La novela del encanto de la interioridad. Hélène Pouliquen
se inspira en los conceptos de sentimiento oceánico, planteado por Freud para explicar el placer intenso de los niños y los místicos; de sinthome, descrito por Lacan en la obra de James Joyce como un goce redentor, y de kairós que Kristeva observa en las niñas y en los niños que hallan, de nuevo, creyendo sin creer, una salida provechosa del Edipo propuesto por Freud como catastrófico. También alimentan su reflexión los textos de Alain Badiou y André Comte-Sponville sobre el amor y el erotismo.
A través del encanto, la maestra define una axiología, cuyo surgimiento fue posible gracias al proceso histórico central de la modernidad descrito por Thomas Pavel en El pensamiento de la novela ([2003] 2005), en el que cada uno de los seres humanos encuentra en su interior un sistema de valores particular e independiente que le permite vivir a su manera; una ética dictada por sus ideales propios que actúa sin que medie la moral (religiosa o tradicional); en definitiva, un proceso que consiste en la interiorización del ideal o en el encantamiento de la interioridad: “Buscar la perfección de la norma en el secreto de su interioridad” (131). Aquí el lector puede advertir una semejanza entre los conceptos de Pavel y Pouliquen. Sin embargo, puedo asegurar que tal semejanza no homologa de ninguna manera los sentidos particulares ni los terrenos de cada concepto: el encantamiento de la interioridad (l’enchantement de l’intériorité, en francés) es una noción histórica que remite a los ideales que la filosofía de la Revolución francesa puso en el horizonte de la existencia del ser humano; en cambio, el encanto es un concepto estético que sintetiza una axiología, una valoración del mundo, legible no solo en novelas, sino en distintas obras artísticas.
Para zanjar de momento tal diferencia, quisiera evocar una de las muchas novelas que inspiraron a mi maestra y cuya incidencia en la designación de su concepto es determinante (mucho más, creo, que el libro de Pavel). Me refiero a Le ravissement de Lol V. Stein, de Marguerite Duras, publicada en 1964. La escritora española Ana María Moix tradujo en 1987 esta obra como El arrebato de Lol V. Stein, pero, de acuerdo con la maestra, dicho título no conviene, pues lo que se presencia en la novela, como fenómeno central, es el encanto de Lol V. Stein. El cambio en la traducción obedece a que la palabra ravissement tiene varios sentidos: el de encanto, como deleite o plenitud intensa, el de arrebato o rapto violento y el de éxtasis místico o amoroso. Todos estos sentidos aparecen de alguna manera representados en sus personajes o en ciertas circunstancias en la novela. Sin embargo, el encanto predomina, pues con él se pueden describir, primero, la reacción que provocó en Lol, la protagonista, el rapto de su novio, Michael Richardson, por la encantadora y madura Anne-Marie Stretter; y, segundo, la repetición de tal vivencia, diez años después, pero protagonizada esta vez por Lol, como la mujer que arrebata a Jacques Hold, el amante de su amiga Tatiana Karl. Ajena a toda venganza y sufrimiento, al furor de las penas amorosas juveniles —y que en el Werther de Goethe llevan al suicidio—, la vivencia del rapto del amante provoca en Lol y en los amantes arrebatados una transformación sin violencia que los lleva, en un instante, a la plénitude de la maturité (Duras 1964, 17), en la que gozan del encanto al que ya ha accedido Anne-Marie.
La plenitud de la madurez es una experiencia femenil —posible en cualquier ser humano, independientemente de su género biológico, pues está determinada por su valoración del mundo— que aparece no solo en El encanto de Lol V. Stein, sino también en El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, o en Los caballitos del diablo, de Tomás González, entre un sinfín de novelas y obras artísticas de distintas latitudes y momentos de la modernidad. Dicha madurez no reniega de forma escéptica del ideal, sino que confía, sin creer creyendo, en él: confía en la posibilidad que tiene el ser humano de ser feliz y bueno, a pesar de la proverbial maldad del mundo, de su ruido y de la inevitable pérdida de las ilusiones que conlleva el paso del tiempo en el yo. Por eso, tal madurez le permite al sujeto emerger positivamente de distintas experiencias difíciles o límites, transformado, como le sucede, por ejemplo, al héroe de El tiempo recobrado, de Marcel Proust: tras la angustia que le provoca el fracaso de su propia vida como escritor y el repudio que le genera la corrupción de su mundo, de pronto experimenta una serie de momentos perfectos que es capaz de motivar la escritura de su obra y de quebrar, aunque sea por un instante, el ritmo del reloj, de la ley, en una apuesta ganada, por fin, al ávido jugador que es el Tiempo, como diría Baudelaire.
Considerar y ahondar hoy en una posición como la descrita, así como lo ha hecho mi maestra en este libro, puede parecerles a los críticos más irónicos, a los más tánicos y sardónicos, un ejercicio pintoresco e incluso anacrónico, pues remite de varias maneras a la metafísica Teoría de la novela, del joven Lukács. Pero el objetivo de la maestra no ha sido nunca completar —esto es, reformar— la teoría del esteta húngaro, sino inspirarse en ella para hacerla estallar desde adentro: en un ejercicio revolucionario, de revuelta, su propuesta deja de lado la definición de la novela como género y se ocupa de una posición axiológica; se aparta del esquematismo y la abstracción que apenaban al Lukács maduro de su obra de juventud con una lectura detallada de las novelas que encarnan dicha posición, y, sobre todo, plantea ya no una madurez viril —producto de que a sus héroes se les niegue la posibilidad de creer para siempre en sus ideales—, sino femenil, es decir, que cree (sin ser ingenua, idílica o complaciente) en la promesa más ambiciosa (y valiosa) de la modernidad: que el ser humano, aunque sea por un instante, puede ser feliz en este mundo.
De todas formas, tanto en este libro de mi maestra como en el de Lukács puede hallarse, sin duda, un mismo detonador: el carácter genuino de las vivencias que condicionaron su escritura. Si Teoría de la novela “ha nacido en un estado de ánimo de desesperación permanente” ([1962] 1985, 282), producto del estallido de la Gran Guerra, la génesis de La novela del encanto de la interioridad se encuentra en la confianza en que una vida tranquila —esto es, joven y alegre, sencilla, despreocupada por las habladurías, que no desea el reconocimiento de los grandes (como dice el primero de los epígrafes de este libro), que es rica en experiencias profundas y frescas y que, aunque consciente de la miseria del mundo, supera la desesperación— puede permitirnos “asumir el fracaso, volver a levantar la cabeza, abrir nuevas vías”, para rehacer sin cesar nuestra “apuesta de amar-matar” (Kristeva [1996] 1998, 140).
De eso se ocupan todas las novelas del encanto: no del impasse, sino de la encrucijada, de la posibilidad de un camino. Se trata de una forma auténtica, original y sugestiva de entender la literatura y el arte en la cultura; de conectar la producción artística con la reflexión del psicoanálisis y, sobre todo, de dar rienda suelta a Eros en un campo que, a veces, parece estar condenado a la repetición de los lugares comunes. Como uno de sus primeros lectores —y, también, como el alumno prendado de su maestra y el editor que la admira—, puedo decir que así como el carácter destructivo de Walter Benjamin “hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos” ([1931] 1982, 161), este libro nos presenta hoy a todos sus lectores la necesidad de insertar en la teoría literaria actual la posibilidad real de la plenitud, del encanto de la interioridad, para hallar una nueva senda.
MARCEL ROA
Instituto Caro y Cuervo
Bogotá, 29 de mayo de 2018
PREFACIO
El libro que tienes entre tus manos, querido lector, como diría Michel de Montaigne, tiene como su más lejana fuente sus Ensayos, adoración de mi adolescencia, escasa de otros placeres, encerrada como estaba entre las paredes de la Escuela Normal Primaria de Quimper, en mi Bretaña natal. Allí, en una formación para ser maestra, recibí un adiestramiento científico que me asfixiaba. Mi único alivio era la gimnasia sueca, bajo la dirección de una maestra encantadora, de la cual estaba platónicamente enamorada. Me escapé de esta cárcel ganando sucesivos concursos que me llevaron de Brest a Rennes y, finalmente, a La Sorbona, en París. Pero allí los cursos, que se ofrecían hasta para quinientos estudiantes o más, podían ser increíblemente monótonos (un profesor leía su futuro libro) y aburridos. Afortunadamente, me gané una buena beca (equivalente al sueldo de un profesor joven de secundaria) y el barrio Latino, alrededor de La Sorbona, estaba lleno de librerías (en donde pronto encontré dos libros de Lucien Goldmann, judío rumano de izquierda, perseguido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial) y de pequeños locales de cine arte.
Evadiendo