El Peruca. Joel Singer

El Peruca - Joel Singer


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de madera, caí al piso medio inconsciente…

      —¿Perseguiste al Peruca? –le preguntó Ezequiel, haciendo recién ahora la primera conexión entre la actitud de Juan Ignacio y uno de los hombres más buscados del país.

      —Por el espejo vi a un tipo que venía caminando… –comenzó a balbucear.

      —Decime si te violó el Peruca. Es lo único que quiero saber.

      Juan Ignacio sabía que no podía mentirle, que solo el Peruca podía explicar la disparatada reacción que había tenido.

      —¡Juan Ignacio, ¿te violó el Peruca?! –le volvió a preguntar Ezequiel, totalmente fuera de control.

      Juan Ignacio levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Estaba algo pálido, se le notaba el miedo a su viejo verdugo de la Escuela Juan Vucetich.

      —Sí, fue él.

      Después de la tremenda confesión, permanecieron, en silencio, en los lugares que cada uno había ocupado. Finalmente, transcurridos cinco minutos, Ezequiel se puso de pie, dio algunos pasos y se detuvo justo frente a su compañero. Había escuchado la peor respuesta a su pregunta. Nada le había dolido tanto, nada le había hecho ni le haría en el futuro tanto daño como la terrible contestación de Juan Ignacio.

      —Tenemos que pensar bien lo que vamos a decir porque esto puede costarnos la carrera –fue la recomendación de Ezequiel.

      —Acordemos algo para decir lo mismo –sugirió, tímidamente, Juan Ignacio.

      —¡Vos vas a decir lo que te diga yo!

      —Está bien, Ezequiel. Vos sabés que...

      —Te mandaste una terrible cagada.

      —Lo vi y me puse ciego. No podía creer que fuera él, que estuviera caminando por la calle tan tranquilamente.

      —Yo no sabía qué carajo hacer. No quise pedir refuerzos. Pensé que te podían matar.

      —Lo siento, de verdad. ¡Te lo juro, Ezequiel! Vos sabés bien que nunca me mando solo.

      —¡Decime qué carajo le vamos a decir a Villafañe si esto se llegara a saber, qué mierda pongo en el informe que voy a tener que presentar mañana!

      —¡No me cubras, Ezequiel! Si esto trasciende, le cuento lo que pasó y punto.

      —¿Pensás que Villafañe se va a bancar que en el Cuerpo de Elite haya un tipo como vos?

      —El lugar que tengo me lo gané solito, hermano.

      —¡Te cogió un tipo, Juan Ignacio! ¡Te la puso un delincuente! –le dijo Ezequiel meneando la cabeza, dándose golpes con las manos como si quisiera despertar de la más tremenda pesadilla que había tenido hasta hoy.

      —¡No quiero seguir hablando, Ezequiel ¡Andate de mi casa!

      Juan Ignacio se puso de pie y dio apenas unos pasos, pero Ezequiel se interpuso en su camino y lo tomó de los dos brazos.

      —¡Andate de mi casa! –repitió Juan Ignacio.

      —Parece que no medís la gravedad de lo que pasó –le dijo Ezequiel a los gritos, olvidándose de que estaba en casa ajena.

      —¡Lo que me pasó, me pasó a mí!

      —¡Pero vos vestís un uniforme que tiene una historia, carajo! ¡Sos parte de una institución a la que pienso que le tenés cariño! –expresó Ezequiel con descontrolada furia.

      —¡Me pasó a mí, a mí, Ezequiel! Yo voy a cargar con eso.

      —Ya lo sé, pero vos estabas conmigo.

      —Voy a pensar que lo único que te importa es quedar pegado a la cagada que me mandé.

      —Lo voy a encontrar. Ya vas a ver. Lo voy a encontrar y lo voy a matar. ¡Y lo voy a matar por lo que te hizo a vos! Ahora me chupa bien un huevo lo que el tipo haga con su vida. Si es chorro, si es narco. Me chupa bien un huevo.

      Los dos muchachos volvieron a tomar asiento en los mismos lugares en los que habían estado sentados. Juan Ignacio tenía los brazos enrojecidos por la sujeción a la que Ezequiel lo había sometido. Se lo veía enojado, asustado, vulnerable. Ezequiel, no era extraño, parecía ser el dueño de la casa y Juan Ignacio un simple huésped o un ocasional invitado.

      —Mirame, Juan Ignacio. Disculpame si te dije algo desubicado, pero hoy podíamos haber perdido la vida por esa locura tuya.

      —Ya te lo dije, tenés razón. Ya te pedí disculpas, Ezequiel. ¿Qué más querés que haga? –le dijo Juan Ignacio mirando el piso, con la voz quebrada, casi al borde del llanto.

      —Mirame, Juan Ignacio. No me gusta que no me mires a los ojos cuando te estoy hablando.

      Juan Ignacio miró a la cara a su terrible jefe, a ese muchacho que, sin embargo, lo quería como jamás había querido a nadie. Cuando esto ocurrió, Ezequiel se puso de pie, fue hasta donde estaba su hermoso colega y le tendió la mano. Este, en un principio, la tomó a regañadientes, pero Ezequiel hizo que se levantara. Tenía la intención de bajar una temperatura que había subido demasiado. Una sincera sonrisa y un abrazo fueron los medios que empleó Ezequiel para comenzar a reparar parte del terrible daño que había hecho. La respuesta de Juan Ignacio, fría al comienzo, no se hizo esperar: se aferró a la cintura de Ezequiel y así, de esta manera, empezaba a decirle con el cuerpo lo que aquel quería escuchar desde hacía años. Ezequiel comenzó a acariciarle la espalda con las dos manos bien abiertas. Y enseguida cruzó el límite de la cintura y puso una mano en cada una de esas dos nalgas que tanto le gustaban. Poco tardaron en unir los labios, los carnosos y rosados labios de uno sobre los más finos y oscuros labios del otro. Primero fue algo semejante al tanteo de los que están por hacer algo que no hicieron nunca. Luego fue como el apasionado beso de dos enamorados o de los que empiezan a hacer realidad un deseo largamente postergado. Ezequiel era en esto tan igual a todo lo que hacía: agresivo, helado, intolerante. Acto seguido hizo algo de presión sobre los hombros de Juan Ignacio y lo puso de rodillas. Este supo que ya no podía hacer nada, que Ezequiel, una vez más, le había ganado. Lo que Juan Ignacio no sabía era que su bravo colega estaba teniendo la primera relación sexual de su vida. Ezequiel cumplía el viejo y secreto juramento que se había hecho cuando era un pibe de tan solo dieciocho años, el sagrado voto de empezar su vida sexual con Juan Ignacio.

      —No podés estar sin mí, Juan Ignacio. Me necesitás más que nunca.

      —Puede ser.

      —Vamos a la cama.

      A las once y media de la noche, Ezequiel comenzó a penetrar a Juan Ignacio. A Ezequiel le gustaba mirar a la cara a Juan Ignacio mientras lo penetraba y a este le apasionaba ver la severa expresión de su colega, el revoleo de los oscuros ojos perdidos, el despuntar de la sonrisa sutil, amenazante. Le gustaba escucharle decir esas palabras fuertes, esas expresiones picantes que, en sus fantasías, ya había escuchado casi todas las noches cuando, en la inviolable intimidad de la litera de la Escuela Juan Vucetich, pensaba en Ezequiel Fritzler. Y a este también le había ocurrido lo mismo. En el silencio de la noche, los dos tejían los sueños que mantenían bien guardados; ahí, todas las noches, los dos pensaban situaciones en las que tenía lugar el tipo de unión que recién hoy, después de cinco años, se estaba consumando. Entonces ninguno de los dos sabía todo lo importante que era para el otro. Separados, apenas, por unos metros de distancia, unidos por un deseo inconfesable, obligados a permanecer callados. Hasta el día siguiente. Hasta que comenzaran las rigurosas rutinas cotidianas. Entonces sí se miraban a los ojos. Y por medio de estos encontraban la manera de decirse las cosas que no podían comunicarse de otro modo. Y al final del día las, para unos pocos, memorables duchas colectivas. Allí, los dos pibes de dieciocho años se vieron desnudos por primera vez. Fue Ezequiel el que vio esa especie de fulgor que irradiaba el cuerpo de ese chico que semejaba un ángel. Y fue Ezequiel el que se quedó parado recibiendo, inmóvil, el chorro de agua, dejando que este le limpiara el cuerpo que él no podía ni siquiera enjabonarse. Y ahora estaba en la casa de él, de ese chico que en cinco


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