El Peruca. Joel Singer
bajo la jurisdicción de la departamental que él dirigía. Era la temida y misteriosa villa Carlos Gardel, emplazada detrás del Hospital Posadas. Una villa inmensa, superpoblada de jóvenes que desde muy chicos adherían a diferentes bandas, pandillas en las que pulían los tres o cuatro valores que los acompañarían hasta la muerte. Villafañe sabía que la clásica población paraguaya había sido reducida a la condición de minoría por la llegada masiva de peruanos que escapaban de un país donde las políticas económicas y sociales estaban haciendo peores estragos que los que estaban provocando en la Argentina. Sabía, también, que la Policía peruana tenía las manos demasiado libres, que practicaba la tortura y las ejecuciones selectivas y que estaba considerada como una de las más corruptas de América Latina. Juan Carlos Villafañe tenía problemas, demasiados: el accionar de la mafia china, la corrupción policial y los peores efectos de un oleaje inmigratorio que no vacilaba en calificar, sin miedo, como un verdadero cáncer que terminaría destruyendo las bases fundamentales sobre las que se sostenía el país que sus padres y maestros le habían enseñado a querer. Su decisión de cambiar algunas cosas era tan firme que se fue convirtiendo en el blanco de ataques que tenían la más diversa procedencia. Algunos más explícitos, otros más sutiles. Pero él no era un hombre capaz de dejarse asustar. De hecho, nunca aceptó la asignación de una custodia permanente hasta que las amenazas verbales y las misivas anónimas fueron reemplazadas por intimidaciones cada vez más graves, actos que tuvieron su punto culminante en la colocación de un artefacto explosivo en su domicilio particular. El estallido de la bomba desmoronó parte del frente del modesto chalet en el cual vivía con su esposa. Para ellos fue tan solo un susto y un aviso, pero una inocente vecina perdió la vida aquel fresco 13 de julio de 1989.
De todos modos, a pesar de lo que llevamos dicho hasta aquí, el principal problema que tenía el titular de la Departamental de Ramos Mejía lo representaba una enigmática figura, un personaje casi novelesco, muy joven, dotado de especiales cualidades de líder, alguien que había sabido burlar todos los procedimientos que se habían ideado para poder atraparlo. No se sabía cuándo había arribado a la Argentina. Estaban seguros de que era un peruano nacido en las afueras de Lima, alguien de singular belleza, un joven en el que la pobreza parecía no haber dejado esas crueles señales que la caracterizan, esas infames marcas en el cuerpo. Todos lo conocían, sencillamente, como el Peruca. El Peruca no dejaba dormir al comisario Villafañe. Él estaba convencido, quizá por la aureola de misterio que rodeaba a su figura, de que si no era un líder, sería el nexo fundamental con algún bien oculto y poderoso personaje que, desde vaya a saber dónde, manejaba ciertos asuntos a través de él.
Después del atentado en su domicilio, el jefe de la Departamental de Ramos Mejía sintió una especial preocupación por sus subordinados, un plantel renovado, de gente muy joven que, en promedio, no superaba los veinticuatro años. En la conferencia de prensa que dio después del luctuoso hecho dijo sentirse más padre que nunca, que él era eso, el padre de todos los oficiales bajo su mando. Que se equivocaban los que pensaban que este episodio podría quebrarlo o conducirlo a algún tipo de compromiso. Que no había manera de hacerlo reconsiderar ninguno de los objetivos que se había propuesto. Hasta llegó a decir que si sus mismos hijos hubieran muerto en lugar de esa vecina inocente, eso no hubiera hecho más que infundirle una fuerza adicional para seguir adelante. Que no se equivocaran, vociferó iracundo. Que él no le tenía miedo a ningún poder oculto, a ninguna organización delictiva que tuviera como aliados a policías corruptos, a jueces y a políticos. Después de esto se habló de su posible alejamiento. Fue un rumor que circuló durante varios días en los medios sensacionalistas y en los más moderados y que Passero se encargó de desmentir en una reacción rápida y tajante cuyo contenido el gobernador Calabró respaldaría más tarde. El espaldarazo de la máxima autoridad política lo comprometió a tiempo completo en la tarea de comprender y desarticular ese sólido entramado que para él no hacía más que confirmar que la Argentina había dejado de ser un país de tránsito para convertirse en una nación donde ya estaban operando los principales carteles de la droga.
En realidad, el Peruca no formaba parte de ningún cartel de la droga. Su banda se dedicaba al asalto de camiones que transportaban mercadería para supermercados y perfumerías. Tampoco estaban libres de sus golpes las casas de ropa que comercializaban las grandes marcas que se conocían en todo el mundo, algunas tan vigentes hoy en día como entonces. La particularidad de los asaltos a estas tiendas la marcaba el hecho de que solo arrasaban con toda la indumentaria masculina. En su haber tampoco faltaban, en menor escala, los robos de joyas y de obras de arte. Pero la droga no le interesaba. Incluso, era odiado en la villa por los dealers que se dedicaban a la comercialización de estupefacientes, personajes peligrosísimos que constituían el principal nexo con los policías corruptos de la bonaerense.
La victoria del Peruca sobre el resto de las pandillas que actuaban o residían en la villa Carlos Gardel estuvo signada por una serie de cambios que, lentamente, comenzaron a impactar en la calidad de vida de muchas personas. El exacto inicio de este reinado, que había logrado sobrepasar el efímero poder que todos los anteriores líderes habían ostentado, tenía de su parte un buen número de muy valoradas realizaciones. Fue en aquellos días cuando los camiones que transportaban carne empezaron a ser desviados a la villa en la cual debían descargar la totalidad de la mercadería que llevaban. Lo mismo les había ocurrido a los camiones de las empresas de lácteos La Serenísima y Sancor y a otras menos conocidas, pero que no se habían visto libres de estas frecuentes expropiaciones que la banda del Peruca llevaba a cabo cada vez con mayor eficacia.
Desde muy chico, quien años más tarde sería el Peruca, recorría con los ávidos ojos la mercadería que veía en las estanterías de Superú, una cadena de supermercados norteamericanos controlados por la South American Company con sede en Boston, Estados Unidos. Fue allí, siendo un niño, entre las góndolas atiborradas de mercadería, donde veía a su madre depositar, a duras penas, en una bolsa de plástico, siete u ocho miserables artículos para darle de comer a sus muchos hijos.
El liderazgo del Peruca estuvo también inseparablemente asociado a la puesta en práctica de ciertos actos de justicia dirigidos contra los enemigos que vivían allí y contra los policías que, con regularidad, sometían a los muchachos y a los más chicos a toda clase de humillaciones. Entre este tipo de acciones no es posible omitir lo que le ocurrió al sargento ayudante Víctor Codovilla, siniestro personaje que cumplía funciones en la Comisaría Segunda de Haedo bajo las órdenes del corrupto comisario Benedicto Marianetti. El episodio merece que le dediquemos cierto espacio porque hoy, después de muchos años de ocurrido, no existe la menor duda sobre la autoría intelectual y material del hecho.
El sargento ayudante Víctor Codovilla era uno de los hombres de confianza de Benedicto Marianetti. Venido a menos por los intempestivos achaques, el Chancho Codovilla manejaba la caja chica de la comisaría que dirigía Marianetti. Era, durante el día, los mismos ojos del comisario. A los cincuenta y siete años había logrado acumular un nada despreciable patrimonio: una señorial casona en la parte más selecta de Paso del Rey; una casa de verano en el exclusivo barrio Los Troncos, en la ciudad de Mar del Plata; dos departamentos en el centro de la ciudad de Buenos Aires; depósitos en no menos de tres bancos; un desconocido número de cocheras; dos autos 0 Km y una camioneta Ford F 100. Su conocida afición por la comida le había hecho ganar una voluminosa panza en la cual cabían los alimentos suficientes para saciar a muchas personas. Víctor Codovilla era capaz de hacer cualquier cosa que le pidiera el comisario Benedicto Marianetti. Atrás habían quedado los años en los que se había hecho cargo de algunos trabajos sucios por los que había sido bien recompensado, pero seguía siendo un fiel miembro del equipo de Marianetti. Desde el momento en el que iniciaba su tarea de vigilar a pie las dos o tres manzanas circundantes a la muy concurrida estación Haedo, comenzaba con una interminable serie de pedidos a todos los comerciantes de la zona; nadie quedaba libre de sus requerimientos, porque su apetito voraz no rechazaba nada que se pudiera comer o beber. Hasta una pobre anciana paraguaya de ochenta y dos años, que vendía chipas y otros panecillos a la entrada de la estación, era sistemáticamente visitada por este despreciable personaje, por este tipejo que hasta se permitía opinar sobre la calidad de lo que consumía o sobre lo bien o mal hechos que estaban los envoltorios de los panes que, con gran dificultad, hacían las artríticas manos de doña Tole.
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