La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen

La novela del encanto de la interioridad - Hélène Pouliquen


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y Para una sociología de la novela (1964), para empezar mi verdadera formación. Los libros de Goldmann me enseñaron a profundizar en la relación literatura-sociedad, a buscar en las obras de Racine y de Pascal (siglo XVII francés) una visión de mundo trágica, a perseguir en cada obra una estructura significativa particular. En cuanto a su trabajo sobre la novela (Para una sociología de la novela), pude apreciar un movimiento en su conceptualización, ponerme en contacto con Teoría de la novela del joven Lukács (así como con su obra anterior El alma y las formas) y entender mejor esta obra imprescindible si bien compleja y metafísica.

      Me pareció notorio y significativo que fuera el periodo premarxista de Lukács el que interesara a Goldmann. Además, porque esto me dio argumentos para cuestionar, luego, a enemigos furibundos del generoso intelectual que me había conquistado, en particular, a Julia Kristeva. Ella, a la vez que introducía en el panorama del enfoque, gracias a su conocimiento del ruso, la figura estelar de Bajtín, me pareció siempre muy injusta con Goldmann. En un texto reciente publicado en la revista La Palabra, de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, titulado “De la sociología de la literatura a la sociocrítica y a la estética sociológica” (Pouliquen 2017), creo haber logrado una representación más equilibrada de la evolución de la disciplina. Sin embargo, me permito acá lamentar las acusaciones grotescas que Kristeva ha tenido que soportar recientemente, injustamente también, e invitarlos a disfrutar de aproximaciones justas y equilibradas en un texto escrito a cuatro manos con su pareja desde 1967, el también escritor francés Philippe Sollers, titulado Del matrimonio como una de las bellas artes (2015). Hay, en este texto, varias definiciones del amor en relación con el sexo, la felicidad y la plenitud, y un acercamiento a la comprensión de por qué un hombre y una mujer, muy diferentes desde todo punto de vista, siguen casados desde hace cincuenta años y lo disfrutan.

      Pero volvamos a mi París que, si bien no es tan mágico como el de Woody Allen en París a medianoche, despierta en mí hoy una nostalgia que me devuelve a las tardes de cine en el barrio Latino, donde disfrutaba de las películas recientemente estrenadas de Antonioni, Losey y Bergman. Allí también, en estas deliciosas vivencias, completadas en pastelerías vienesas, se encuentra otra raíz de mi largamente alimentada convicción de un encanto en la novela, pero también en el cine y hasta en el matrimonio considerado como una de las bellas artes. Encanto que, por supuesto, tiene más de una cara y se alimenta no solo de amor, curiosidad y deseo de saber, sino también de su contrario: el hastío, por ejemplo. Así que, cuando aparece en la puerta de mi apartamento un mensajero de Air France con un tiquete París-Bogotá y una rosa roja, a pesar de haber visto un libro con la imagen de un bus colombiano de la época de La Violencia, con el maletero repleto de cabezas cortadas —que mi madre había conseguido no sé dónde para desalentarme de venir a Colombia—, aterricé en El Dorado un día de julio de 1965. Estaba intacta mi convicción del encanto y se fortaleció con una Bogotá que, si bien era provinciana, fue muy generosa con la francesita recién desembarcada en un medio de arquitectos y sus bellas casas renovadas de La Candelaria; con uno que otro pintor decidido a conquistarla y a ofrecerle otro matrimonio (¡qué manía!). Fin de la historia (por el momento, pues faltan cincuenta años más).

      En la raíz de una convicción alimentada por las vivencias evocadas hasta aquí y dependiente de las circunstancias planteadas hay evidentemente una disposición nata a buscar la felicidad y, si es posible, la dicha y la plenitud, que han resistido a vivencias dolorosas: la muerte de mi padre al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía cinco años; la posterior depresión de mi madre, sola con tres niños chiquitos (aunque también vi cómo era capaz de no dejarse ir; cómo, cuando murió a los noventa y dos años, después de una larga y provechosa vida, por petición suya fue enterrada junto a mi padre: el amor seguía todavía vivo después de sesenta años). También hubo la experiencia de que si bien la muerte acecha, no siempre vence: tras la Liberación, en 1944, soldados norteamericanos libertadores llegaron al pueblito pacífico donde nací exhibiéndose y regalando chewing gum en enormes camiones militares; y por una imprudencia de la niñita de cuatro años que iba sola y encantada a recoger des noisettes y des myrtilles, un camión le pasó por encima, la arrastró, pero solo le peló las piernas: salió caminando. Y la experiencia de momentos perfectos: frente a la enorme chimenea de piedra de las casas típicas bretonas, en donde ardía un fuego de madera, una niñita de seis o siete años, sentada con los recién nacidos de la gata en las rodillas, se sentía en el paraíso, sola pero protegida, en la casa de sus abuelos.

      Por supuesto, la neurosis también amenaza y parece empañar la vida. En París, tras haber sido admitida en La Sorbona, tras lograr lo que quería (estaba cursando una licenciatura en Letras Modernas, tras descartar la tentación de la Filosofía), me sentía confusa, a veces desesperada. Mi madre buscó entonces la ayuda de un psicoanalista muy reconocido, y empecé una terapia que duró dos años y que interrumpí para volar a Bogotá, impulsada por la atracción de lo nuevo. Menciono esta experiencia porque pienso que me permitió estar en contacto con mi inconsciente y disfrutar, a mi manera, de lo que Jacques Lacan, en la segunda etapa de su carrera como psicoanalista, indica como el fin del análisis: la coincidencia del paciente con su sinthome, palabra del antiguo francés que no debe ser traducida. La palabra sinthome aparece tardíamente en 1975 en la obra de Lacan, pero antes, en 1963, Lacan afirma que el sinthome (a diferencia del acting out) no necesita interpretación, ya que “no es en sí mismo un llamado al otro, sino un puro goce que no se dirige a nadie”1 (seminario del 23 de enero de 1963). Luke Thurston ([1996] 1997), autor del artículo “Sinthome” del Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano, subraya una anticipación de “la transformación radical del pensamiento de Lacan, implícito en este pasaje, de la definición lingüística del síntoma como significante al enunciado”. En el resto del análisis, Thurston pasa al seminario del 18 de febrero de 1975 diciendo:

      De modo que el síntoma, antes concebido como un mensaje que es posible descifrar con referencia al “inconsciente estructurado como un lenguaje” pasa a ser considerado huella de una particular modalidad del goce del sujeto; este cambio culminará con la introducción del término sinthome. El sinthome designa entonces una formulación significativa que está más allá del análisis, un núcleo de goce inmune a la eficacia de lo simbólico. Lejos de pedir alguna “disolución” analítica, el sinthome es lo que “permite vivir” al proporcionar una organización singular del goce. (180)

      En este periodo final de la obra de Lacan, sigue Thurston, se establece “el verdadero estatuto del sinthome como inanalizable […], el sinthome está inevitablemente más allá del sentido”. Thurston señala cómo “Lacan fue un entusiasta lector de James Joyce desde su juventud” y cómo

      en el Seminario de 1975-1976, la escritura de Joyce es leída como un extenso sinthome […], [y] Joyce logró evitar la psicosis desplegando su arte como suplencia, como cordel suplementario en el nudo subjetivo. Lacan pone el foco en las “epifanías” juveniles de Joyce (experiencias de una intensidad casi alucinatoria que después eran registradas en textos enigmáticos, fragmentarios) […]. El texto joyceano —desde las epifanías hasta Finnegan’s Wake— entraña una relación especial con el lenguaje, su remodelación como sinthome, la invasión del orden simbólico por el goce privado del sujeto […]. Es así como Joyce pudo inventar un nuevo modo de usar el lenguaje para organizar el goce. (181)

      En otro lugar del Diccionario, Dylan Evans ([1996] 1997), autor del artículo “Goce”, alude, después de citar la afirmación de Lacan según la cual “el goce es esencialmente fálico”, a una admisión lacaniana: “Hay un goce específicamente femenino, un ‘goce suplementario’ […] que está ‘más allá del falo’, un goce del Otro. […] Este goce femenino es inefable, pues las mujeres lo experimentan, pero no saben nada sobre él” (103). Pero yo creo que sí, como mujer y como crítica literaria, puedo decir algo sobre el goce, y quiero hacerlo con la novela del encanto, como las novelistas y los novelistas lo hacen, tal vez de manera diferente. La reflexión sobre este punto lo mostrará.

      Para esto, en este libro analizo un corpus de novelas tanto colombianas como europeas, rusas o norteamericanas, en conexión con las reflexiones teóricas acerca del inconsciente estético planteado por Jacques Rancière (1998); con una resolución novedosa del problema edípico propuesta por Julia Kristeva (1994); con un tipo de


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