El Peruca. Joel Singer

El Peruca - Joel Singer


Скачать книгу
>

      

      Apellido autor, Nombre

       Título obra. - XXa ed. - Buenos Aires : Autores de Argentina, 2018.

       XXX p. ; 20x14 cm.

       ISBN XXX-XXX-XXXX-XX-X

       1. Temática xxx . 2. Xxx. I. Título.

       XXX XXXX

      Editorial Autores de Argentina

      www.autoresdeargentina.com

      Mail: [email protected]

      Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

      Impreso en Argentina – Printed in Argentina

      Dedicado a todos los pibes que aman a otros pibes

      y están orgullosos

      Sí. ¡Ay la vejez! La vejez es verbosa, parlanchina, gárrula. Incontinente, insomne, avara, flácida. Olvidadiza, memoriosa, arteriosclerótica, cegatona, artrítica, friolenta, arrugada, manchurrienta, necia, obstinada, cerril. Sorda, lenta, tarda, terca, lerda, edematosa, dispéptica, colagoga, ética, canosa, calva, horrible, constipada, flatulenta, pilosa, fétida. Senectus excretio est, diría ciceroniando: la vejez es mierda. Calzón sucio, calcetín roto, analgésicos, descongestivos, digestivos, antiflatulentos, antipiréticos, y el Quinidín Durules que me aliviana el corazón. Del terremoto, aparte de la matazón, lo que más me gustó fue el rescate de los perros: del Centro Médico, las ruinas del Centro Médico donde los tenían para experimentos dizque para salvar humanos. ¡Qué más quieren salvar con esta proliferación de sifilíticos que viven por la penicilina! El Refugio Franciscano (así llamado por San Francisco, mi santo) liberó y acogió a los pobres animalitos. Esa sola escena del terremoto me conmovió, ¿y saben por qué? Porque desde hace años rompí mi pasaporte humano y soy un perro: alzo la pata y me orino en la estatua de Bolívar, la Catedral Primada, el hemiciclo a Juárez... Psssss...

      Entre Fantasmas, de Fernando Vallejo

      El libro que el lector tiene entre las manos cuenta una historia que ocurrió en la Argentina, entre noviembre de 1990 y enero de 1991. En realidad, tuvo como principal escenario a la ciudad de Ramos Mejía, situada en la zona Oeste del Conurbano bonaerense de la provincia de Buenos Aires, a escasos catorce kilómetros del centro de la capital de la Argentina. Una ciudad pequeña, con una antigua estación ferroviaria, una plaza y un templo católico; una ciudad no solo conocida por sus edificios históricos, sus amplios sectores residenciales y su activa vida económica sino también por su intensa vida nocturna, concentrada, fundamentalmente, en algunas discotecas y pubs irlandeses ubicados en la avenida Gaona, la segunda calle en importancia después de la avenida Rivadavia, principal arteria del país. Y, además, por la existencia de un gran asentamiento, una inmensa villa miseria bautizada con el nombre del popular tanguero francés Carlos Gardel. Aquí vivían, de acuerdo a la lectura crítica de diferentes estimaciones, no menos de treinta y cinco mil personas procedentes, en su inmensa mayoría, del interior del país y de algunos países limítrofes. Territorio de bien acentuados contrastes, pequeña superficie del Gran Buenos Aires donde muchos pibes comenzaban sus andanzas amorosas y donde, con seguridad, tendrían una pelea inolvidable, un mano a mano con otro chico o, algo más emotivo, una batalla colectiva en la puerta de alguna discoteca, un combate que traería a los bravos e igualmente jóvenes efectivos de la Policía bonaerense.

      La vida nocturna estaba limitada a las primeras cinco cuadras de la avenida Gaona, si se toma como punto de partida la plaza contigua a la estación ferroviaria. Luego, como en un suave declive, los pubs y las discotecas iban cediendo su lugar a las casas bajas, los típicos chalecitos con tejas coloradas y amplias ventanas de madera pintadas de blanco, con un modesto jardín adelante, tras las negras rejas de hierro.

      Y estos pocos trazos que aparecen en esta reseña son suficientes para explicar las razones por las cuales Ramos Mejía tenía un frecuente y bien ganado espacio en los diarios y en los noticieros argentinos.

      La jurisdicción policial en la zona recaía sobre la Departamental de Ramos Mejía. Al frente de esta se encontraba, desde octubre de 1987, el comisario Juan Carlos Villafañe. Este era entonces un hombre de cuarenta y cinco años, exigente y celoso de la función que debía cumplir. Era, asimismo, alguien inteligente, una persona honesta, el hombre que había querido ser. Ni bien asumió el cargo puso todas las energías en la conformación de un equipo de hombres que lo acompañara en su política de inflexibilidad con la delincuencia, con toda la delincuencia le gustaba decir a Villafañe: con la de adentro y con la de afuera, con la liviana y con la pesada. Y hablar de la pesada significaba poner los ojos en la muy poblada villa Carlos Gardel, una villa heterogénea en su composición social, que había ido absorbiendo a trabajadores cuyas condiciones materiales se habían ido agravando con la aplicación de las políticas que se venían implementando desde mediados de los años setenta. Y los efectos perdurables de aquellas políticas condicionaban fuertemente a las recién recuperadas democracias latinoamericanas.

      Unas fotografías tomadas por un helicóptero de la Policía de la provincia de Buenos Aires revelaban una versión argentina de La Rosinha, la inmensa favela brasileña de Río de Janeiro, una de las muchas postales de la ciudad maravillosa. En ellas se podían ver las viviendas arracimadas, pegadas las unas a las otras, atravesadas por angostos y serpenteantes senderos. Y las canchas de fútbol en las que los chicos y muchachos jugaban más que un simple partido, en las que, en realidad, demostraban la lealtad hacia las peligrosas bandas que la mayoría de los pibes integraban.

      Juan Carlos Villafañe estaba personalmente empeñado en poner las cosas en orden. Hombre intachable, fiel esposo y padre de dos hijos que ya estaban siguiendo sus pasos en la Escuela de Policía Juan Vucetich, sabía que las principales dificultades a su gestión estaban entre los miembros de sus propias filas. A su superior en la provincia, el comisario general Atanasio Passero, lo unía una amistad de muchos años, desde la infancia, los mismos enemigos y los mismos sueños. Por esta razón, el jefe de la Departamental de Ramos Mejía compartía la política de depuraciones que su viejo amigo estaba llevando adelante con el respaldo del gobernador Cipriano Calabró. Y también estaba de acuerdo en hacer todo lo necesario para convertir a la Policía de la provincia de Buenos Aires en una de las mejores fuerzas policiales del mundo. Y fueron esas altas miras las que lo llevaron a la conformación de un Cuerpo de Elite integrado por personas jóvenes, idealistas capaces de dar sus vidas por este camino que ellos habían elegido, por esto que él solía designar con el tal vez grandilocuente nombre de apostolado. Pero estas posiciones multiplicaron sus enemigos, en especial cuando apoyó públicamente la remoción de la plana mayor de la Vucetich. Él estaba convencido de que la formación de ese futuro policía debía tener como punto de partida esa escuela a la cual llegaban muchachos de todo el país. Era ese el lugar adecuado para moldearlos desde el vamos, para sembrar los valores que los hicieran buenos, valientes e insobornables.

      El comisario Villafañe era un verdadero obseso a la hora de elegir a quienes quería a su lado. Nada se le pasaba por alto al hombre que ponía el ojo en los legajos de todos. Eran bien conocidos sus vetos a los candidatos que el subcomisario Jerónimo Pirker, titular de la División Reclutamiento y amigo personal de Villafañe, le sugería. Todos sabían cuán acaloradas eran las discusiones entre los dos amigos, cuán difícil era llegar a un acuerdo sobre quién sería el más indicado para cumplir una función.

      A pesar de ser un hombre de edad madura, el jefe de la Departamental de Ramos Mejía mantenía una exigente rutina deportiva. El boxeo, la natación y la esgrima tenían un lugar estable en la sobrecargada agenda del comisario. Y cada dos semanas iba en bicicleta desde su domicilio, en Ciudadela, hasta la casa de sus padres, en San Antonio de Padua. Villafañe era un hombre del oeste de la provincia, una persona que conocía a todos, a los buenos y a los malos, a los simples arrebatadores y a los peces gordos. Para él, el mundo del comportamiento humano desconocía las gradaciones y solo se dividía entre los que se portaban bien y los que se portaban mal. No existían las excepciones. Desde hacía unos años venía manifestando cierta preocupación por la creciente presencia de inmigrantes. En su mundo de rígidas dualidades, los inmigrantes buenos se habían radicado en la populosa


Скачать книгу