El Peruca. Joel Singer
Pero no duraría mucho este buen momento que pasaban. Por la radio del vehículo comenzó a escucharse la voz del comisario Villafañe. «Cebra tres, cebra tres, responda, cebra tres», gritaba Villafañe. Era excepcional que el jefe los llamara cuando estaban en la calle y más extraña todavía la orden de regresar inmediatamente a la Departamental de Ramos Mejía. Los dos muchachos tuvieron al mismo tiempo la certeza de que algo de lo que había ocurrido ayer en la villa Carlos Gardel ya estaba en conocimiento de Villafañe. Y esta compartida tensión le dio más valor a ese entrañable abrazo que se estaban dando. Luego de unos segundos subieron al auto. Ezequiel pisó el acelerador y hasta hizo sonar la sirena para abrirse camino y poder llegar a la departamental lo antes posible. No quería admitirlo, pero él también estaba preocupado por el perentorio e infrecuente requerimiento de Villafañe. La comunicación con el jefe era fluida, pero si este ya sabía algo de lo que había sucedido ayer, los dos jóvenes podían estar seguros de que su pertenencia a la Policía estaba terminada. Era inconcebible algún tipo de acuerdo con una persona incapaz de perdonar lo imperdonable. Y porque Ezequiel y Juan Ignacio sabían esto, iban con miedo a encontrarse con el jefe. La actuación de Juan Ignacio no tenía atenuantes. Había cometido, juntos, todos los errores que no deben cometerse, una seguidilla de graves desaciertos que tenían su punto culminante en un ultraje sin antecedentes en la historia de la Policía Argentina. Y Villafañe no perdonaba los errores.
Quince minutos tardaron en llegar a la departamental. Estacionaron el móvil en la amplia playa de estacionamiento, lo más cerca posible de la entrada principal. Sin demora descendieron del auto y subieron, corriendo, los diez escalones blancos. El ascensorista estaba a punto de cerrar la puerta, pero un grito de Ezequiel lo detuvo hasta que los dos pudieron ingresar.
—Al quinto piso –pidió Ezequiel, con poca amabilidad.
—Al quinto –repitió el ascensorista esbozando una sonrisa.
Salieron del ascensor caminando despacio. Los dos se pasaban los pañuelos por la frente, por las sonrojadas mejillas, por el cuello. No les gustaba el aspecto que tenían, que los superiores los vieran transpirados, despeinados, tensos. Entraron a una primera dependencia, una amplia oficina que ocupaban cuatro policías, al final de la cual, una puerta maciza, de madera lustrada, con un letrero de bronce, señalaba el acceso al despacho del comisario. Ezequiel golpeó la puerta.
—Pasen –dijo Villafañe.
Los muchachos ingresaron a la fresca oficina, un salón de generosas proporciones, con muebles de madera y tres sillones de un cuerpo, de resplandeciente cuero negro. De las paredes pendían las fotos de los principales jefes policiales: de Atanasio Passero, titular de la Policía de la provincia de Buenos Aires; de Jerónimo Pirker, responsable de la División Reclutamiento, y de Juan Carlos Villafañe. En una pared más pequeña había una inmensa foto del legendario comisario Evaristo Meneses. Una biblioteca con puertas de vidrio tenía sobre uno de los estantes gruesos y viejos volúmenes. Y en otro de los anaqueles se hallaban hermosas réplicas de vehículos policiales de distintos períodos de la historia. También tenían su lugar algunos efectos personales del comisario: una antigua foto con su mujer y sus dos hijos; unas pipas, que su padre había traído de España, y las cuatro gorras que Villafañe había usado hasta que lo habían ascendido a comisario. Sobre otro, el más alto, reposaba una placa con una inscripción, una frase que el reflejo del sol no dejaba leer en su totalidad: «Policías del mundo...». A la izquierda de esta había una foto de Villafañe con un policía que no era argentino, un hombre negro, de anchos y oscuros labios, de dientes blancos. Los dos se sonreían, abrazados. En ella se había eternizado un momento único, uno de esos días irrepetibles, maravillosos, que la fotografía detenía para siempre. No parecía ser muy antigua. Los dos jóvenes efectivos detuvieron en ella sus sorprendidas miradas. Tal vez porque nunca habían visto sonreír a Villafañe, quizá porque necesitaban una imagen más benévola, bien distinta a la helada figura que todavía no había pronunciado una palabra. Ezequiel le dio un abrazo, uno de esos sonoros abrazos que se dan los hombres después de no verse durante mucho tiempo o en momentos cruciales de sus vidas. Juan Ignacio actuó del mismo modo.
—Lo siento, lo sentimos mucho –dijo Ezequiel, en su nombre y en el de Juan Ignacio.
—Gracias, muchísimas gracias. A esta altura fue más un susto. Es una mujer muy fuerte.
—¡Qué bueno que no sea nada grave entonces!
—Gracias a Dios y a la Virgen no lo es. Un par de fracturas menores, unos moretones, nada serio.
—Pensamos que había sido peor –acotó Ezequiel.
—¡Graves son otras cosas! –dijo con seriedad el comisario Villafañe.
Los muchachos empalidecieron casi al mismo tiempo. Hasta la oscura piel de Ezequiel parecía más clara. Juan Ignacio lo miró de reojo y después dirigió su vista al piso de madera. Villafañe se levantó, se sirvió un café y del cajón del escritorio tomó una boquilla negra y un paquete de cigarrillos. No era frecuente que él fumara en presencia de sus subordinados, que lo hiciera cuando estaba a punto de comenzar uno de esos breves discursos que dejan bien en claro cuál es su pensamiento y que permiten entrever futuras y terribles decisiones.
—¡No puede ser, esto no pudo pasar jamás! –dijo Villafañe, encendiendo el cigarrillo.
—¡Perdón! –susurró el sargento Ezequiel Fritzler.
Juan Ignacio cerró los ojos y tanteó el bolsillo de la camisa para verificar que tuviera la credencial que, seguramente, le iba a ser requerida de un momento a otro. Durante unos segundos se hizo un completo silencio en el despacho, silencio que solo quebraba la musicalidad ferroviaria que traía el Sarmiento. Luego, Villafañe dio un puñetazo sobre el grueso vidrio que protegía la tapa de madera del escritorio de roble. Fue un golpe tan fuerte que se volvió sobre este para comprobar si le había hecho algún daño. De la boca del comisario comenzaron a salir espirales de humo que, con lentitud, se alargaban, que ascendían hasta tocar el alto techo blanco de la espaciosa oficina.
—Hay cosas que abomino, que detesto con todas mis fuerzas –dijo Villafañe, dando un sorbo de café.
Juan Ignacio pensó que estaba a punto de desmayarse, que se cerraba una etapa de su vida para la que había trabajado con esmero. Ezequiel miró, compasivamente, al pibe que ayer le había realizado el más importante sueño de su vida. Tenía bien claro que también se había equivocado, pero la cadena de los varios y graves errores la había iniciado Juan Ignacio. «Hay cosas que abomino...», volvió a escuchar una y otra vez el hermoso muchacho.
—Quiero que mis hombres se porten como hombres. Me enferma cuando actúan como mujeres. Los hombres somos de pocas palabras, vamos al grano, sin vueltas. Conmigo no van los chismes, los puteríos de cuarta.
—¿Pero, qué pasó, jefe, por favor? –le preguntó Ezequiel, con la voz tan cambiada que hasta Juan Ignacio lo miró, incrédulo, como si necesitara confirmar que, en verdad, estaba al lado del Ezequiel que él conocía y admiraba.
—¡¿Cómo qué pasó, cómo me pregunta qué paso, sargento Fritzler?! –preguntó, sorprendido, Villafañe, demorándose en la pronunciación de cada palabra.
—¡Nosotros…! –comenzó a decir Ezequiel.
—¡Lo del chino no debió pasar, las interferencias con los dos malandras que trabajan para Marianetti no debieron ocurrir nunca, nunca, nunca! –gritó Villafañe.
Del interior de Juan Ignacio salió, de golpe, todo el aire que había acumulado en los pulmones. Sintió el alivio que experimentan los que se sacan una pesada carga de encima, esa sensación de volver a sentirse dueño de uno mismo. Ezequiel fue también, poco a poco, recobrando el brillo de los ojos y el buen color de las mejillas.
—Porque sé quiénes son y porque les tengo confianza, les exijo más que a los demás.
—Gracias –respondieron los dos policías.
—Saben lo que pienso de Benedicto Marianetti. Y también saben que tiene un par de pillos en la calle.
—Jefe, díganos qué hicimos mal,