La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen

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de su fabricación, una abundancia de frutas, exóticas para sus invitados franceses (naranjas, limones, piñas, pistachos), y café moca. Después, “las dos hijas de este buen musulmán perfumaron las barbas de Candide, de Pangloss y de Martin” (154). Candide le pregunta al turco acerca de sus tierras, que presume vastas y magníficas. El anciano contesta que no tiene sino veinte arpendes (medida mínima de tierra, muy modesta) y que los cultiva con sus hijos. Finalmente enuncia el meollo de su sabiduría (y la receta de la felicidad): “El trabajo aleja de nosotros tres grandes males: el aburrimiento, el vicio y la necesidad” (ibíd.). Enseguida los tres amigos sacan conclusiones del discurso del anciano. Los dos sabios (Pangloss no puede evitar caer en el discurso vacío) resumen los implícitos de las afirmaciones del turco. Para Candide son dos verdades. Le parece, en primer lugar, que “este buen anciano se ha labrado una suerte mucho mejor que la de los seis reyes con los cuales hemos tenido el honor de cenar”; y, en segundo lugar, formula la moral de la historia: “Debemos cultivar nuestro jardín”. Martin, el hombre común, enuncia la regla de vida esencial: “Trabajemos sin razonar, es la única manera de hacer soportable la vida”.

      Finalmente, todo termina bien: la receta de Martin (meollo de la sabiduría burguesa, centrada en el trabajo) se pone en práctica entre el grupo de amigos:

      Toda la pequeña sociedad abrazó este loable propósito; cada uno empezó a ejercer sus talentos. El pequeño terreno produjo mucho. Cunégonde era en verdad muy fea; pero resultó ser una excelente pastelera; Paquette bordaba; la vieja se ocupaba de la ropa. (Ibíd.)

      Candide corta la palabra a Pangloss, especialista de los discursos metafísicos y verbosos, reiterando: “Debemos cultivar nuestro jardín”. Es decir, debemos sacar todo el provecho posible de nuestro pequeño espacio propio: allí está la felicidad posible y la medida justa de la satisfacción que se puede lograr en la tierra.

      Esta fórmula es el meollo del tipo central de la axiología de la burguesía triunfante en el centro de Europa, entre 1750 y, como lo dije, 1930. Para terminar y justificar este límite inferior del periodo dibujado, señalaré aquí una última variante histórica de la forma del encanto, en donde el novelista mismo se propone, en su texto, descubrir y analizar el origen íntimo de esta forma. Esta variante se encuentra en El tiempo recobrado, último momento de la larga obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, publicada entre 1913 y 1927.

      Proust se refiere a su experiencia íntima esencial, la experiencia que da sentido a su vida y a su obra, como a momentos perfectos. Estos momentos y su amplia descripción y análisis son el objeto no solo de El tiempo recobrado, sino la meta de toda la novela: son el modo de recobrar el tiempo. Si bien los volúmenes anteriores de En busca del tiempo perdido son novelas críticas que muestran que en el mundo el amor verdadero no existe (Un amor de Swann) y tampoco la amistad ni, en general, ningún sentimiento genuino; si bien los momentos perfectos son pocos y no duran (están fuera del tiempo), para Proust, estos justifican la vida y producen una felicidad absoluta y una plenitud sin falla. A su vez, el análisis y la explicación de estos momentos perfectos, en El tiempo recobrado, son la dimensión propiamente estética de la obra: tenemos aquí un cuestionamiento del realismo en la novela o, mejor, una ilustración de la oposición establecida por Jacques Rancière, a nivel conceptual, entre un régimen mimético (racionalista, realista) y un régimen estético (cuya ilustración y explicación se encuentra, de manera muy amplia, magnífica, insuperable, aquí, en el texto de Proust). Voy a tratar de sintetizar este texto magistral, que no se presta realmente a la síntesis. Pero por su brevedad, este ensayo, sin embargo, exige la síntesis.

      El análisis de los momentos perfectos, de la verdadera experiencia humana central y tema sustancial de una genuina creación estética, empieza en la página 219 de mi edición para concentrarse en las sesenta páginas siguientes: corazón y cerebro de En busca del tiempo perdido, en su conjunto, y, a la vez, su punto de llegada en El tiempo recobrado.

      En primer lugar, el narrador en primera persona cuenta cómo llega en carruaje a una matinée musical, en la casa de la princesa de Guermantes, gran aristócrata parisiense. El narrador anota el primer elemento de su análisis: “El cansancio y este aburrimiento” que lo acompañaron, solo, en la víspera, en un viaje en tren de regreso a París; su esfuerzo de novelista potencial por fijar “la línea que, en uno de los campos considerados más bellos de Francia, separaba, sobre los árboles, la sombra de la luz” (Proust [1927] 1954, 219; mi traducción). Se trata del tipo de esfuerzo que Rancière señalaría como característico del régimen mimético o realista y que Proust, aquí, designa como si llevara a simples “conclusiones intelectuales”, poco reconfortantes e incluso deprimentes, mas no a la creación literaria, exaltante.

      Al siguiente día, el de la matinée, con la expectativa de un momento de esparcimiento, en compañía de antiguas relaciones o amigos, el protagonista experimenta “un vivo placer”, pero no se hace ilusión: renuncia, después de la experiencia de la víspera, a ser un gran novelista o, simple-mente, un novelista. No le quedan, entonces, sino estos tipos de “placeres frívolos” de un mundano. Piensa que no hay razón para renunciar a estos, ya que él no sirve para algo más valioso, más elevado, como lo constató con una decepción mayúscula:

      Tenía ya la prueba de que no servía para nada, que la literatura ya no podía causarme ninguna dicha, bien sea por mi culpa, porque no tenía talento, bien sea por la suya, si ella era mucho menos cargada de realidad de lo que había creído. (220)

      El narrador concluye: “¡Qué poca dicha en esta lucidez estéril!”. Y sigue: “En cuanto a las dichas de la inteligencia, ¿podía llamar así estas frías constataciones que un ojo lúcido o mi razonamiento correcto producían sin ningún placer y se mantenían infecundas?” (220). Así, en este momento, se observa cómo está planteada la problemática: la dicha que procura la literatura en el creador no viene ni de la lucidez ni de la capacidad de un razonamiento correcto. Las frías constataciones no la generan.

      Pero cuando todo parece perdido para él, casualmente, la puerta de la plenitud se abre: un movimiento reflejo para evadir un vehículo le procura una dicha que hace que se desvanezca instantáneamente el descorazonamiento que le embargaba por la constatación de la inutilidad de su vida. Ya había experimentado este tipo de dicha, en diversas épocas de su vida: con la vista de árboles que creyó reconocer durante un paseo en coche alrededor de la pequeña ciudad costera de Balbec; con la vista de los campanarios de otra localidad, Martinville; al probar el sabor de una magdalena mojada en una infusión. Y en muchas otras ocasiones, “como por encanto […], sin que haya hecho ningún razonamiento nuevo, encontrado argumento decisivo alguno, las dificultades, insolubles hace poco, habían perdido toda importancia […], toda inquietud acerca del porvenir, toda duda intelectual, se había desvanecido” (221).

      Y así como en el pasado “había postergado la búsqueda de las causas profundas” de estas vivencias inesperadas de una dicha plena, total, ahora el narrador está “absolutamente decidido a no resignar[se] a ignorar por qué”. Pero antes de buscar la causa de esta dicha, precisa las sensaciones que la acompañan: “Un azul profundo embriagaba mis ojos, impresiones de frescura, de deslumbrante luz se arremolinaban alrededor mío” (220). Piensa que repitiendo el gesto que provocó las maravillosas sensaciones, focalizándose en estas sensaciones y no en el movimiento material que las disparó (se tropezó involuntariamente contra unos adoquines mal alineados en el patio del hotel particular de los Guermantes), la visión maravillosa se repetirá. Y así será, pero solo brevemente.

      Lo que quiere es “resolver el enigma de felicidad”, planteada por la repetición de la emoción sentida en Venecia, cuando tropieza sobre unos adoquines desiguales del baptisterio de San Marcos y que le había dado una dicha semejante a una certeza y suficiente, sin más pruebas, “para hacer que la muerte me pareciera indiferente” (222). Esta vivencia, totalmente fortuita e inesperada, pertenece a lo que es fundamental y particular para el escritor, lo que justifica su obra y su existencia, aquello que las hace bellas y significativas, lo que las hace pertenecer al régimen estético (Rancière 1998).

      Proust se declara resuelto a encontrar la solución al enigma que se le plantea nuevamente, luchando contra


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