La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen
saber y la acción, la actividad y la pasividad”. Este conjunto ordenado es remplazado por “cierto salvajismo existencial del pensamiento en donde el saber se define no como el acto subjetivo de captación de una idealidad objetiva, sino como cierta afección, una pasión y hasta una enfermedad de lo vivo” (26).
Por eso, este régimen se caracteriza por la “identidad de los contrarios [con la cual] la revolución estética define lo propio del arte […]. La obra depende de su propia ley de producción y es en sí misma su propia prueba”. Se trata de “una producción no condicionada” y que, sin embargo, es de una “absoluta pasividad” (27). Reconocemos aquí las características principales del discurso romántico que surge de una interioridad, que no obedece a ninguna regla, ni de concepción ni de expresión, y que desembocará, en el siglo XX, en las obras de James Joyce, de Dadá y del surrealismo (con su característica escritura automática), con un discurso totalmente ajeno a una organización racional.
Después de esta aclaración acerca del régimen estético de Rancière, analicemos ciertos apartes de Middlemarch. En el “Preludio”, encontramos una introducción a la heroína —problemática, diría Lucien Goldmann, que actualiza así el metafísico concepto de héroe demónico del joven Lukács—, que vive en un periodo de expansión de la democracia inglesa, de los centros de poder hacia la provincia y la periferia, en las décadas de 1820 y 1830. Esta heroína, Dorothea Brooke, se define en contraste con santa Teresa de Ávila, la reformadora de los conventos de las Carmelitas en el siglo XVII en España, cuya vida es presentada aquí como heroica. Dice Eliot:
La naturaleza apasionada, focalizada en ideales elevados de Teresa, exigía una vida épica […]. Encontró su epos en la reforma de una orden religiosa […]. En los trescientos años siguientes, estos ideales épicos no desaparecieron y muchas Teresas nacieron, pero ya no encontraron ninguna vida épica posible […], tal vez solo una vida de errores, fruto de cierta grandeza espiritual inadecuada a la mediocridad de las oportunidades; tal vez un fracaso trágico que no encontró un poeta sagrado para ser contado y se hundió sin lágrimas, en el olvido. ([1871-1872] 1992, 1-2; mi traducción)
En efecto, para “estas Teresas nacidas muy tardíamente, no hubo la ayuda de un orden social coherente que pudiera cumplir la función de conocimiento para un alma ardiendo de voluntad” (2). Y por eso, así concluye George Eliot el “Preludio”, “se dieron vidas llenas de errores, debido a la indefinición muy inconveniente con la cual el poder supremo diseñó las naturalezas de las mujeres”. Desafortunadamente, si bien “aquí y allá un polluelo de cisne es arreado, con malestar, dentro del grupo de paticos sobre el lago oscuro […], nunca encuentra la corriente viva de compañerismo con su propia clase de patas palmadas” (2).
Sin embargo, esta visión desesperada de la condición de los idealistas que, como el personaje Dorothea, viven en una sociedad banal, en la cual se ausentan cada vez más los altos ideales, se matiza en el “Final”. Allí, George Eliot afirma que
los actos que determinaron su vida no habían sido idealmente bellos. Eran el resultado mezclado de un joven y noble impulso que luchaba dentro de las condiciones de un medio social imperfecto, en el cual los sentimientos elevados tienen con frecuencia la apariencia del error, y una gran fe, el aspecto de una ilusión […]. Una nueva Teresa ciertamente no tendría la oportunidad de reformar la vida de un convento, y tampoco una nueva Antígona de usar su heroica piedad para enfrentarse a todo para dar un funeral a su hermano: el medio en el cual sus hechos ardientes tomaron forma se fue para siempre. Su naturaleza plena […] se regó en canales que no tienen grandes prestigios en la tierra. Pero el efecto de su ser sobre las personas que la rodearon se difundió de manera incalculable: la expansión del bien en el mundo depende parcialmente de actos no históricos; y si las cosas no van tan mal para usted y para mí como pudieran haberlo hecho es en parte gracias a la gente que vivió con fe una vida oculta y que descansa en tumbas que nadie visita. (760-766)
Tenemos aquí, en este final, el planteamiento medido y sutil de una axiología burguesa decimonónica de lo que llamo encanto: el ideal de una vida discreta, oculta, pero satisfactoria para el ser y beneficiosa para la sociedad y el mundo.
Esta posición definía ya a la novela Candide o el optimismo, de Voltaire (1759-1760), obviamente con matices diferentes. Tenemos así dos textos, uno inglés y otro francés, característicos de la ficción en la modernidad europea, con una concepción amable de la condición humana. Esto no quiere decir que no hay, al lado de esta concepción relativamente amable, en su conclusión, un juicio más negativo de la condición humana, sino que nuestra reflexión se sitúa en oposición a la reflexión de la novela radicalmente escéptica (el modelo aquí, recordémoslo, es la novela de Flaubert). Esta reflexión analiza una novela que llamo del encanto, a sabiendas de que entre los dos extremos posibles están todas las obras que Thomas Pavel (2005) llama de síntesis y de que no hay obra literaria (y tampoco condición humana) totalmente positiva, ni siquiera en la posición del idilio, que es radicalmente idealista.
El idilio es una posición incompatible con la posición del encanto, justamente por su idealismo extremo: la posición del encanto se define tanto por el rechazo del mundo como por la posibilidad (que no es garantía) de la felicidad. Esta felicidad es consecuencia de una organización de la vida en un espacio propio, de dimensiones reducidas, lejos del mundanal ruido, según la feliz expresión de fray Luis de León, poeta del siglo XVI español, y que sirve de título en español para la cuarta novela de Thomas Hardy: Far from the Madding Crowd (1874). En esta novela, la multitud del mundo es evocada como enloquecedora: estar lejos de esta multitud, en un lugar cerrado, limitado, pequeño, privado, es el ideal. El poema de Alphonse de Lamartine de 1820 titulado “El vallecito” (“Le vallon”) es el ejemplo perfecto, la encarnación pura, del lugar ideal en este tipo de visión de mundo, característica del primer romanticismo europeo.
La novela de Hardy es una referencia contemporánea de Middlemarch, de Eliot. Aunque su mensaje es bastante diferente del mensaje de la novela de Eliot, vemos en ella los grandes rasgos de la axiología burguesa de un periodo intermedio, marcado por una ideología romántica, en Europa occidental (Inglaterra y Francia, principalmente). Este periodo es ampliamente definido por una frontera superior y una frontera inferior: 1750 y 1930, respectivamente; es decir que se ubica entre la modernidad temprana (16001750) y la modernidad tardía (1930-hoy).4
Estos son los rasgos, a su vez, del género dominante en este amplio lapso: la novela. Este género toma formas muy diversas y, entre estas, señalo un tipo específico, a su vez múltiple, cuya dimensión afirmativa, positiva, y cuyo origen en un tipo particular de erotismo son característicos: la novela que se aparta del escepticismo radical flaubertiano, la novela del encanto de la interioridad.
La axiología burguesa en Candide o el optimismo, de Voltaire
La novela Middlemarch, ya presentada en su axiología esencial, se sitúa, aproximadamente en el centro de la modernidad burguesa (1750-1930). Me centraré ahora, para precisar las características del periodo, en un breve análisis de Candide o el optimismo, de Voltaire, publicado por primera vez en 1759, con adiciones posteriores. Candide tiene, de manera clara y muy afirmativa, una axiológica sencilla y positiva relacionada con el pensamiento (burgués de segunda o tercera generación) de su autor, Voltaire (1694-1778): no preocuparse de asuntos “metafísicos”, no meterse con los asuntos de los poderosos (lo que trae grandes desgracias), contentarse con un trabajo modesto, cultivar nuestro jardín. En la “Conclusión” (capítulo 30) de la obra, los tres héroes (el filósofo metafísico Pangloss, el héroe ingenuo y pasivo Candide y Martin el hombre promedio) “se encontraron con un buen viejo que tomaba el fresco frente a su puerta, bajo un techo de naranjales” (Voltaire [1759] 1861, 153; mi traducción). El anciano y su familia, dos hijos y dos hijas, en perfecta simetría, representan en esa conclusión de la novela el modelo de la sabiduría y del buen vivir, que consiste en no ocuparse de los asuntos ajenos y mucho menos de los asuntos de los poderosos. A Pangloss, quien, curioso como siempre, le pregunta acerca de un muftí, un privilegiado, que acaba de ser ahorcado por una turba popular en Constantinopla, el anciano le contesta:
Ignoro totalmente la aventura de la cual me está hablando; en general presumo que los que se ocupan de los asuntos públicos acaban a veces