El Peruca. Joel Singer
acostumbrado a ser tratado como si fuera un personaje secundario, pero le desagradaba la confianza que Eduardo explicitaba cada vez que lo veía a Juan Ignacio, las miradas repletas de claras alusiones, el inocultable brillo de los ojos. Los tres muchachos se encaminaron hacia el final de la larga barra de cedro. Sin que nadie lo llamara, Gino se acercó y les consultó si deseaban tomar algo. Eduardo pidió una cerveza para él y otra para Juan Ignacio; Ezequiel, una medida doble de un licor llamado Tía María. Gino se retiró para preparar el pedido.
—Esperá que el pendejo traiga las cosas y después hablamos tranquilos.
—Perfecto. No tenemos mucho tiempo –dijo Juan Ignacio.
—¿De dónde lo sacaste al pibe? –preguntó Ezequiel, con un tono relativamente intimidatorio.
—Quedate tranquilo que la semana pasada cumplió dieciocho –le respondió Eduardo, sonriendo.
—Después le pido el documento –dijo Ezequiel.
Los tres jóvenes se rieron.
Gino regresó con las dos espumosas y heladas cervezas ya servidas y tres platitos con aceitunas verdes, maníes y palitos salados. Luego fue en busca de la botella de Tía María, de una copa ancha, de whisky, y de dos trozos de hielo y preparó el pedido de Ezequiel.
—Dejanos solos un momento, que nadie nos interrumpa –le pidió Eduardo a Gino.
—Listo –dijo Gino, dirigiéndose al otro extremo de la barra.
—¿Qué sabés de la muerte del chino? –disparó Ezequiel, tomando la iniciativa, cansado de este breve protagonismo de Juan Ignacio.
—Para mí que no es casual –empezó a decir Eduardo.
—Seguro, lo mataron por el viejo –acotó Ezequiel antipáticamente.
—¿Pensás, Edu, que la banda del Peruca puede estar atrás de esto? –le preguntó Juan Ignacio.
—No sé. Puede ser. Mataron al chino porque el padre transó la protección privada. Eso es lo que pienso.
—¿Con quienes pensás que arregló?
—El chinito no era ningún santo. Yo lo vi con gente de la Gardel.
—Seguro que el padre le pagó al Peruca para que les diera protección contra los mafiosos chinos que los estaban extorsionando. No te olvides de que los chinos que aparecieron muertos en el descampado de Merlo eran todos de la mafia. Para mí que a estos los mataron los peruanos para mostrar que la protección que ofrecían era en serio –disparó Ezequiel, sin pausa, mirando solo a Juan Ignacio.
—Puede ser, la cosa parece encajar bien –dijo Juan Ignacio.
—El padre del chino, primero, hizo cerrar los supermercados del cagazo que tenía, reclamó la protección de la Policía y después se echó para atrás, decime por qué cambio de opinión –reflexionó, agudamente, Ezequiel.
—Sí, es razonable lo que decís –manifestó Juan Ignacio.
—¿Nunca lo viste, jamás estuvo acá? –quiso saber Ezequiel.
—Creo que conozco a todo el mundo que viene a The Pits, pero no sé si ese tipo anduvo por aquí alguna vez. Quizá estuvo y no lo recuerdo o no lo vi.
—Pero algo tuviste que escuchar.
—Escuchar, sí. Parece que el tipo es muy malo. Los paraguas se tuvieron que ir de la villa. Los pocos que se quedaron son viejos que no joden a nadie.
—Hay que entrar con un par de tanques. Eso es lo que va a terminar pasando. Todo se va a ir de límite, como piensa el jefe –manifestó Ezequiel.
—Bueno, Edu, gracias por todo, pero lo mejor va a ser que nos vayamos. Está empezando a llegar gente –dijo Juan Ignacio.
Los tres muchachos se saludaron. Juan Ignacio volvió a darle un beso y un abrazo al Negro Eduardo. Y este le dio informalmente la mano a Ezequiel. Lentamente, los dos policías comenzaron a retirarse del pub. Lo hacían sin mirar a nadie. Ezequiel quiso llevar a Juan Ignacio hasta la casa, pero este no aceptó la propuesta de su bravo colega. Le pidió, sí, que solo lo llevara hasta la estación Haedo para que él pudiera tomar el tren, pero Ezequiel insistió con llevarlo hasta la casa. Y Juan Ignacio reiteró su negativa. Entonces se despidieron. Juan Ignacio comenzó a caminar en dirección a la estación Haedo. Ezequiel subió al auto y con las manos aferradas al volante seguía con la vista al compañero que se alejaba, quien poco a poco se iba convirtiendo en un punto que, finalmente, se devoró la oscuridad de la noche. Cuando no lo vio más puso en marcha el auto y decidió dar unas vueltas por el barrio con la intención de hacer un poco de tiempo. A las once y media, Ezequiel llegó a la estación Haedo y detuvo el auto sobre la avenida Rivadavia. Había menos tráfico. Había más silencio. Se sentía en el aire, más limpio, un aire en el que dominaban los olores misteriosamente retenidos en todas las estaciones ferroviarias. Corriendo, cruzó la ancha y desierta avenida. En la estación, subió de a dos los escalones y buscó a Juan Ignacio en la solitaria plataforma. Pero Juan Ignacio ya había subido al tren casi vacío. Ezequiel, esta vez, había llegado tarde. Cabizbajo, regresó al auto, que algunos pibes miraban, codiciosos. Abrió la puerta y casi se dejó caer como un peso muerto, con los brazos vencidos. Había dejado la radio encendida, con el dial en el 94.3 de FM Horizonte, la emisora preferida de su compañero. En ese momento pasaban un tema emblemático de Rod Stewart, una canción que Juan Ignacio le había traducido hacía apenas unos días: Downtown train.
El viernes 23 de noviembre de 1990, el sargento Juan Ignacio Soriani se encontraba en el móvil que compartía con Ezequiel Fritzler. Este había descendido del auto para comprar una gaseosa helada en un supermercado chino. Eran las cinco y media de la tarde. Un día de calor insoportable explicaba estas reiteradas interrupciones para tomar algo fresco. Por lo general, era Juan Ignacio el que solía comprar las cosas y Ezequiel el que permanecía en el auto, escuchando la radio o mirando los titulares de algún diario. Pero justo ese día la situación iba a ser bien diferente. La gente común habla del tan mentado destino cuando ocurren ciertos episodios que a uno le marcan la vida, que se la dividen en dos partes, partiéndola para siempre.
El coche policial se encontraba estacionado sobre avenida Gaona y Juan Ignacio tenía la puerta abierta para que circulara un poco de aire que mitigara la elevadísima temperatura que hacía en su interior. Fue en ese momento, mientras echaba la cabeza hacia atrás, cuando vio en el espejo retrovisor la figura de un muchacho cuyo rostro coincidía con las diversas imágenes de los varios identikit que había visto del Peruca.
El Peruca tenía el pelo negro y lacio, largo hasta los hombros. Y un bello rostro moreno, marca registrada de todos los identikit que habían hecho de él. Debajo de las finas cejas, dos ojos grandes y oscuros, de mirada sombría y reservada. La nariz era simétrica y recta, con dos orificios diminutos, casi invisibles. La barba, apenas crecida, le daba cierta aspereza a las suaves mejillas sin cicatrices. De estatura media, fornido, con los lampiños pectorales marcados y los brazos surcados de gruesas y azuladas venas. Los labios tenían una tonalidad amoratada. Y las piernas, sólidas, torneadas, parecían las columnas de los antiguos templos, algo que quedaba a la vista por el uso de ceñidos pantalones vaqueros. Ese día vestía una musculosa gris, un ajustado jean y unas Adidas negras. La correa de un morral de cuero blanco le cruzaba el pecho. Y en el cuello llevaba un rosario de brillosas perlas negras al cual le había añadido, junto a la cruz de oro, una imagen tallada en marfil de San la Muerte. Caminaba en silencio, despreocupado, como si no midiera la imprudencia de lo que estaba haciendo, de una conducta que más tarde atribuiría a la intervención de esas divinidades paganas que formaban parte de su rudimentaria teología y que, según creía, movían los hilos de la vida de algunas personas.
Pensar que él, nada menos que él, no viera el móvil policial que estaba detenido sobre avenida Gaona, a media cuadra de Marcos Paz, resulta algo que roza lo inverosímil. De todos modos, haya visto o no el coche de policía, él siguió caminando con la fe de los que se sienten protegidos por una fuerza superior. No tenía nada de extraño que pensara eso el muchacho que había hecho fracasar