El Peruca. Joel Singer
había seguido el camino de los paraguayos que habían sido derrotados por el Peruca. Una mujer que vendía en la estación los panes que amasaba con las propias manos, la bondadosa abuelita que asistía a las muchas chicas que, tempranamente, quedaban embarazadas. Madre de varios hijos y abuela de incontables nietos, todos residentes de la villa y trabajadores. Respetada, admirada y hasta temida porque los policías que, de manera recurrente, habían ingresado a la villa en la época de los militares con el objeto de apresar a los militantes políticos que allí actuaban, jamás le habían sacado una palabra. Esto lo sabían todos. Los chicos y los grandes. Los buenos y los malos. Y también lo sabía Víctor Codovilla, bien conocido por su violencia y por los malos tratos y, en especial, por esa voracidad, por esa hambre insaciable que lo hacía salir de la panadería La gran flauta para ingresar al bar de don José, al almacén de Mario, al supermercado de los chinos. Provocaba repulsión ese hombre que estaba todo el tiempo masticando algo, que arrastraba las piernas, con esa panza que se balanceaba por afuera del cinturón como si estuviera pronta a caerse al piso. A Víctor Codovilla se la tenían jurada, estaba marcado desde hacía tiempo, pero sobre todo desde que había cacheado a unos pibes de no más de quince años y se había apropiado de sus pocas pertenencias: cigarrillos, un par de encendedores y hasta las estampitas de San Cayetano que el más chico de todos cambiaba por un par de monedas en el tren Sarmiento, yendo desde Once a Moreno, de una punta a la otra del recorrido. Y uno de estos pibes conocía a Rubindio, el lugarteniente del Peruca y uno de sus hombres más queridos.
Una noche, el Peruca, Rubindio y tres muchachos más decidieron que había llegado la hora de actuar, que ya conocían demasiado bien los pasos que llevaban a Víctor Codovilla desde la Comisaría Segunda de Haedo hasta su casa en la localidad de Paso del Rey. Los cinco muchachos se subieron al reluciente Chevy negro que el Peruca utilizaba para operaciones importantes. Era un auto que tenía sus años, pero que parecía recién salido de fábrica, un auto que había dejado de fabricarse hacía tiempo y por el cual él sentía un especial cariño. Tenía otros coches y motos, pero el Chevy era como su primer gran amor desde que había llegado al país. Además, todas las cosas que había hecho con ese vehículo siempre le habían salido bien, tenían el éxito asegurado. El Peruca usaba, alternativamente, una 9 milímetros o una Bersa, pero para esa ocasión decidió llevar un hermoso puñal con un mango de hueso, un puñal que había traído de Perú, un arma con una larga e ilustre historia. El policía no era digno de ser tajeado desde el cuello hasta la cintura con esa bella arma, pero las manos del Peruca sí eran dignas de empuñarla para hacer justicia, para pronunciar una sentencia inapelable. El Peruca estacionó el auto a no más de dos cuadras de la casa del policía y desde allí fueron caminando tranquilos, conversando y haciendo bromas, imaginando la cara de estupor de Víctor Codovilla cuando adivinara en los iracundos rostros de los pibes que ese era el último día de vida que tenía. Ellos lo atacarían ni bien doblara la esquina, la esquina de esa oscura calle silenciosa que siempre olía a eucaliptos, sombreada por las acacias y los paraísos, perfumada por las flores de los jardines, iluminada por los refucilos. Eran cerca de las diez cuando vieron al policía que venía caminando, arrastrando los pies, eructando parte de la comida que albergaba ese inmundo abdomen: los mates con bizcochitos de grasa, los cafés, los vasos de vino y los sándwiches, los chipas de doña Tole, los choripanes y los panchos, la tira de asado, las porciones de pizza, las copas de anís y de licor de huevo. Todo eso tenía lugar en esa panza inmensa que lo fatigaba, que le demoraba el paso y que lo había relegado a esa guardia marginal, muy lejos, por cierto, de los buenos servicios que en el pasado le había prestado a Benedicto Marianetti. Hacía unos minutos que había comenzado a tronar fuertemente y los relámpagos iluminaban el cielo cuando Rubindio le dio, antes de que doblara la esquina, un tremendo cachiporrazo en la cabeza, golpe que dejó cómicamente rígido al sargento ayudante Víctor Codovilla. Sin demorarse, dos muchachos más lo sostuvieron de los hombros. Rubindio, con inocultable repulsión, lo tenía bien agarrado de los pelos grasientos que, poco a poco, se le iban tiñendo de sangre. Comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia. Eran gotas grandes, de esas cuyo peso se siente en el cuerpo cuando lo golpean, que preanuncian un diluvio a mares que inunda las calles y las vuelve desiertas, pero que por sobre todas las cosas limpia la mugre y refresca el aire. El Peruca se puso un guante de plástico, de esos que se usan para lavar la ropa; ya la lluvia empezaba a ser torrencial cuando le clavó una puñalada tan profunda en el medio del pecho que solo dejaba a la vista el mango blanco del hermoso cuchillo. Después, sin soltar el puñal y a partir de donde se lo había clavado, lo llevó hasta la altura de la vejiga; lo abrió, literalmente, en dos partes; las tripas y todo lo que esa inmunda panza guardaba en su interior cayó ruidosamente al piso, sobre las cuadradas baldosas amarillas. Luego, con lentitud, lo recostaron boca abajo, sobre la vereda, y se fueron caminando en paz, riéndose a carcajadas, bajo la intensa lluvia que comenzaba a lavar la vereda sucia.
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Un término relativamente nuevo empezaba a estar en boca de ciertos políticos, algunos militares y muchos, cada vez más policías, una palabra nueva donde la dimensión política del asunto parecía hacerse un lugar, más allá del grado de conciencia que tuvieran quienes la empleaban: narcoterrorismo. Un vocablo que en sí mismo encerraba un diagnóstico que no todos los policías compartían. De hecho, no faltaban en el entorno del comisario Villafañe quienes pensaban que él exageraba, que no era, en verdad, para tanto. Coincidían, sí, con su visión de la peligrosidad de cierta inmigración sobre la que parecía no existir ningún control, pero estaban convencidos de que Villafañe tomaba todo a la tremenda; a estos, él trataba de hacerles comprender el riesgo de minimizar los problemas, esa incapacidad para ver en una simple chispa la causa de la explosión que reduciría a escombros un edificio entero. Y el edificio era el país, la familia argentina, las buenas costumbres, la tradición nacional, les decía Villafañe en cuanta oportunidad se le presentaba.
Y fueron todos estos hechos que estamos relatando los que llevaron a Villafañe a buscar los mejores elementos entre los nuevos egresados de la Escuela Juan Vucetich. Quería, pensando siempre en el Cuerpo de Elite, contar con una tropa leal y honesta, un conjunto de efectivos que más tarde o más temprano pasarían a formar parte de ese selecto cuerpo de hombres especialmente entrenados para hacerle frente a delincuentes peligrosos. Y así fue como dos jóvenes policías, que habían compartido los cuatro años de estudio en la Escuela Juan Vucetich, pasaron a trabajar bajo las directas órdenes del comisario Villafañe. Sus nombres eran Juan Ignacio Soriani y Ezequiel Fritzler. Ambos contaban entonces con veintitrés años y desde hacía unos meses patrullaban juntos la densa zona cercana a la estación Ramos Mejía, las calles en las que se concentraban los boliches bailables y los pubs, escenarios donde algunas pandillas solían arreglar las cuentas que tenían. Los fines de semana, por lo general, pasaban varias horas en las canchas de Deportivo Morón y de Deportivo Merlo, pero todos los días llegaban a bordear, discretamente, la tan temida villa Carlos Gardel.
Juan Ignacio y Ezequiel conocieron enseguida la obsesión de Villafañe por ese muchacho misterioso y escurridizo, ese líder cuyo mandato parecía haber sobrepasado largamente los breves tiempos de dominio y de gloria que todos sus predecesores habían ejercido. Pero estos dos jóvenes policías no pensaban de la misma manera al respecto o quizá proyectaban sobre esta y otras cuestiones las viejas rivalidades que habían presidido la difícil convivencia que habían tenido en la escuela, una convivencia dominada por el más feroz espíritu competitivo, tanto en el plano teórico como en el deportivo.
Juan Ignacio era un muchacho de tez blanca, de grandes ojos claros, de gruesos labios, de una abundante cabellera rubia. Una cara perfecta, unos modales finos, aristocráticos, que no eran muy frecuentes entre los miembros de la Policía bonaerense. Deportista nato, cumplía una exigente rutina que incluía la práctica de la natación, la lucha, el levantamiento de pesas y el ciclismo. También le dedicaba tiempo a las prácticas de tiro en el polígono de la Escuela de Policía o en el Tiro Federal Argentino situado justo enfrente del club de sus amores, River Plate. La pasión de Juan Ignacio por el cuidado del cuerpo era tal que hasta en el inmenso loft en el que vivía tenía un gimnasio equipado con los aparatos más modernos. Tampoco faltaban aquí la clásica bolsa de arena y el punching–ball. Pero de todos los deportes el que más le gustaba era la lucha grecorromana. Tan profundo era su amor por esta disciplina que en un salón contiguo al gimnasio una colchoneta negra, cuadrada, rodeada de espejos rectangulares,