La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen

La novela del encanto de la interioridad - Hélène Pouliquen


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un empleado de la princesa trata, infructuosamente, de no hacer sonar una cuchara contra un plato durante el concierto, produciendo un sonido idéntico al escuchado durante la parada del tren, la víspera, cuando el pretendiente a novelista se esforzaba por describir la línea de separación entre la luz y la sombra en una fila de árboles (esfuerzo en vano, puesto que el espectáculo es aburrido, así como su descripción por el novelista potencial).

      Luego se multiplican los “signos” (223) del mecanismo, involuntario y misterioso, que lo llena de dicha: mientras sigue esperando en la biblioteca para no interrumpir el recital, el mayordomo de la princesa le trae una colación, acompañada de una servilleta almidonada, “que tiene exactamente el tipo de tiesura y de almidonado que la toalla” con la cual pudo, a duras penas, secarse a su llegada a Balbec, hace tiempo. Con esta coincidencia de sensaciones separadas por un largo periodo de tiempo, surge de nuevo la dicha:

      Y no solo disfrutaba de estos colores, sino de todo un instante de mi vida que los sostenía y que, sin duda, había sido aspiración hacia ellos, pero que algún sentimiento de cansancio o de tristeza me había impedido disfrutar en Balbec, pero que ahora, limpiado de lo que hay de imperfecto en la percepción exterior, puro y desencarnado, me hinchaba de alegría. (224)

      Finalmente, Proust llega a “la causa de esta felicidad, del carácter de certeza con el cual se imponía” (226). Permítanme citar el pasaje maravilloso en donde encuentra la causa de esta dicha, cuyo descubrimiento fue tan postergado, y que no es otra sino la abolición del tiempo, el tiempo recobrado:

      En efecto, esta causa la adivinaba comparando estas diversas impresiones felices, que tenían en común que las experimentaba a la vez en el momento actual y en un momento alejado en el tiempo, de tal manera que el pasado traslapaba el presente y me hacía dudar en cuanto a en cuál de los dos me encontraba; de hecho, el ser en mí que disfrutaba de esta impresión, la disfrutaba en lo que tenía en común en un día antiguo y ahora, en lo que tenía de extratemporal, era un ser que no aparecía sino cuando, por una de estas identidades entre el presente y el pasado, podía encontrarse en el único medio en el cual pudiese vivir, disfrutar de la esencia de las cosas, es decir, fuera del tiempo. Esto explicaba que mis inquietudes acerca de mi muerte hubieran cesado en el instante mismo en el que había reconocido inconscientemente el gusto de la pequeña magdalena, ya que, en este momento, el ser que había sido era un ser extratemporal y, en consecuencia, no preocupado por las vicisitudes del porvenir. Este ser nunca había venido hacia mí, nunca se había manifestado sino fuera de la acción, fuera del disfrute inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me había hecho escapar del presente. Solo él tenía el poder de hacerme recobrar los días antiguos, el tiempo perdido, ante el cual los esfuerzos de mi memoria y de mi inteligencia fracasaban siempre. (226-227)

      Pero Proust quiere ir mucho más allá de la dicha, de la plenitud personal momentánea (aunque esta plenitud de los momentos perfectos es la única justificación, además del disfrute, de la vida y la única manera de evadir la angustia de la muerte) para plantear la problemática estética. En efecto, no se trata solo de revivir un momento del pasado, sino de

      mucho más, tal vez; algo que, común al pasado y al presente, es mucho más esencial que ambos. Tantas veces, a lo largo de mi vida, la realidad me había decepcionado porque, en el momento en que la percibía, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable según la cual no se puede imaginar sino lo que está ausente. Y, de pronto, el efecto de esta dura ley se veía neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que había hecho brillar una sensación —ruido del tenedor y del martillo, mismo título del libro, etc.— a la vez en el pasado, lo que permitía a mi imaginación disfrutar de ella, y en el presente en donde el estremecimiento efectivo de mis sentidos por el ruido, el contacto de la tela, etc., había agregado a los sueños de la imaginación aquello de lo cual están habitualmente desprovistos, la idea de existencia y, gracias a este subterfugio, había permitido a mi ser obtener, aislar, inmovilizar —la duración de un rayo— lo que nunca aprehenda: un poco de tiempo en estado puro. El ser que había renacido en mí, con semejante estremecimiento de dicha, cuando había oído […], ese ser no se nutre sino de la esencia de las cosas, solo en esta encuentra su subsistencia, sus delicias. Languidece en la observación del presente en donde los sentidos no pueden aportarle, en la consideración de un pasado que la inteligencia reseca, en la espera de un porvenir que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado, a los cuales le quita todavía más de su realidad, no conservando de ellos sino lo que conviene al fin utilitario, estrechamente humano, que les asigna. Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado hace tiempo, vuelve a serlo, a la vez en el presente y en el pasado, reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, inmediatamente la esencia permanente y generalmente escondida de las cosas se ve liberada y nuestro verdadero yo, el cual parecía muerto, a veces desde hacía mucho tiempo, pero no lo era completamente, se despierta, se anima, recibiendo el celeste alimento que le llega. (228)

      El texto de Proust no solo establece claramente, en un nivel filosófico, el aporte particular (estético) de la literatura, sino que subraya, como segundo punto, la dicha, la plenitud de felicidad, el disfrute absoluto que es susceptible de aportar al escritor (quien lo transmite al lector, de manera concreta). Adicionalmente, se propone, como tercer punto, profundizar en las múltiples relaciones que se establecen, en el proceso, entre disfrute y dolor; elementos opuestos, pero necesariamente interrelacionados de múltiples maneras. Estas relaciones, de carácter complejo, entre lo positivo y lo negativo son también relaciones entre lo masculino y lo femenino, no solo en el texto literario (lo estético), sino en el ser humano (lo ético). De esta manera, Proust se acerca así a las revelaciones de una nueva disciplina en pleno desarrollo, mientras él escribe su obra: el psicoanálisis.

      Estoy sugiriendo así la existencia de una línea de novelas marcadas por la búsqueda del polo positivo en la experiencia del ser humano y en sus productos estéticos evocada, hasta ahora en mi propuesta, por Candide, de Voltaire (siglo XVIII); Middlemarch, de George Eliot (siglo XIX); Lejos del mundanal ruido, de Thomas Hardy (siglo XIX), y El tiempo recobrado, de Proust (durante el primer tercio del siglo XX), pero en la cual retrocederé más adelante, para evocar el arte de Henry James y seguir, cronológicamente, con las novelas de Virginia Woolf (La señora Dalloway, de 1930) y Marguerite Duras (El encanto de Lol V. Stein, de 1964). No quiero olvidar ni la experiencia de la dicha y la plenitud, ni la experiencia de la negatividad y el dolor, ni la dimensión estética, ni la mezcla entre lo masculino y lo femenino, solo temo el desarrollo incontrolable de la problemática, pero espero así renovar a mi manera, desde mi punto de vista particular (como mujer, francesa, relativamente arraigada en Colombia y con una larga experiencia), la reflexión sobre la novela, nutrida de las ideas del joven Lukács, de Theodor W. Adorno, de Lucien Goldmann, de Julia Kristeva, de Thomas Pavel, de Jacques Rancière y de Alain Badiou. Por lo pronto, en este capítulo, me falta evocar la reflexión de Proust sobre la función y el lugar del dolor y de la negatividad, en su novela.

      En El tiempo recobrado, Proust se propone elaborar la manera como “la obra a la cual nuestras penas han colaborado puede ser interpretada […] a la vez como un signo nefasto de sufrimiento y como un signo feliz de consuelo” (266). Un ejemplo de este proceso, planteado en una nota de la página 268 y aparentemente alejado del texto, es, de hecho, absolutamente central para la obra. Se trata de lo que Proust llama “estos grandes dolores útiles”, que no faltan en la vida y que, por el dolor de los celos, por ejemplo, permiten acceder de “un insignificante deseo físico” a la plenitud, a la dicha del amor (por supuesto, hasta que, a través del matrimonio —Un amor de Swann— volvamos a la indiferencia inicial: hay mucho humor, si no mucho cinismo, o realismo, en la obra de Proust, también). Citemos la nota:

      En amor, nuestro rival feliz, es decir, nuestro enemigo, es nuestro bienhechor. A un ser que no excitaba en nosotros sino un insignificante deseo físico agrega inmediatamente un valor inmenso ajeno a él, pero que confundimos con él. Si no tuviéramos rivales, el placer no se transformaría en amor. (268)

      Más adelante, Proust afirma que:

      Las ideas son los sucedáneos de las penas; en el momento en que estas últimas se transforman en ideas, pierden una parte de su acción nociva sobre nuestro corazón


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