un relativamente largo (y solo aparente) rodeo por algunos apartes de Middlemarch, novela que considero el centro del periodo tratado en este primer capítulo, así como de su axiología esencial. En realidad, se trata de definir una de las primeras etapas históricas de ese repliegue hacia el refugio de la interioridad que veo en la reflexión de George Eliot, en esta obra además claramente marcada por una posición femenil.3 Lo femenil, a pesar de la misoginia marcada de la ideología burguesa, empieza a penetrar esta axiología a partir de lo que Jacques Rancière llama el régimen estético. La claridad de mi texto exige aquí, antes del análisis de algunos apartes de Middlemarch, una breve exposición de este concepto de Rancière.
El filósofo y analista literario elabora esa concepción en su obra, breve pero revolucionaria, El inconsciente estético (2001). En los capítulos primero y tercero, Rancière ofrece una hipótesis esencial a mi planteamiento en este ensayo. En el primer capítulo, titulado “Del psicoanálisis del arte al inconsciente estético”, establece claramente la utilidad para el filósofo, el esteta (y no el psicoanalista), de la teoría psicoanalítica: no se trata “de la aplicación al campo estético de la teoría freudiana [o lacaniana] del inconsciente” (2001, 9; mi traducción); ni tampoco se trata de “psicoanalizar a Freud”. Le interesa “saber lo que [las figuras literarias y artísticas escogidas por Freud] prueban y lo que les permite probarlo” (10).
Rancière concluye que estas figuras
son los testimonios de la existencia de cierta relación entre el pensamiento y el no-pensamiento, de cierto modo de pensamiento en la materialidad sensible. De lo involuntario en el pensamiento consciente y del sentido en lo insignificante. […] si la teoría psicoanalítica del inconsciente es formulable “en cierto momento histórico” es porque existe ya, fuera del terreno propiamente clínico, cierta identificación de un modo inconsciente del pensamiento, y el terreno de las obras del arte y de la literatura se define como el campo de efectividad privilegiada de este inconsciente. (11)
Pero, para seguir con su reflexión, Rancière debe precisar lo que entiende por estética. No se trata de la “ciencia o la disciplina que se ocupa del arte”, como es el sentido tradicional, banal, de la palabra, sino de “un modo de pensamiento que se despliega a propósito de las cosas de pensamiento. […] es un régimen histórico específico de pensamiento del arte” (12). El filósofo subraya que este uso de la palabra estética es reciente y remite a la Estética de Baumgarten (publicada en 1750); esta palabra
designa el campo del conocimiento sensible, de este conocimiento claro, pero todavía confuso que se opone al conocimiento claro y distinto de la lógica […]. [La estética] es una configuración específica del campo del arte […], es una transformación del régimen de pensamiento del arte. (Rancière 2001, 12-14)
En el capítulo tercero, titulado “La revolución estética”, Rancière afirma que el régimen estético se constituye como una revolución en el campo de la literatura y de las artes, que reemplaza al régimen representativo (anterior a la segunda mitad del siglo XVIII), racional, aristotélico, del clasicismo francés (que se ubica entre 1650 y 1750, aproximadamente). En el régimen representativo, el pensamiento es la “acción que se impone a una materia pasiva” (25), y que obedece a reglas que trascienden