El Peruca. Joel Singer
que se daba tiempo para atender también la expresión de su colega, cuyos hermosos ojos claros reposaban en el dibujo que mostraba al Peruca con el pelo largo y los labios apenas separados, casi como si se estuviera sonriendo o, mejor dicho, riéndose de todos ellos.
—Si estamos seguros de que es así, como aparece acá, no nos podemos equivocar –se animó a decir Juan Ignacio, apoyando con sumo cuidado el material que había tomado y tratando de hacerse con el otro que, sin embargo, Ezequiel logró agarrar antes que él.
Ezequiel le lanzó una breve y furiosa mirada. Acto seguido comenzó a comparar este segundo identikit con el que había observado en primer término. En el despacho reinaba un silencio solo interrumpido, de vez en cuando, por la musicalidad ferroviaria que el paso del tren Sarmiento les deparaba. Iván fue a servirse un café y les ofreció a los demás. Ramiro le aceptó la mitad del pequeño pocillo. Ezequiel se negó, primero, y lo mismo hizo Juan Ignacio, como si fuera un eco. El sol que entraba por el amplio ventanal bañaba el despacho, los sólidos muebles de madera y, en especial, la mesa en torno a la cual los cuatro jóvenes policías realizaban su cuidadosa pesquisa.
—Ya estoy un poco mareado con todos los que hicieron –dijo Ramiro.
—No son muy distintos, hay ligeros matices –acotó Ezequiel, lacónicamente.
—Yo lo veo siempre igual –opinó Juan Ignacio con cierta timidez, mirando los dibujos.
—No son iguales, acá los matices importan mucho –afirmó Ezequiel, mirándolo, esperando que Juan Ignacio dejara de observar los dibujos de una buena vez y lo mirara a la cara.
—Eso es cierto –coincidió Iván.
—El identikit no es una foto, pero si los datos con los que se elabora están bien sopesados se pueden obtener buenas reconstrucciones. En algunos casos podemos llegar a una precisión superior al noventa por ciento –explicó Ramiro como si fuera un profesor que le está dando una clase a sus alumnos.
—Mejor todavía. Si él es así no creo que nos podamos equivocar –volvió a decir Juan Ignacio.
Ezequiel lanzó un suspiro de fastidio.
—El tema es que los identikit parecen buenos, pero al tipo no lo encontramos nunca –manifestó Iván con una media sonrisa.
—Porque está bancado. Está bien protegido por gente nuestra, por jueces y políticos –dijo Ezequiel, expresándose de una manera semejante a la del comisario Villafañe.
—Seguro que no es ningún boludo –sostuvo Juan Ignacio.
—Lo que importa son los apoyos que tiene –dijo Ezequiel.
Juan Ignacio levantó la vista y miró a Ezequiel. Ramiro e Iván hicieron lo mismo. Fue un breve cruce de miradas, suficiente para que cada uno pudiera comunicar lo que pensaba, transmitir, sin palabras, lo que sentía. Luego, Ezequiel saludó a los policías y abandonó el despacho. Juan Ignacio hizo lo mismo y fue tras los pasos de su compañero.
—Me cuesta entender que los hayan juntado –dijo Ramiro.
—Se odiaban en la escuela y se nota que siguen igual –opinó Iván.
—Estos no cambian más.
—Mejor sigamos porque si no le llevamos nada a Villafañe, se va a poner reloco.
—Estos nuevos elementos le van a servir para convencerse de que los grandes problemas los traen los inmigrantes. Si no son los peruanos son los chinos, ¡jajajajajaja!
—Vamos a tener que decirle que ahora se trata de los chinos y de los peruanos juntos.
—¿Por qué decís eso? ¿Qué pensás?
—Para mí es la banda del Peruca la que está matando a los mafiosos chinos y les cobra a los dueños de los supermercados menos de lo que pretende la mafia china.
—Buen negocio.
—Hace unos meses, los dueños de los súper denunciaron que les pidieron setenta mil dólares para no matarlos. El Peruca los protege por mucho menos.
—¿No te parece demasiado simple esa explicación?
—Para nada. Los tipos que hace apenas seis meses cerraron los supermercados para pedir protección policial son los que ahora piensan que lo mejor que puede hacer la Policía es no meterse. En el medio murieron varios chinos que extorsionaban a los dueños de los súper.
—Sí, eso es verdad.
—¿Tu duda es que el Peruca esté metido en esta?
—Bueno, no sé. Hablamos de ese hijo de puta todo el tiempo y nunca lo vimos, no sabemos nada. Parece el personaje de algún cuento.
* * *
Al anochecer de aquel mismo día, Juan Ignacio y Ezequiel fueron a The Pits, el pub del Negro Eduardo, un brasileño, viejo amigo de la infancia de Juan Ignacio, un joven al que seguía vinculado porque el muchacho era el informante más confiable que tenían. El pub estaba a siete cuadras de la estación Haedo, en una calle oscura, con la calzada empedrada y una sola lámpara en el medio exacto de la cuadra. Era un lugar seguro, el ámbito ideal para quienes no deseaban quedar demasiado expuestos en ambientes con mayor concurrencia de público. Pero esta característica no lo liberaba de la inevitable trascendencia que le daban algunos conflictos que habían terminado en tremendas batallas entre grupos rivales. De hecho, había sido en The Pits donde habían asesinado a Choi, un joven chino de veintidós años, cuyo padre era dueño de varios supermercados, todos estratégicamente ubicados a lo largo de la línea del Ferrocarril Sarmiento. Choi había sido visto, pocos días antes de su muerte, con un grupo de personas, algunas de las cuales no parecían ser de nacionalidad argentina. Y no pocos de esos encuentros habían tenido lugar en el pub del Negro Eduardo. La oscuridad de la zona lo fue convirtiendo en el lugar idóneo para el encuentro de personajes de toda clase. Su ubicación en un subsuelo no hacía más que completar, simbólicamente, su relación con las cosas bajas, subterráneas, ocultas. En el pub del amigo de Juan Ignacio confluían desde miembros de la barrabrava del club de fútbol Deportivo Morón hasta pibes más o menos bien que solo deseaban jugar un partido de pool y tomar una cerveza con sus amigos. The Pits era un espacio exclusivista, el ámbito en el que se daban cita quienes necesitaban verse las caras o estar bien al tanto de todo lo que estaba sucediendo. No se sabe de quién fue la ocurrencia. Las cosas surgen y después se instalan con una fuerza que hace difícil hallar al iniciador de lo que con el paso del tiempo se volverá costumbre. La cuestión era que las paredes del baño de The Pits hacían las veces de las páginas de un libro en el que muchas manos, muchísimas y no siempre anónimas, iban anunciando los sucesos por venir o dejando las claves de los que ya habían ocurrido. Y el Negro Eduardo no se implicaba con los asistentes más que como alguien que solo brinda un servicio. Poseía el don de saber situarse muy por encima de los que se enfrentaban y no quedar como el protector de ningún parroquiano. Por su amistad con Juan Ignacio sabía que The Pits era visitado por algunos policías de otras zonas, efectivos que desde hacía unos meses se hacían pasar por simples asistentes. Entre estos se contaban dos jóvenes que estaban al mando del corrupto Benedicto Marianetti, titular de la Comisaría Segunda de Haedo. Ya hablaremos de ellos, de la noche en la que se cruzaron con Juan Ignacio y de los límites que se atrevieron a pasar sin sopesar siquiera las posibles y graves consecuencias de lo que habían hecho.
Ezequiel estacionó el Mini Cooper a dos cuadras de The Pits y fueron caminando, vestidos de civil. Por lo general, realizaban esa visita antes de las diez de la noche, antes de que el lugar estuviera lleno de chicos. La obvia intención era no ser vistos ni siquiera por esos policías que asistían de incógnitos y que podían complicarlo todo si sus visitas se hacían conocidas. Lentamente, bajaron la escalera; lo hicieron sin mirar a los pocos muchachos que ya ocupaban algunas de las redondas mesas negras y se dirigieron a la barra que Eduardo atendía con la colaboración de Gino, un chico que hacía apenas pocos días había empezado a trabajar allí. Un tema de Sinead O´ Connor, Nothing Compares to you, había empezado a sonar ni bien los dos policías pisaron el primer